Es probable que algo más que nuestra complexión física nos diferencie del resto de lo animales, quizá sea la imaginación. Santiago volvía a la localidad tropical que lo vio nacer después de pasar diez años trabajando de forma ilegal en el vecino país del norte. Meses antes de volver, había encargado con su parentela la adquisición de un auto para que llevarlo desde la Ciudad de México y entonces era necesario conducir durante algunas horas por carreteras de cuota, carreteras federales y algún tramo de terracería para estar finalmente en el ardiente ambiente tropical donde pasó sus años infantiles.
No contaba que los baches en tramos federales y de cuota están a la orden del día y que es necesario pasar por un viacrucis si caes en uno de ellos, o bien, que para evitarlo, debes tener un ahorro considerando la opción de sustituir el neumático en cuanto notes el daño. En el trayecto tuvo tiempo para imaginar que viajaba acompañado y conversaba a media voz, imaginando que alguien más pudiera estar en el asiento del copiloto, en ese momento vacío: Xóchitl.
Emocionado por la joven que desde hace más de diecisiete años conoce y que quizá espere aún por él en la localidad, conducía con tranquilidad y con velocidad constante con el objetivo de ahorrar combustible, escuchando una mezcla de canciones en el autoestéreo; sin embargo, siempre algún tope o bache interrumpía la velocidad, el ritmo y la intensidad, no sólo del motor, sino hasta de su imaginación.
A poco más de quince kilómetros de la localidad se incorporó a un viejo camino vecinal de terracería y se sorprendió que muy cerca del poblado se estrenaba un tramo de piso hidráulico recién inaugurado, producto tal vez de uno de los tantos programas sociales auspiciados por el gobierno en turno. Ese tramo ayudó a descansar los muelles y amortiguadores del auto que conducía.
Hace cinco años, no estaba ni en planes. Los supuestos estaban surgiendo con mayor frecuencia. En alguna parte del camino, sobre el borde de la terracería y al otro lado de las cercas vivas de mulato y cocoíte que predominan en la región, un par de loros de cabeza amarilla comían tranquilamente frutos de un árbol conocido de manera local como cojón de toro. El espectáculo parecería menor si imaginamos la escena en un espacio dedicado a estos ejemplares de la familia de los psitácidos en algún zoológico de la ciudad, no así en esta región tropical, donde el medio de subsistencia de los habitantes depende de la fragmentación de la selva y los acahuales para practicar la agricultura itinerante, la ganadería o el establecimiento de policultivos como el café y el cacao.
No obstante, Santiago observó con detenimiento el comportamiento de los dos ejemplares; ejemplares que normalmente tienen hábitos “gregorios”, pensó en voz alta Santiago, mientras se reía por la broma que en la preparatoria uno de sus amigos y paisano había hecho cuando, en la clase de zootecnia, se describían los hábitos de los borregos y el profesor correctamente decía que eran gregarios.
Los loros viven en parejas o en parvadas y devoran a su paso los frutos de temporada; en este caso, no se inmutaron ante la presencia de un espectador que detuvo el auto sin apagar el motor. Las dos aves comían con tranquilidad, hasta que se percataron del intruso y empezaron a buscar ramas más altas del árbol. Santiago entonces retomó al camino diciendo a media voz e imaginando que hablaba con la flor en el asiento del copiloto: “vamos, vamos, que sigan comiendo, que hasta para mí es incómodo que me vean comer”.
Mientras retomaba el camino al hogar materno, imaginaba qué palabras utilizaría esta noche o mañana por la tarde para describirle esta escena a Xóchitl, la chica de cabello largo y negro. ¿Cómo transmitirle sus emociones, cómo expresar que para él la escena le resultaba no menos que maravilloso, aunque para ella fuese una escena de lo más común y hasta desesperante? Pues, como ya se ha dicho, estas aves y las parvadas de otras especies suelen causar pérdidas en cosechas cuando es temporada de cualquier frutal: naranjas, mandarinas, mangos, plátano, guanábana, anonas, guajes, etc. En fin, la naturaleza es maravillosa.
Seguía conduciendo y observaba alrededor. Durante los meses de marzo, abril y mayo ocurre la mayor incidencia de horas de sol en la localidad, la temperatura ambiente sube y la vegetación responde con su estrategia subperennifolia, pues muchas especies empiezan a perder sus hojas con la finalidad de reducir la evapotranspiración, mientras que otras entran en latencia. Los pastos cumplen sus ciclos anuales y en esta época dispersan sus semillas y se secan, preparándose para cuando el lluvioso verano llegue y germinen con las primeras lluvias.
Esta es la razón por la que en el paisaje predominen árboles con pocas hojas o sin ellas, el guayacán florea, el macuilí también, el pasto está seco y no falta quien queme pastizales para reducir la incidencia de garrapatas, serpientes, ratones y demás animales ponzoñosos para el hombre o para el ganado —lo anterior, sin entrar en la discusión ni el romanticismo de que la vida en las localidades es más o menos amigable con el medio ambiente—. Al final de cuentas obedece a la fuente de ingresos, el trabajo diario u ocupación, “ya que de algo hay que morir”, dijo el mayor de los cronopios.
Hacía diez años ya que no visitaba al hogar materno en esta temporada. La humedad y el calor sofocante de más de cuarenta grados centígrados le calan la piel, el sudor en la espalda y afuera del auto. Los árboles de mango aún conservan los pocos frutos que los fuertes vientos del sur no han logrado derribar y ya se encuentran maduros. El maíz criollo empieza a secarse, ya no hay elotes y las tortillas son de maíz nuevo, con su sabor y aroma dulce, característicos de los primeros granos que ya están macizos pero que aún no tienen la humedad necesaria para su almacenamiento.
En la entrada de la localidad hay un portón de seguridad custodiado por un grupo de ejidatarios, instalado desde hace ya más de cinco años por un problema de tenencia de la tierra. El grupo de ejidatarios se encarga de tomar nota de quién entra y quién sale, exhortando a quienes no son oriundos de la localidad a tomar precauciones y dejar algún tipo de identificación. Santiago aún es reconocido y recordado por sus contemporáneos, mismos que ya forman parte del grupo de campesinos, ganaderos y agricultores locales, por lo que no es de extrañar ver a Santiago detenerse en el cordón, saludar con la debida cortesía y reconocer entre el grupo de guardia que entre ellos se encuentra uno de sus primos y, haciendo referencia a que es domingo de ramos, solicite que le presten un burro.
Pocos entienden la referencia y él tiene que dar la explicación y con ello perder la gracia de la inocente y bien intencionada broma: es domingo de ramos, si hay un burro cerca, deberían prestarlo para entrar al pueblo sobre el asno, emulando a Jesús, que entró sobre los lomos de este noble animal —mientras no esté en celo— a la ciudad de Jerusalén, conforme a las profecías de Zacarías.
Pasada la malograda broma y el cortés saludo, sube al auto y conduce con la precaución correspondiente por la calle principal que lleva hasta el hogar materno. En el trayecto, observa en este paisaje bucólico a un hombre que, si se nos permite la descripción en sentido inverso a como coloquialmente se le observa a las personas, es decir, de la cabeza a los pies y no de pies a cabeza, va despeinado el pelo que deja entrever pocas canas, con el rostro curtido por el sol, rostro que refleja una edad estacionada en los cincuenta años, sin camisa, brazos marcados por las labores agrícolas, pantalón de una sencilla tela que no se puede identificar claramente, pero claramente desgastado por el uso y decolorado por el sol, calzado de un par de chanclas de hule y puesto de pie bajo un árbol de chicozapote que se encuentra en el patio de su casa, a pocos metros de la puerta del humilde y pobre hogar.
El hombre observa hacia la calle y sostiene con la mano izquierda un mango que come apaciblemente mientras que con la mano derecha hace un ligero saludo sin mostrar el estado de su dentadura, esforzando su vista para reconocer al conductor del auto, sin logralo. Más tarde, Santiago se enteraría que algunas personas lo confundieron con el pastor de la única iglesia cristiana y protestante que aún sobrevive en la localidad.
Y Santiago regresa la mirada a la polvorienta calle e imagina nuevamente, mientras conduce, cómo lograr explicar correctamente estas emociones, cómo explicar la sensación de recorrer sobre cuatro ruedas el camino que tomaba para ir a clases hace más de veinte años, ese camino que lo llevaba a jugar fútbol por la tarde después de traer la pastura para los caballos, que como se ha dicho en otras ocasiones, para describirlos basta decir que son animales de carga, de cuatro patas que comen y cagan.
Cómo explicar la emoción de andar en el auto en ese tramo que les llevaba hasta quince minutos recorrerlo a pie después de las dos de la tarde, a la hora de la salida de la escuela en lo que bromeaba con los amigos de la infancia, muchos de ellos ya señores con dos o tres hijos y algunos otros, como el primo Beto, que ya no nos acompañan. Imagina, piensa e imagina, mientras un grupo de perros ladra y corre detrás del auto y lanzan mordidas a los neumáticos.
Y se acuerda de Isabel y Lucía, de Tere, de Maclovia y Teodomira, qué será de ellas. Siempre se las veía salir juntas de la escuela y a Lucía jamás le dijo nada, pese a que siempre estuvo enamorado de ella. “Eran amores puros”, dice Santiago, como imaginando que se excusa mientras le cuenta esas historias a la mujer de ojos maravillosos que, en su imaginación, viaja de copiloto en el asiento vacío.
Finalmente, llega a la bajada de la caseta, esa pendiente que se identifica de ese modo porque justo donde inicia el descenso, hubo una caseta de la antigua compañía de Teléfonos de México en la que la gente que vivía afuera llamaba a sus familiares, a quienes se les avisaba por medio de un altavoz y en diez o quince minutos les volvían a marcar. Se acuerda bien porque varias veces sentía que perdía el control de la bicicleta pero que, por fortuna, nunca ocurrió como sí pasó con otros amigos que cayeron y tuvieron algunas fracturas para contarlas a sus hijos y, algunos, ya hasta a sus nietos.
Al borde de la calle hay un pozo del que una mujer extrae agua con una cubeta, una cuerda y una rondana. “Aquí se raciona y se cuida el agua”, dice Santiago, como hablando con alguien y es que, como aún no hay agua potable, cada domicilio cava pozos y extrae el agua manualmente, conforme a sus necesidades, cuidando cada vaso que se toma o cada cubeta que se usa para lavar los trastes, la ropa, el baño, el aseo personal y hasta para beber.
En la calle, jóvenes a bordo de motocicletas apenas voltean a saludar al encontrarse con el auto que Santiago conduce, personas mayores asoman sus rostros al ver el auto que cruza la calle. Santiago busca y rebusca en su memoria un pueblo como ejemplo para poder describírselo a la flor de tulipán, a la flor de manzanilla, imagina el Macondo de las últimas páginas, donde se muestra seco y desierto, pero concluye que esta localidad no puede ser. Tan, tan seca y abandonada no está, no es como se describe en esa escena del libro.
Debe existir otro que pueda describirlo mejor, pero aún le cuesta trabajo imaginarlo. Muy cerca de la casa materna, un hombre que se encuentra parado sobre una escalera pinta con una brocha un letrero sobre una ventana: Se venden chanclas. Santiago sonríe y acepta con inocencia la claridad del mensaje, observa nuevamente alrededor: el plátano macho aún está de pie y aún es verde, el quintonil y el chipilín siguen verdes, los mangos, el chicozapote, el mamey y hasta la malanga han sobrevivido aún a los fuertes vientos de marzo, apenas viene el calor de mayo, pero van avante.
En la última curva está la casa de Lacho, el vecino. Desde el pasillo de su casa, sentado en una vieja mecedora que le perteneció al imponente Esteban, mastica algo que puede ser alguna fruta tropical. Lacho reconoce a Santiago y con una áspera sonrisa saluda con la mano en alto, está masticando tallos de hierba santa o momo.
Al llegar a la casa, Santiago estaciona el auto bajo la sombra de un árbol de anonas, su madre lo espera en el corredor. Es media tarde, el calor aún es sofocante.
Desciende del auto y un par de libres perros de campo se acercan moviendo sus enormes colas, el Tinto y Avelino, dos ejemplares machos con comportamientos muy distintos, tal como Padre se encargaría de explicar más tarde, pues mientras Tinto es un perro de hogar, de Avelino se le tiene que ingeniar la forma para salir a campo sin que se percate; de otro modo, no duda en acompañarlo como fiel lazarillo en sus trabajos por la milpa y la parcela y mientras lo narra le resulta inevitable recordar al perro que lo acompañó en su infancia, llamado Uki-lee, que en la lengua materna quiere decir algo así como “testículos negros”.
Tras el abrazo maternal y los saludos de rigor, detrás de la Madre aparece un pequeño perro que gruñe a la defensiva. Sin preguntarlo, Santiago empieza a imaginar y suponer que probablemente este ejemplar tenga el nombre que suelen tener los perros en el pueblo: Pinto, Negro, Canela, Oso o sólo Chiqui. De tanto gruñido, Santiago ha terminado por asignarle un nombre en la lengua materna: Kiti-ini, que quiere decir algo así como “enojona”.
La tarde empieza a caer, Santiago se asoma a la calle, el calor aún es intenso, se quita la camisa y se queda en camiseta, observa los frutos maduros de la temporada de los distintos árboles frutales que se han adaptado a este clima tropical o que son endémicas: las anonas, la papaúsa, el mango criollo, el tamarindo, el plátano macho, el plátano rojo, el guineo, la ciruela mexicana, el cacao, entre otros frutales. “Esta tierra está bendita”, dice Santiago, admirado y sorprendido por tanta diversidad.
El aire del sur sopla ligeramente y agita acompasadamente las ramas de los árboles y del cocoíte y del palo mulato. Un hombre camina por la calle llevando de regreso a casa a un borrego que conduce con una soga atada al cuello del animal, levanta la mirada y sonríe con la dentadura completa, hace un gesto que disimula sorpresa, saluda y se aleja lentamente por el camino.
Santiago se queda largo rato observando la tarde caer y cómo se levanta la luna que está casi por llegar a ser luna llena, que se alcanza a ver pese a que el sol no se ha ocultado en su totalidad y se queda pensando en cómo contarle a Xóchitl, mujer de todo bien y mujer para todo mal, de todo lo que ha visto. Piensa en cómo transmitirle todas esas sensaciones, ese calor sofocante, esa humedad en el ambiente, la sensación de la piel pegajosa por la humedad, el calor y el sudor, esa sensación del viento del sur que todos los días se hace presente en la localidad, ya sea en la mañana o en la noche. “Eso nos hace diferentes de los animales”, dice para sí mismo; “¿qué otro animal usa su imaginación o cómo se ha demostrado científicamente que hacen uso de ésta?”, se pregunta.
Una mujer camina a paso lento por la calle, con la mirada en el suelo y el sudor bajando por su frente, lleva en la espalda un manojo de hierbas para que coma su borrego. En estas fechas ya estamos en la época de estiaje, aunque el punto máximo ocurre en el mes de mayo, poco antes de las primeras lluvias. La gente toma sus provisiones y llevan consigo hierbas del campo sin comprometer a sus borregos al intenso calor ni exponer a los hijos o ancianos a que vayan a cuidarlos bajo el sofocante ambiente de esta temporada, aunado a la capacidad de carga de los campos, que se ven mermadas. Santiago sólo observa, mientras sostiene un vaso con agua.
“Puede ser descrito como Comala,” piensa Santiago, pero desecha esa idea a la primera oportunidad, “porque aquí hay más humedad”, dice. Este pueblo tiene por nombre Populus, en referencia a la congregación social por la tenencia de la tierra que algún sociólogo de los años sesenta o setenta propuso al comisariado ejidal para acentuar la identidad cultural.
Santiago sigue buscando imágenes para transmitir sus emociones y que Xóchitl, flor mestiza, cutis de pétalos de tulipán, pueda comprender esa sensación, mientras observa que en sus pies han caído por aquí semillas del bojón y por allá semillas de macuilí y, más allá, algunas de higuerilla. Cada uno llegó con sus propios mecanismos de dispersión. Piensa que así ha ocurrido con sus amigos y conocidos, quienes se han movido por acción de factores externos hacia otros sitios, pero a diferencia de las plantas, estos frutos de vez en cuando regresan a la raíz.
A esta hora, Xóchitl, flor de primavera, flor de abril, ya en casa está poniendo el nixtamal al fuego. Triste está, triste hace. Está pensando que Santiago ha llegado pero que ni siquiera la ha saludado, pese a cambiar el trayecto habitual para pasar frente a su casa, con la hierba del borrego a cuestas, avergonzada porque no esperaba verlo ahí, de pie, y bajó la mirada a contar las piedras y enterrar las ilusiones en el suelo polvoriento y empedrado.