Las jacarandas y Susana
Me senté en la fuente para tragarme a las jacarandas con la vista. Las últimas flores caían, dolorosas, tristes. Los transeúntes pisaban y remataban a las flores y no sé, me pareció que debía fumar para contemplarlo.
Me senté en la fuente para tragarme a las jacarandas con la vista. Las últimas flores caían, dolorosas, tristes. Los transeúntes pisaban y remataban a las flores y no sé, me pareció que debía fumar para contemplarlo.
Trascurridos los veinte minutos, seguía atorada en ese elevador del siglo pasado, tirada en el piso, sin carga en el celular, agotada de respirar, agotada de gritar; pero eso sí, con mucha ansiedad.
Con calma me dirigí al tocador y al verme en el espejo, me asustó hacerlo. Tenía mucho tiempo que no me observaba con detenimiento. Tengo arruga sobre arruga. Platico con mi imagen que me sonríe divertida por la cara de sorpresa que reflejo.
Ya bien frío, sin nadie que alegara por mi muerte, dos tipos de uniforme, maleducados, sin presentarse, me hicieron firmar unos papeles. Me alegaron que si no firmaba, así de sencillo, no podían trasladarme hasta la morgue; y que les diera pa’ las cocas, o una chinga. Por eso ya morido, inhábil, todavía fresco, acepté todos sus términos: “tengan sus doscientos, pa’ los chescos”; y les tuve que firmar todas las responsivas, pensando: “ahora sí, mundo, al cabo ahí te quedas”.
Cinco dólares la hora. A ese ritmo, en cien años, me convierto en millonario y entonces sí los saco de pobres y los invito a disneylandia y los subo al empire state o los llevo al gran cañón del colorado y les cuento la verdad de estos cuatro años tan de la chingada.
El viejo tren en el que viajábamos llegó a la estación de Reforma de Pineda, un pequeño pueblo enclavado en la región del Istmo de Tehuantepec, cuya estación era la más cercana al pequeño ranchito donde vivían los abuelos y primos. Recuerdo que tomamos el autobús que salía en dirección a la ciudad de Juchitán por la carretera panamericana, y después de una hora de camino mi mamá solicitó al conductor que hiciera la parada, porque tendríamos que bajarnos.
Ahí descubrí con terror que el verano era ese monstruo hambriento que insistentemente, desde mayo hasta septiembre, buscaba devorarnos. Lo sé, viví su furia desesperada y percibí su estómago hambriento, sus gritos aterrorizantes y también sentí en el suelo el golpe amenazante de su furia.
En la historia de Tornactus se hablaba de la soledad, de la mesa con un par de sillas, de la sala de dos piezas, de la comida enlatada, la tevé y la colección de libros de historia, de irse a la cama a cierta hora y levantarse a cierta hora también para cumplir con el horario del trabajo, recalentar la comida de la noche anterior y volver a la rutina en las aulas con alumnos aburridos de leer de la prehistoria y las grandes civilizaciones, de Máximo Modesto y Carlo Magno, de César, de Moisés, de Caín y de Abel.
Cómo explicar la emoción de andar en el auto en ese tramo que les llevaba hasta quince minutos recorrerlo a pie después de las dos de la tarde, a la hora de la salida de la escuela en lo que bromeaba con los amigos de la infancia, muchos de ellos ya señores con dos o tres hijos y algunos otros, como el primo Beto, que ya no nos acompañan. Imagina, piensa e imagina, mientras un grupo de perros ladra y corre detrás del auto y lanzan mordidas a los neumáticos.
Me gustaría contarte en esta carta, con tinta y papel, lo que he visto en casa de los abuelos, contarte de las conversaciones que he tenido con su gente, con su río, con la nutria que aún habita ahí y las garzas y las zancudas, con la ceiba gigante que ya no crece pero que cada año renueva sus hojas y regala al viento y al tiempo sus frutos y semillas.