Una gran urbe, una gran ciudad, y dentro de ella miles de personas yendo y viniendo día a día. En medio de un punto del mapa, un edificio público, antiguo, de cinco pisos, varias ventanas rotas de lo viejo y paredes grafiteadas, había resistido a terremotos acontecidos en esa inmensa metrópoli.
Era el inmueble de la institución de gobierno para jubilados y pensionados; llevaba más de cincuenta años atendiendo las necesidades de los extrabajadores, y de sexenio a sexenio nunca había suficiente dinero para la remodelación.
Meche Arredondo era empleada de esa institución: mujer delgada, pelo corto que ya dejaba ver sus canas; alegre y muy aprensiva. Era trabajadora social y su labor era dar citas para atención psicológica. Llevaba más de treinta años en servicio y, paradójicamente, se oponía a jubilarse.
—¿Jubilarme yo? Eso no existe en mi diccionario, es mi misión seguir trabajando de por vida. No se hable más del tema —le decía a Jacinto.
Jacinto, su esposo, era un hombre mayor que ella. Reservado, de apariencia huraña y poco tolerante, se había jubilado el año anterior en la misma institución. De hecho, se habían conocido en la espera del elevador más de dos décadas atrás.
—Hola, Jacinto, soy Meche. Nunca te había visto, ¿eres nuevo? —le había dicho en aquella ocasión.
Ahora llevaban veintiocho años de casados, dos hijos, dos mascotas y miles de deudas.
Esta mañana, Meche, como de costumbre, se apresuró a llegar a las oficinas. Solía tomar las escaleras, decía que tenía que fortalecer sus articulaciones para evitar que le diera la “reuma”, que padeció su tía Cata.
—¡Ay hijita!, debes hacer mucho ejercicio, no te vaya a pasar como a mí, mira que mis piernas ya no andan y me ayudo del bastón.
Esa fueron palabras suficientes para que cada mañana caminara rumbo al trabajo y además tomara las escaleras para llegar a su oficina en el piso cuatro.
Pero hoy se le hizo tarde. Pasó a comprar unas flores con don Pepe para regalar a Tita, la jefa del servicio, que cumplía años.
Debido al tiempo, decidió tomar el elevador para poder checar a la hora.
—No puedo darme el lujo de llegar tarde, me descuentan veinte pesos por cada minuto que me atrase —le había dicho a don Pepe.
Tomó ese elevador que parecía que nunca había recibido mantenimiento.
—Vaya, sí que le falta una revisadita, todo le duele —reflexionó al escuchar el chirrido de las puertas al abrir.
Y sin más, las puertas se abrieron muy lentamente con un ruido estridente. No había de otra, había que tomar ese achacoso elevador o llegar tarde y perder dinero.
No pasaron ni diez segundos desde que las puertas se cerraron cuando se vino un corto circuito; se sintió un tirón y a oscuras se quedó.
—¡Cómo! ¡Se ha ido la luz! Por favor, por favor, ¡que entre la planta de luz! —mascullaba.
De repente, las luces se encendieron, había entrado la energía proveniente de la planta de luz.
—¡Vamos, sube, sube! Ábreme la puerta, por lo que más quieras, ¡pero hazlo ya! —gritaba.
Y nada, nada sucedió. Trató de mantener la calma y pensar y pensar que pronto se movería. Tomó su celular; al verlo, recordó un hecho de la mañana:
—¡No cargué el celular!, olvidé hacerlo anoche. Bueno, nunca he sido dependiente de él, tengo diez por ciento de batería, suficiente para el día: hagamos la prueba.
Para esa hora, la pantalla marcaba ocho por ciento de carga.
Inmediatamente marcó a su compañera de piso para informarle lo sucedido.
—Carlotita, estoy atorada en el elevador, con la descarga de luz me quedé en medio del piso dos y tres. Apúrate, avísale a mantenimiento y a la jefa, anda, que no tarden.
Carlota era una mujer robusta, lenta y torpe. En su sexta década de la vida ya nada le preocupaba.
—¡Ay, manita¡, ¿cómo crees? Aún no llego a la oficina, pero ahora mismo le aviso a Ricardo y Juan para que te vayan a auxiliar.
Ricardo y Juan eran sus compañeros del servicio social. Eran de mediana edad, serviciales y buenos amigos, al menos eso creía.
Estaba ya en modo desesperación, el celular marcaba siete por ciento de vida.
—Cinco minutos atorada, ¡no lo puedo creer! Voy a llamarle a Ricardo…. —se dijo en actitud de desesperación.
—¡Amigo!, estoy aquí, atorada en el elevador, me dijo Carlotita que te avisaría para que vinieran por mí.
Un segundo de silencio, después un sonido de sorbo a algo que se sospechaba caliente.
—¡Ay, amiga!, no me digas eso, no me dijo nada Carlotita. Estoy con Juan y nos estamos tomando un café. Cuando salgas de ahí te vemos en el servicio —le respondió Ricardo con peculiar tranquilidad.
—¿Qué? —se dijo a solas, mientras la alerta del celular avisaba que se pusiera en modo ahorro de batería.
—Está bien, Meche, está bien, no te preocupes. Llevas ya diez minutos trabada en este decrépito ascensor —se repetía una y otra vez.
Tomó su celular para calmar su ansiedad, pero no lo logró, la pila marcaba cinco por ciento
—¡No puedo desesperarme!, voy a inhalar y exhalar como me enseñó mi maestra de yoga… inhala y exhala, inhala y exhala —se decía, tratando de respirar.
De repente, escuchó en el altavoz:
—Arturo de mantenimiento, Arturo de mantenimiento, se le solicita urgentemente. La compañera Mechita Arredondo, del servicio de Psicología, está atrapada en el elevador. Repito, ¡es urgente!
Meche miró el celular, cuatro por ciento de batería.
Era claro que Carlotita ya había llegado a la oficina. Mando inmediatamente un mensaje de texto.
—¿A qué hora vienen a rescatarme?, ya casi no tengo batería en el celular y llevo quince minutos atrapada.
Carlotita respondió con un mensaje de voz, con su particular tono calmaaaado.
—Manita, ya sabe Arturo, de mantenimiento, y ya están trabajando para eso, pero me dice que no tiene la culpa de que…
El teléfono murió.
La batería había dado de sí, dejando a Mercedes incomunicada y desesperada. Dando de golpes a las puertas, gritaba:
—¡Ayuda, ayuda, ayúdenme a salir!
Eran gritos de angustia, llorando en un rincón.
Daba de vueltas de un cuadrante a otro dentro de ese pequeño espacio de cuatro metros cuadrados. Y se repetía a cada paso:
—Pero, ¿quién me dijo a mí que pasara por estas flores?, ¿quién me dijo que subiera a este p… elevador?, ¿quién me dijo que trabajara en esta cloaca?, ¿quién me dijo que me casará con Jacinto?
En ese momento detuvo su marcha, al nombrar a Jacinto.
—¿Por qué no le marqué a Jacinto? ¡Ah, mi querido esposito, no pensé en él… ¿Por qué será? ¡Él podría haberse movido para sacarme, conoce a toda la gente de aquí! ¡Demonios!, espero que a Carlotita se le prenda la luz y le llame.
Trascurridos los veinte minutos, seguía atorada en ese elevador del siglo pasado, tirada en el piso, sin carga en el celular, agotada de respirar, agotada de gritar; pero eso sí, con mucha ansiedad.
—Estoy segura de que cuando me rescaten estarán esperándome afuera del elevador, ¡estoy segura!
Ya no tenía cómo llamar ni con quién desquitarse, ya no tenía a quien mentársela, ya no tenía palabras que decir.
Al minuto veinticuatro con cincuenta y cinco segundos, se escuchó un estruendoso ruido, el sistema de tracción del elevador empezó a moverse.
Mercedes abrió grandes los ojos, se secó el sudor y con dificultad se levantó. Sintió alivio al darse cuenta de que el rescate era inminente.
Las puertas del elevador se abrieron, se abrieron en el segundo piso, la gente se arremolino en las puertas sin respetar las flores que yacían en el piso, sin tomar en cuenta a la mísera de Mercedes.
Nadie se fijó en la pobre mujer que aún temblaba sin poder articular una palabra, mucho menos dar un paso. Mercedes se quedó aturdida al ver aquella escena donde nadie, NADIE, la esperaba como ella había creído.
Se quedó esperando el abrazo que nadie le daría. El ritmo de la vida seguía igual.