Morirse es una lata. No lo recomiendo. No, no. Cero de cinco estrellas. Nunca, no, no se mueran nunca.
Se los digo como amigo y que valga de advertencia esta mala, esta pésima experiencia que les cuento.
Yo ya estuve bien muerto, petateado y por eso se los narro, porque a mí nadie me lo contó, ni nadie me lo dijo por un chisme, porque si así fuera, mi moral no me dejaría armarles conjeturas sobre esto.
Confieso de antemano que siempre he sido un imbécil, un tonto impulsivo y que aquella tarde fue de aquellas tardes jodidas, de esas que dije una vez más: “chingue a su madre”. Y así, sin más, mala idea brincar de una azotea, torcí la pata. Y allí empezó lo malo.
Ya bien frío, sin nadie que alegara por mi muerte, dos tipos de uniforme, maleducados, sin presentarse, me hicieron firmar unos papeles. Me alegaron que si no firmaba, así de sencillo, no podían trasladarme hasta la morgue; y que les diera pa’ las cocas, o una chinga. Por eso ya morido, inhábil, todavía fresco, acepté todos sus términos: “tengan sus doscientos, pa’ los chescos”; y les tuve que firmar todas las responsivas, pensando: “ahora sí, mundo, al cabo ahí te quedas”.
Error mío.
Sin embargo, “amargas son las uvas, ya quisieras”. Llegando al nosocomio, otro detalle. Por ser turno de la tarde, que no había quién me recibiera, quesque el personal, que no había sistema, que si estaba yo afiliado al Issstemoridos, que si me sabía mi CURP, que si era activamente setsual, que si le iba al PRI y al América, que si había pagado yo las cuotas del seguro. ¡Ora!
Por eso me dijeron, los del uniforme: “nosotros ya cumplimos, ahí te quedas, mano”. Y ahí me dejaron, porque resulta que también había paro de los del sindicato. Y ahí me ven, ya bien muerto, en la sala de espera.
Con mucha calma y paciencia, sin alterar mis nervios muertos, tratando de poner en práctica mis clases de civismo, les di las gracias a los muchachos, resignado, y me senté bien muerto ahí en la sala, a hacer guardia, total. Para colmo, sin chamarra.
No quiero exagerar sobre aquella noche más fría que la vil chingada, pero pinchi muerte es bien culera, toda helada, y yo ahí esperando, bien muerto, apachurrado, malforme.
Fue muy triste estar ahí, más bien jodido, ver también a otro par de muertos que esperaban. Uno tonto que se había muerto quesque por la novia y una señora viejita que ya no supo ni qué onda, nomás había amanecido ya bien tiesa.
Tristes y solos nos platicamos nuestras desgracias, acompañados por un guardia, el velador de turno que también se lamentaba de la vida… bueno, de la muerte, de todo, de las chingaderas del sistema.
Sin falta de empatía, con unos pesos en mi bolsa que lograron salvarse de la esculcada de los policías que me encontraron, y con tres cigarros que me habían sobrado, pasé la noche.
Mientras, nos quejábamos del sistema y de la perra vida. Fui a un oxxo cercano por café para los cuatro. Qué bueno que el muchacho no me reclamó por las monedas llenas de sangre; hasta me dijo: “vuelva pronto, mi carita apachurrada”.
Llegada la mañana, esperanzados, tal vez porque apestábamos, tal vez porque era a huevo, fuimos uno a uno, ya —¡por fin!—, bien atendidos. Pasamos a las salas de la autopsia, donde igual tuvimos que firmarles hojas y hojas de formatos, que en resumen decían no ser responsables de nosotros y que no podríamos demandarlos por nada en un futuro. Y luego, todavía, juramentos ante un abogado y fotos de perfil, con letras negras y códigos de barras, decir los mandamientos y el juramento a la bandera y, entonces sí, hacia la plancha.
Les juro que para ese momento ya estaba hasta la madre de morirme, que me había inventado groserías que no pueden escribirse todavía. Que no me lean los niños, porque en serio, que recontrajijuesurrepincheshijos de sus recontrajijuesurrecontramamacitas cabronsintro mantri rejijos de la chimolcomchingndaga.
Respiré hondo. Exhalé. Respiré hondo. Volví a mentarles la madre a todos, en voz baja. Respiré hondo. Moridamente muerto.
Terco con mi muerte, aunque rechinando los dientes de coraje, inhalé y exhalé otra vez “namasté, namasté”, mentándoles la madre en silencio unas mil veces a esos pendejos. Pero, una vez más, ya listo para seguir los protocolos, encuerado, resignado.
Sin embargo, cuando ya todo parecía listo, llegó el colmo de mi hartazgo. Un directivo, pelón y malcariento, entró de pronto, cuando por fin me tenían listo para el embalsamamiento. A gritos y con prepotencia pidió detener todo al momento; empezó a reclamarme, tachándome de idiota y de imprudente, de no respetar su institución, los protocolos de la muerte.
El ingrato, estúpido, imberbe, pendejo —repito, que no me lean los niños—, me reclamaba con enjundia que yo, estúpido muerto como son todos los muertos, no había contratado el seguro de muerte ni el espacio necesario en el panteón, ni pagado a los cavadores, ni intereses moratorios, ni la comisión al sindicato de los muertos. Fúrico, me reclamó no haber anticipado el costo de la caja y mucho menos el pago a la santísima Iglesia, de la cual tengo una demanda por treinta y tres mil pesos, por mi misa; y que así nada más, las personas comprensivas, cristianas, maduras y congruentes, no se morían.
Y fue en ese momento que, con una furia, encabronamiento, ya no sé qué era, más bien cólera, me levanté de la plancha, les menté la madre a todos, a cada uno, con ganas de partirles la madre, y me salí del nosocomio y dejé la morición para otro día, tal vez para nunca.
Así, encuerado, tomé un taxi y luego ya en mi casa, aprovechando que no me extirparon ni el hígado ni el corazón, ni los pulmones, me reviví, me eché un cigarro y juré y todavía les juro, que no voy a morirme, ni madres, nunca, no estoy pendejo, pendejo el que se muera. Y por eso, mis amigos, les recomiendo que no se mueran, nunca se mueran; en serio que morirse es una lata, una pinche lata.