Hoy fue un día especial, me desperté tarde.
Rogelio, mi esposo, no me habló para desayunar con él; más tarde me dijo: “Vi una sonrisa divertida en tu rostro y pensé: ha de soñar que está bailando. La voy a dejar que haga su ejercicio durmiendo. Que disfrute de ello.”
Así que me levanté al mediodía. Con calma me dirigí al tocador y al verme en el espejo, me asustó hacerlo. Tenía mucho tiempo que no me observaba con detenimiento. Tengo arruga sobre arruga. Platico con mi imagen que me sonríe divertida por la cara de sorpresa que reflejo. Luego me dice: la arruga de la frente, la más amplia, se fue formando en tus primeros años en la Facultad de Medicina y el trabajo de auxiliar de enfermera que conseguiste desde el primer año de la carrera. Yo que te observaba siempre, me preguntaba: ¿por qué no descansa? Te decía: ¡escúchame, nos vamos a ir muy pronto al panteón! No me escuchaste ni hiciste caso de dormir un poco más. Tú abrías un ojo y yo te lo cerraba, era una lucha diaria. Entrabas a clases a las siete de la mañana y las concluías a las dos de la tarde. Y a esa misma hora ibas a trabajar. Siempre llegabas con retraso al trabajo. ¿Saben dónde trabajaba? ¡En el hospital psiquiátrico! ¿Ahora saben por qué es así?
Sigo frente al espejo y recorro mi rostro con detenimiento. Además de las arrugas, observo mis parpados caídos; la flacidez de mi piel hace que los surcos de la boca se acentúen. Algunos los vi después de aquel paciente de conducta extraña, a quien mi compañero de guardia y yo atendimos cuando nos llegó del Servicio de Urgencias. Al colocarle la venoclisis para pasarle suero, su mirada era de angustia. Más tarde se empezó a ahogar y le realizamos maniobras de resucitación. Todo fue inútil, el paciente murió. Su cuerpo lo llevaron a Patología y le realizaron la necropsia. Encontraron cuerpos de Negri en su cerebro y a los que tuvimos contacto con él se nos aplicó vacuna antirrábica. Al día siguiente presenté inflamación en el sitio de aplicación y dolor de cabeza intenso. El médico de medicina preventiva solicitó mi internamiento inmediato.
Me ingresaron al Servicio de Medicina Interna, a un cuarto aislado. Después de una semana hospitalizada me dieron de alta con mi nota médica. Leí mi diagnóstico: probable encefalitis rábica. Sufrí un gran impacto. Ahí empecé, también, a perder lozanía en mi cutis joven.
Ahora veo que mis cabellos se han ido quedando en lugares que disfruté. Se han desprendido poco a poco, para volar por los campos de flores, los cultivos de café, caña y árboles frondosos con sombras que cobijan. Sitios en los que dejé algo de mí y que ya nunca recuperé.
Durante mi servicio social recorrí las tierras de cultivos de café y de caña en ingenios cercanos a Xalapa y Coatepec, en Veracruz. Conocí el trabajo rudo durante la zafra, del corte de caña con fuego y machetes filosos. En esos campos, los hombres sufren cortaduras severas y quemaduras. Me dolía en lo profundo del alma presenciar este tipo de trabajo y quizá por esos días fue cuando en mi sobrecejo algo se marcó.
Y luego con la brigada médica visité los campos de café. Son bellísimos cuando se tiñen de rojo cereza, listos los granos para la pizca. Durante la faena hay un ambiente de alegría y convivencia grata entre niños y adultos. Portan sombreros gastados por el tiempo y al cuello su cesto colgado con un mecate. Llevan sus taquitos, o en recipientes transportan comida para la hora del almuerzo, durante la que forman círculos familiares.
De pronto mi imagen me vuelve a la realidad al soltar una carcajada. Me dice con ironía y un tanto burlona: ¿te preocupan las arrugas? A mí no me preocupan. Yo sólo soy tu imagen. Le digo: no te rías. No todo lo vivido sólo deja arrugas. ¿Sabes tú algo de la satisfacción que me dejaron los recorridos por los cultivos de café?
No me responde. Yo sigo observándome y trato de encontrar más cambios en mi cara. Ya como médica especialista en el Servicio de Urgencias del turno nocturno, supe de las jornadas laborales intensas. Por ese tiempo dos de mis compañeros se infartaron. Ahí aprendí el valor de la vida y a no salir de casa sin darle un beso a mi familia.
Un día llegó al servicio una mujer atropellada por un automóvil. Venía gravemente herida, con múltiples contusiones en diversas partes del cuerpo. Una pierna con fractura expuesta y sangrado abundante. Tres médicos y dos enfermeras la atendimos, dirigidos por el médico traumatólogo. A una de las enfermeras le indicó tomar muestras de sangre y signos vitales; a la otra, que la canalizara en dos venas y pasara plasma y soluciones; un médico le ayudaba a revisar si había datos de estallamiento de vísceras. Todo el equipo de salud actuaba rápido para salvar la vida de la mujer. En la tarde llegó el esposo y entró a la sala de urgencias. En el momento que él la llamó por su nombre, ella dio el suspiro de la muerte, como si lo estuviera esperando. Una vez más, la muerte nos había ganado la batalla.
El esposo nos comentó que dejó un niño de tres años. La señora había pasado al restaurante donde él trabajaba para darle la noticia de que estaba embarazada. Ahí, todos soltamos las lágrimas. Nos contó que ella también trabajaba en un restaurante de junto y siempre pasaba a darle un beso porque él salía dos horas más tarde. Ese día, terminar la guardia fue muy pesado, todos estábamos tristes y agotados. Salí por la mañana y me dirigí a casa. Al abrir la puerta, escuché correr a mis hijos de tres y dos años y me abrazaron. Sentí sus manitas tiernas rodear mis piernas y lloré desconsoladamente. En ese momento pensé que un hijo se quedó esperando el cálido abrazo de su madre y no conocería a su hermano.
A partir de ese día, creo, mi vista se empezó a cansar.
Mi imagen en el espejo sigue observándome. Y ahora pregunta: las vivencias que acentuaron tus arrugas, te hicieron perder lozanía y encanecieron tu pelo, ¿valieron la pena? Le respondo que todas las pérdidas, tristezas, alegrías, ansiedad y angustia, dejan lecciones; aprende uno un poco más sobre los otros y uno mismo. Todo ha valido la pena. No reniego del paso del tiempo, de mis arrugas, ni de las manchas seniles y flacidez de la piel, del desprendimiento del cabello, la pérdida de cejas, el arco senil en los ojos o la opacidad del vítreo. Tampoco de tener menos agilidad al caminar o de la disminución de los reflejos.
¡Basta, basta, ya no digas más!, ahora es mi imagen quien protesta aterrada. ¡No me recuerdes los años que se han ido! Y yo le digo: no importa el paso del tiempo, ni el inevitable deterioro; importa lo vivido. Sólo eso.