El elevador
Trascurridos los veinte minutos, seguía atorada en ese elevador del siglo pasado, tirada en el piso, sin carga en el celular, agotada de respirar, agotada de gritar; pero eso sí, con mucha ansiedad.
Trascurridos los veinte minutos, seguía atorada en ese elevador del siglo pasado, tirada en el piso, sin carga en el celular, agotada de respirar, agotada de gritar; pero eso sí, con mucha ansiedad.
Con calma me dirigí al tocador y al verme en el espejo, me asustó hacerlo. Tenía mucho tiempo que no me observaba con detenimiento. Tengo arruga sobre arruga. Platico con mi imagen que me sonríe divertida por la cara de sorpresa que reflejo.
Clamo tu nombre como comprador de chatarra / que recorre calle por calle pidiendo fierro viejo que vendan…
Con la anestesia del día en las espaldas / y la displicencia en la razón contenida / en el vacío camino de la noche / me detengo a observar / otro espacio con sus rostros, antes escondidos…
Ya bien frío, sin nadie que alegara por mi muerte, dos tipos de uniforme, maleducados, sin presentarse, me hicieron firmar unos papeles. Me alegaron que si no firmaba, así de sencillo, no podían trasladarme hasta la morgue; y que les diera pa’ las cocas, o una chinga. Por eso ya morido, inhábil, todavía fresco, acepté todos sus términos: “tengan sus doscientos, pa’ los chescos”; y les tuve que firmar todas las responsivas, pensando: “ahora sí, mundo, al cabo ahí te quedas”.
Y los más viejos de todos / que alguna vez fueron niños / renacen en la garganta / de la loca que ha venido / para cantarles canciones / de sueños que no han vivido…
Y en una capilla / que pintó Rivera, / me juré llorando, / me juré ingeniera
Cinco dólares la hora. A ese ritmo, en cien años, me convierto en millonario y entonces sí los saco de pobres y los invito a disneylandia y los subo al empire state o los llevo al gran cañón del colorado y les cuento la verdad de estos cuatro años tan de la chingada.
Estás. Cuelgas de un espacio en blanco, frío. Nos miras pasar. Levantas la voz. Nadie escucha. Siguen caminando con
El viejo tren en el que viajábamos llegó a la estación de Reforma de Pineda, un pequeño pueblo enclavado en la región del Istmo de Tehuantepec, cuya estación era la más cercana al pequeño ranchito donde vivían los abuelos y primos. Recuerdo que tomamos el autobús que salía en dirección a la ciudad de Juchitán por la carretera panamericana, y después de una hora de camino mi mamá solicitó al conductor que hiciera la parada, porque tendríamos que bajarnos.