Ayer, alguien me preguntó que de dónde era. Por primera vez en muchos años, no supe responder con tanta rapidez como en otros tiempos. Dudé por un momento y como respuesta inicié un diálogo, contando parte de mi historia. No sé si la respuesta dada realmente respondió a la pregunta o acaso la respondió de más. Es más, ni siquiera sé si realmente le interesaba saber de mí o era sólo por hacer plática.
“Soy de Texcoco”, respondí. Sin embargo, mi interlocutor se quedó pensando y tratando de entender por qué alguien del centro del país tenía un acento de voz muy similar a la de un habitante de las costas.
Y sin querer empecé a recordar mis orígenes y en mis imágenes del pasado alcancé a ver con mucha claridad el árbol de guarumbo que era característico de la selva chiapaneca, y sentí el olor a humedad que se respira allá por las costas del sur de México. Pero también me acordé del árbol de Brasil y del río Ostuta en la región del Istmo Oaxaqueño.
Todavía recuerdo aquel viaje en un viejo tren que venía de Tapachula, pasaba por Mapastepec con dirección al Istmo de Tehuantepec. Mi papá y mi mamá nos sujetaban con fuerza, tenía miedo de subirme. Era la primera vez que salía del rancho y viajaba. Pero ese viaje era para no volver más a la casa donde vivíamos.
“¡Mamá, tengo miedo!” —recuerdo que le dije—. “No te preocupes, no pasa nada”. “¡Mamá, yo no quiero irme!, te prometo que voy a ir a la escuela y no voy a llorar cuando la maestra América me pegue por no aprenderme las letras, pero quedémonos aquí”.
Un escenario muy parecido al que observaba Luis Pasteur en las calles de Francia, cuando la gente corría despavorida para no ser mordido por un lobo rabioso, sucedía en Matamoros. Todavía recuerdo muy vagamente cuando mi hermano mayor corría despavorido por la calle principal, desde la escuela hacia la casa y la maestra América detrás de él, cual animal rabioso, y con una vara en la mano tratando de alcanzarlo para pegarle hasta el cansancio. Yo creo que mi hermano por eso no le gustó la escuela. Prefirió trabajar en el campo y finalmente decidió irse a los Estados Unidos a trabajar en un restaurante. Yo creo que entre más lejos esté de los recuerdos de la escuela de Matamoros y de la maestra América, es mejor para él.
“Mamá!, mamá…, los árboles van corriendo en sentido contrario de nosotros. Míralos cómo corren, mamá”, grité cuando el tren empezó su travesía y tomaba mayor velocidad. La gente se quedó mirando a mis papás y uno que otro se rio de mí.
En el tren y las estaciones donde paraba parecían un mercado, se vendía todo tipo de alimentos, recuerdo bien que mi mamá nos compró unos chiles rellenos de queso acompañados de arroz. Todavía hoy, cuando viajo en autobús o cuando en el tianguis de la colonia donde vivo me como unos tacos de chiles rellenos, no puedo evitar que ese olor característico evoque mis recuerdos de aquel viaje en tren, cuando nos mudamos de Chiapas a Oaxaca.
Tenía siete años de edad. La tristeza de dejar por siempre a mis amigos y la alegría de conocer a mis abuelos y primos se mezclaban en mi estado de ánimo.
“¡Tienen que estudiar y en Chiapas no hay las condiciones para que sigan estudiando!”, decía mi papá cuando le preguntábamos la razón por la que nos mudábamos. Dice tu abuelo que en Oaxaca hay mejores escuelas para que estudien y allá las maestras no pegan como aquí. De hecho, debí haber ido a los seis años a la escuela y no quise ir por temor a que la maestra me pegara por no aprenderme las letras del abecedario. Creo que de tanto escuchar a mi hermano Licho decir, mientras hacía su tarea, “Ese oso sí se asea”, me aprendí la frase. Y mientras mi hermano repetía y repetía por las tardes “Ese oso sí se asea” —más con la intención de aprenderlo de memoria y evitar que la maestra le pegara y no por entender el manejo adecuado de la letra s—, empezaba a llegar con la brisa del atardecer el olor a chicharrones fritos de doña Jesús Cancino, quien casi a diario anunciaba cualquier tipo de comida a la venta. Nos acercábamos a ver si de casualidad doña Jesús nos daba a probar aunque sea las grasitas o surrapa, como ella le llamaba a lo que queda en el fondo del cazo donde se fríe el chicharrón.
En aquellos años, la tienda de doña Jesús Cancino era la única y la más socorrida. Vendía casi de todo: abarrotes, ropa, medicinas, hasta carne fresca de cerdo en la mañana y chicharrones por la tarde, tamales de hoja de plátano y cualquier tipo de comida regional. Los chicharrones que vendía doña Jesús Cancino eran gordos y llenos de grasa y de carne, crujientes algunos y muy duros otros. Recuerdo que frente a la tienda se reunían los niños, los jóvenes y algunos señores y señoras que con el pretexto de comprar en la tienda o quizá atraídos por el suave olor del chicharrón frito, aprovechaban para actualizarse en los últimos sucesos del día.
El viejo tren en el que viajábamos llegó a la estación de Reforma de Pineda, un pequeño pueblo enclavado en la región del Istmo de Tehuantepec, cuya estación era la más cercana al pequeño ranchito donde vivían los abuelos y primos. Recuerdo que tomamos el autobús que salía en dirección a la ciudad de Juchitán por la carretera panamericana, y después de una hora de camino mi mamá solicitó al conductor que hiciera la parada, porque tendríamos que bajarnos.
El autobús finalmente se detuvo, sobre la misma carretera, sin orillarse. La carretera era tan estrecha que no había lugar donde pararse.
Volteé para todos lados y por ninguno se veía casa alguna ni evidencias de que, en aquella selva seca, dominada por huizaches y demás árboles espinosos, existiera algún poblado o ser viviente. Tiempo después supe que aquella parada de autobús se llamaba El suspiro. El camino de El suspiro al rancho era de aproximadamente un kilómetro. La mitad de camino era el arenoso cauce de un arroyo llamado Guamol, mismo que da el nombre al rancho donde vivían mis abuelos maternos.
Durante muchos años busqué en todos los mapas del Inegi la ubicación de la localidad de Guamol y nunca apareció. De hecho, mis compañeros de la universidad se burlaban de mí porque venía de un rancho que ni siquiera aparecía en el mapa y que quizá no existía o les estaba mintiendo. Hubo de pasar mucho tiempo y con el avance tecnológico del Internet logré localizarlo en una aplicación llamada Google Maps.
Ysmael
15 noviembre, 2023 at 11:21 amMuy bueno Guamol, saludos hasta Heriberto.
Manuel Farfán
19 noviembre, 2023 at 2:41 pmSe puede llegar a oler las palabras, observar el paisaje y sin duda entender las emociones que tocan y provocan empatia. El tren de los recuerdos, te toma unos minutos leerlo pero en realidad es una Vida entenderlo!!
Mis felicitaciones al autor