La primera vez que leí la historia de Tornactus no creí que terminaría así, y me refiero a mí, como persona, no a la historia en sí. Leí que un hombre de 35 años vivía solo, divorciado, con un perro y que mantenía una relación sexual ocasional con una mujer casada. Todo me parecía poco convencional, tan alejado de lo cotidiano. ¿A qué me refiero con lo cotidiano? A conocer a una pareja, comprometerse, viajar, conocer el mundo y el mar, casarse, tener hijos, soportar los embates de la cotidianeidad y padecer infidelidades y después jugar al perdón y al olvido, a la eternidad y al romántico mensaje póstumo de amor. La teoría sonaba sumamente atractiva.
En la historia de Tornactus se hablaba de la soledad, de la mesa con un par de sillas, de la sala de dos piezas, de la comida enlatada, la tevé y la colección de libros de historia, de irse a la cama a cierta hora y levantarse a cierta hora también para cumplir con el horario del trabajo, recalentar la comida de la noche anterior y volver a la rutina en las aulas con alumnos aburridos de leer de la prehistoria y las grandes civilizaciones, de Máximo Modesto y Carlo Magno, de César, de Moisés, de Caín y de Abel.
Hace un par de horas he preparado un bistec encebollado, en el departamento se encierra el humo de la hornilla y los olores a cebolla y las especias; el crujir de la carne en el aceite y el aroma del ajo en la campana se perciben hasta los departamentos 1 y 2.
De fondo suena El hombre del piano, esa versión clásica de Joel, la favorita de Estela: la armónica que inicia después de la escala de do en el piano, la bajada de las notas y acordes, la melancolía y la nostalgia. Es miércoles, mañana debo salir más temprano que de costumbre, inventarme una reunión o una cita al dentista o algún pendiente con algún cliente, algo que justifique escaparme antes de las siete de la noche para ver a Mago; su esposo deberá pensar que es el café de las amigas o el jueves de chicas en el bar del centro. No lo volveré a hacer, pero hasta después de mañana.
En la historia de Tornactus un hombre levita en sueños y se encuentra a sí mismo en un viejo western, se reconoce por una cicatriz en la frente y una marca que la edad le ha dejado en la ceja izquierda y que se pronuncia conforme ciñe la frente cuando muestra signos de preocupación, cansancio, dolor o estrés. Así a veces me encuentro en el espejo, cuando me afeito todos los días y me pongo colonia, la favorita de Juanita la de intendencia, cuando observo que la papada cada vez se acentúa bajo mi mentón o cuando despierto con el rostro hinchado por mis casi seis horas de sueño. Cuando me afeito y recuerdo a Estela, antes de la separación. Y es que cuando Estela se levantaba, yo ya me encontraba enjuagando mi barbilla después de que la navaja redujera el número de pelos que me saltan todos los días entre la barbilla y el bigote, siempre me alcanzaba en esa rutina. Se levantaba, no me decía nada, pasaba al sanitario empujándome ligeramente con un gesto de cariño en la espalda, en silencio.
A veces me pregunto si la extraño, a veces me pregunto si debimos de seguir comportándonos como si nada, o bien asumir el papel que tomamos. En la historia de Tornactus eso es normal, al menos pareciera que el personaje es más maduro, tal vez un poco más insensible, dependerá del vaso desde el que pueda verse, ya sea medio lleno o medio vacío. Entre extrañarla y no, llega el jueves, cuando nos inventamos cualquier pretexto para seguir existiendo.
Este departamento tiene una vista que da a la ciudad, el edificio se encuentra en las colinas. A Estela le gustaba, ella disfrutaba ver lluvias de estrellas cuando padecía su frecuente insomnio a las tres de la mañana: abría la ventana y amarraba la cortina para dejar que la luz de la noche, aunque suene incoherente, iluminara la habitación. Reconozco que eso me molestaba mucho, porque cuando se levantaba no tenía la delicadeza de hacerlo con cautela, siempre dormía pegada a la pared y era de dar vueltas y vueltas, cruzar sobre mí la pierna y abrazarme o insistir en que la abrazara.
Yo terminaba abrazando una de las dos almohadas que como rigor deben estar en la cama, me volteaba hacia la orilla y ella, con sus dedos de nenúfar, me interrumpía el sueño en el abdomen. Pasaba sobre mí, arrastraba la mecedora hacia la ventana y se mantenía largo rato ahí, la madera crujía suavemente con el sube y baja y cuando el cansancio la agotaba, arrastraba de vuelta la mecedora sin desatar la cortina, dejaba abierta la ventana y yo debía levantarme a las cinco de la mañana porque la humedad y el sereno me irritaban la garganta. Estela, si me leyeras, eso era siempre agotador y a veces hasta insoportable.
En la historia de Tornactus hay un pasaje en la que el hombre se conoce a sí mismo a través del otro, el del filme; hay algunas similitudes y muchas diferencias: la lactosa no le hace daño al otro, la pizza de cuatro quesos es su favorita y el expreso parece ser la regla. El personaje principal tiene un viejo pote de peltre, un colador de plástico y considera que ha sido la mejor inversión que ha realizado en los últimos tres años, y es que, siguiendo la regla de los diez pesos, el viejo pote ya tiene varias vueltas de uso.
Enciendo la licuadora para preparar un batido antes de dormir, la vecina del 14 tiene un bebé que empieza a llorar. Con claridad se le escucha quejarse con el marido diciendo que no son horas de prender la licuadora, que ya el ruido despertó al bebé y que debe volver a arrullarla hasta que se canse y se quede dormida. ¿A Estela le faltaba arrullo? El vecino no dice nada, hay un partido de fútbol de media semana que él mira en la tevé que quizá termine a las once de la noche, me puedo dar cuenta por la luz verde que se irradia en la ventana del departamento que tiene las luces apagadas, la cortina medio corrida y el volumen muy bajito. Por un momento me reconozco imprudente, pero después me doy ánimos acordándome que hace un par de meses me despertaron a la una de la mañana del 10 de mayo con mariachi y todos sus familiares cuando le vinieron a festejar su primer día de las madres y que estuvieron hasta las tres de la mañana y yo, dando vueltas y vueltas y arrastrando la mecedora y amarrando la cortina para esperar cazar una lluvia de estrellas, tal como hacía Estela cuando tenía insomnio.
En la historia de Tornactus, el personaje bebe una cerveza mientras cena su enlatado. Aprovecho a veces para dejar abierta la ventana en lo que se refresca el departamento y elijo al azar alguna botella de whisky que adorna la mesa de centro, me sirvo un par de hielos y vierto un poco; he tratado de dejar la cerveza, he elegido un licor más fuerte para consumir una menor cantidad de alcohol, pero solo cuando lo amerita. Mañana es jueves. Mañana veo a Mago.
En la historia de Tornactus, el final es fatal. El doble muere y muere su Mago, en este caso no, aún no. La lista de reproducción ha llegado a Frankie Valli: Walk like a man, una canción de la que Estela hacía coreografía y cantaba con voz chillante y a todo pulmón el coro de la canción, moviendo sus manos de arriba a abajo, mientras yo preparaba el café o lavaba los trastes moviendo la cabeza al ritmo de la canción.
En la historia de Tornactus no había teléfono celular, era un viejo teléfono analógico que para poder llamar había que darle vueltas a un aro numerado del cero al nueve. El timbre sonaba en todo el edificio, ahora no. No había puertas de herrería y las ventanas no eran de vidrio como lo son en este departamento. Una alarma suena, indica que ya es hora de ir a dormir. Mañana es jueves, toca ver a Mago.
En la historia de Tornactus solo hay un doble, en esta historia somos muchos dobles, nos reconocemos, nos encontramos en departamentos que rentamos para nosotros solos, sacamos la basura una vez por semana, hacemos el súper con alimentos perecederos no mayor a una semana, las frutas siempre se echan a perder y las verduras rara vez se terminan, tenemos un frigio y un horno de microondas, somos muchos.
Estela, que nadie te cuente lo que hago, por favor. Visítame de vez en cuando, aun debo contarte el final de la historia de Tornactus.