
Las jacarandas y Susana
Las jacarandas me causan una nostalgia terrible, casi de ahogo.
En bellas artes, los árboles alumbran los corredores de amantes, de vendedores, de hombres solitarios, ladrones y pordioseros.
Entre marzo y principios de octubre, sus flores ocultan el hedor de la ciudad. Sus flores se le clavan a uno, como hechizo, como agujas lilas para siempre.
Susana me citó en esa plaza, un cuatro de octubre. Las calles estaban vestidas, todavía, de imágenes alusivas al día de muerto. Alebrijes y cempasúchiles.
Me dijo que nos veríamos en la fuente de Poseidón, a unos metros del Partenón a Benito Juárez. Pero me lo dijo fría.
Yo no quise preguntarle nada. Me imaginé lo que sucedería.
Estaba en sexto de la universidad, en Chapingo. Susana había sido mi novia casi cuatro años, pero ella estudiaba en la UNAM.
Algunas veces nos encontrábamos en el Zócalo. Otras en Pantitlán, otras en Chapingo, o Santa Martha. En fin.
En Bellas Artes nos habíamos visto muchas veces. Ahí nos habían asaltado una vez sin que pasara a mayores. Ese día, como ya era tarde, a modo de artistas callejeros, pero momento inolvidable, me puse a recitar poemas, mientras ella me voceaba, como si yo fuera el gran artista número uno: “vengan, escuchen. Nunca escucharán nada más bonito, vengan y oigan”.
Yo tuve que tragarme la vergüenza. Con un público pequeño, de unas quince personas, cerré los ojos, me imaginé que estaba solo. Tragué saliva y recité dos poemas. El poema de los motivos del lobo y el de la luna.
Susana se encargó de pedir dinero con sus manos. “Lo que guste cooperar”, decía sonriente, divina. Divinamente hermosa.
Treinta y siete pesotes nos dieron. Con eso, ella pudo irse hasta su casa, allá por metro Chabacano. Yo, pude regresar a Chapingo.
Me citó a las tres de la tarde. Yo llegué antes. Era un sábado. Me senté en la fuente para tragarme a las jacarandas con la vista. Las últimas flores caían, dolorosas, tristes.
Un viejo se me acercó a venderme dulces, pero no le compré. Le pedí un cigarro.
Yo no fumaba en ese entonces, pero me pareció trágica la escena. Las flores de las jacarandas colisionaban contra el suelo. Los transeúntes pisaban y remataban a las flores y no sé, me pareció que debía fumar para contemplarlo.
Susana apareció puntual. La vi desde la distancia, cuando subió las escaleras del metro. Envuelta en un vestido blanco con encajes en la cintura, de una sola pieza. Con una bolsa azul cielo, pequeña. Zapatos de piso que combinaban con la bolsa.
Quise ir a encontrarla, pero supe que no debía. Todavía pude darle dos fumadas al cigarro. Sentí en la garganta lo agarroso del tabaco, me raspaba.
Dejé de contemplar a las jacarandas, pero temblaba.
Esperé a que se acercara. Ella no me miraba, caminaba con los ojos sobre las flores de jacarandas muertas. El saludo fue frío, demasiado frío.
Me puse de pie y me lo dijo: “Hay alguien más”.
Yo quise llorar, reclamarle, pero no lo hice. No pude.
Del suelo tomé una flor de jacaranda que yo mismo había pisado y se la di y por el mismo camino que la había visto llegar, yo me fui.
Antes de bajar al metro, me guardé un puño de flores de jacaranda en la mano
Mientras transbordaba de Pantitlán a las micros que llegan a cines, fue inevitable no llorar.
Una señora, sentada al lado mío, me preguntó, cálida: “¿Qué le pasa joven, qué le pasa?”.
Y yo, con los ojos dilatados, lleno de un llanto callado, le enseñé mi puño abierto, le mostré las flores pálidas y le dije: “Las jacarandas, señora, las jacarandas”.