En la cocina se escucha que alguien golpea la mesa acompasadamente, un toc, toc, toc, toc, una pausa y otra vez el toc, toc, toc. Se trata de mi Madre, que está haciendo tortillas con la mano, acción que en otros lugares denominan “echar tortilla”, “tortear” o alguna otra palabra y calificativo que describa el acto de hacer tortillas con las manos. En la cocina hay un viejo fogón con su brasero, en el que montan de manera rústica un comal de barro para cocer las tortillas y cocinar los alimentos.
Para matar el tiempo en estos días que me permiten el descanso, aprovecho para desconectarme un poco de las insistentes llamadas de la oficina, me siento en la mecedora del pasillo principal del hogar paterno y aprovecho casi siempre para leer un poco y escribir otro poco. En la comunidad ya han incorporado servicios de internet mediante fichas de una, cuatro y hasta veinticuatro horas con precios diferenciados, claro. Así, de vez en cuando me asomo a la calle para ver si ha llegado algún correo electrónico y regreso a casa, a la mecedora, mientras el toc, toc, toc, sigue hasta media mañana.
Ya he dicho antes que este pueblo huele a humo. Esa es la característica principal por la que, cada vez que llego a una loc
alidad donde haya al menos un fogón y un brasero, mi mente me lleve hasta el hogar paterno.
La vida aquí lleva un ritmo lento, no exige mucho, se trata de ir al campo, cultivar la tierra, mantenerlo limpio, cuidar del cultivo y esperar a que maduren los frutos para cosechar y volver a iniciar el ciclo. Esto me funciona como un retiro y no espiritual necesariamente, es un retiro de la ciudad. Y es que, cada vez que visito este hogar, me recargo de pasado, nostalgias, algunos temores, melancolía y cariño desbordado.
Anoche llovió, cayó una lluvia acompasada que duró quizá desde las nueve o diez de la noche hasta pasadas las cuatro o cinco de la mañana, aquí llueve mucho. Es verano. Cuando era niño, los adultos hablaban del verano como un ente, como algo que llegaba, que venía y que ayudaba; para mí, en cambio, siempre fue un monstruo hambriento de enormes tentáculos con ventosas que abrazaba a los hogares, que sacudía las casas en busca de algo para alimentarse.
Cuando en la escuela me explicaron que para comer era necesario masticar y para masticar, era necesario ensalivar el alimento, temía que el monstruo del verano pretendía eso con nosotros. Mis padres nunca entendieron mis temores, que para esa edad, estaban bien fundamentados.
Cuando vivíamos en el hogar del abuelo, el techo era de palma de guano y las paredes de lodo y adobe recubiertas por una leve capa de cal. En los meses de verano, antes de conocer el término, el agua llegaba del cielo o con el aire y llegaba de día o de noche sacudiendo con sus tentáculos invisibles las ramas de los árboles, removiendo la hojarasca y llevándolo aguas abajo. Escurría el barro rojo y creaba cárcavas en el camino, o bien los dejaba más y más empedrados. El techo de palma amortiguaba los golpes de las gotas y, aclaro aquí, que para mí desde entonces, me parecía que había un monstruo hambriento. Pero mientras vivimos en la casa del abuelo, yo no tenía mayor temor del riesgo y terror que significaba el verano, ese ente hambriento.
Por las tardes y a lo lejos, escuchaba el gruñir de su estómago; el aire del norte y de la parte por donde sale el sol arrastraba ese extraño ruido, se escuchaba con más intensidad en la zona en donde estaba la abundante vegetación de la montaña. Creía que ahí vivía el verano y que allá se escondía durante el día y que bajaba hambriento por las tardes.
Un buen día, mi joven padre decidió que teníamos que vivir en nuestra propia casa, compró con sus ahorros y trabajo de jornalero unas láminas de cartón recubiertas de chapopote y montó su primera vivienda, una casa de horcones de gruesos troncos de chicozapote y paredes de varas de cocoíte y guásimo. Ahí descubrí con terror que el verano era ese monstruo hambriento que insistentemente, desde mayo hasta septiembre, buscaba devorarnos. Lo sé, viví su furia desesperada y percibí su estómago hambriento, sus gritos aterrorizantes y también sentí en el suelo el golpe amenazante de su furia; lo comprendo, así me ponía cuando tenía hambre. Cuando pasamos las primeras noches en el hogar paterno, no tuve la impresión de nada extraño hasta la entrada de la temporada de lluvias, que siempre se antecede por la época más prolongada de calor y estiaje, cuando el pasto se seca completamente y el ambiente tiene un color cenizo. Entonces, mis tíos y la parentela hablaban y decían que ya esperaban al verano.
Fue en mayo. La tarde caía como de costumbre, los loros pasaban en parvadas buscando hambrientos y acalorados los frutos de naranjo y las vainas de algodón y de guaje, subiendo y bajando y dejando una estela de basura y restos de frutos en el orgánico suelo. El calor era sofocante y alta la sensación de humedad, eso que en algunas zonas del país describen como bochorno, pero en ese entonces nosotros estábamos tan limitados de palabras que esa no existía y solo decíamos que hacía mucho calor, un chingo de calor; no había ventiladores eléctricos y los aires acondicionados ni los imaginábamos. Jugábamos canicas y trompos hechos de madera de guayaba, jugábamos al avión y a la cebolla, por turnos.
A lo lejos se escuchaban ligeros truenos y el calor en el ambiente se hacía más y más intenso. A cada carrera, el sudor bajaba por nuestras frentes, la tierra acumulada por los juegos infantiles en el suelo, se marcaba en los pliegues de nuestros cuellos, axilas y en la sangradura, que no es mas que la parte interna del codo. La tarde se iba oscureciendo poco a poco a causa de la nubosidad y el aire que se aproximaba a la localidad. El aire y las nubes se acercaban por el norte, los truenos se escuchaban más y más cerca, por lo que suspendimos nuestros juegos infantiles y cada quien volvió a casa. En ésta, con mucha curiosidad y sumo interés, pregunté a Padre sobre los extraños ruidos que se escuchaban: es el verano, dijo. El nombre de esa entidad me sonó con terror, como el nombre de dragón o el leviatán. Las palabras más cercanas en mi corto vocabulario con esa letra era el veneno o la venganza, el violento, el volcán, la vena, la víbora, todas las palabras aludían a algo a lo que le tenía miedo. Padre decía que no le gustaba la violencia, decía que los ratones se morían si les daban veneno, en la escuela decían que el volcán Paricutín sepultó a familias, decían que debía cuidar de no cortarme las venas y las víboras, qué decir de las víboras, reptiles que siempre me causaron miedo. Por lo que el verano algo tenía de cruel y despiadado o era algo a lo que debía tenerle miedo.
Los truenos se acercaban, primero como el ruido del estómago cuando el hombre tiene hambre; el gruñir de las tripas, decían los niños. El verano tenía hambre. Vi entonces que Padre fue a recoger la vieja hacha de entre las leñas mientras yo estaba de pie, viendo que el aire revoloteaba las hojas del joven almendro y las del árbol de mango que rondaban felices en el suelo. No pude resistirme y salí de la casa para ir a dar vueltas entre las hojas de los árboles. Escuché la voz de Padre que dijo que entrara a la casa, vi que envolvía el hacha en un viejo costal de plástico y lo amarraba con un delgado mecate de yute. No me atreví a preguntar por qué lo hacía pero él, con su sabiduría, intuyó mi curiosidad: el trueno puede venir por él, hay que esconderlo.
Entré a la casa, la lluvia empezaba a caer suavemente. Cuando la fuerte lluvia llegó, era noche con oscuridad cerrada, no había luz en la localidad y tampoco nos regíamos por la hora de un reloj; o era de día, de noche, de madrugada, a medio día o por la tarde. A la escuela se entraba cuando los maestros hacían sonar con un cincel un viejo riel que estaba colgado en la puerta de uno de los salones.
Entonces, desconociendo la hora, un fuerte ruido me despertó, un ruido que se repetía cada vez que los destellos de luz alumbraban por fracciones de segundo y que hacían que se viera la claridad de la calle. El miedo y el llanto se apoderaron de mis hermanos y de mí.Padre decía: es el verano. El verano era un monstruo hambriento. Durante toda la tarde había escuchado el ruido hambriento de su estómago y su caluroso aliento llegaba a nuestros rostros en forma de aire caliente que circulaba y movía suavemente las ramas de los árboles. Y como todo ser que vive y come, debe mojar primero a su presa, así sentía que el verano llegaba para remojarnos y estar a merced de sus dientes. Y nos buscaba, Padre insistía en que no nos espantáramos, que guardáramos silencio y nos durmiéramos. Creía, muy dentro de mí, que Padre esperaba que nuestro final fuese sin dolor, por eso nos pedía que durmiéramos, pero yo quería enfrentar y conocer al verano.
El agua entraba con ligeras brisas en las paredes de varas, la luz de cada trueno era como el flash segundos antes de la fotografía y en ese pequeño instante podía distinguir con claridad en blanco y negro lo vacío de la calle, el movimiento de las ramas, las corrientes de agua que se formaban en el camino y que poco a poco iban entrando, el canto de las ranas y los sapos y entonces traté de imaginar el tamaño de ese monstruo. Debía tener enormes tentáculos con los que envolvía la pequeña casa y movía con fuerza para encontrarnos. A lo lejos los borregos balaban y los caballos relinchaban cada vez que caía un destello de luz; creo que el verano los mordía, luchaba con ellos, pero al mismo tiempo luchaba por entrar en la casa, claramente se escuchaba cómo desdoblaba sus tentáculos en el tejado y cómo sus ventosas se pegaban y despegaban del tejado de láminas de cartón y chapopote, confundiendo el ruido con el sonido del impacto de las gotas.
El verano era un monstruo hambriento, nos provocaba a salir a su encuentro y desde entonces traté de ver su rostro. Años más tarde, quería tener una cámara fotográfica para retratarlo y poder describirlo; era un monstruo escurridizo y además, el muy ingrato, todos los días después de visitarnos por las noches, dejaba su aliento en el ambiente, acentuado con el imponente sol, lo que producía ese calor con mucha humedad, como el aliento nuestro. Lo busqué sin avisarle a Padre ni a mis hermanos, yo estaba seguro de que era una locura, pero debía enfrentar al verano.
Todas las veces que escuchaba a lo lejos el crujir de sus tripas, me preparaba para ver su rostro. Cuando la lluvia llegaba, me sentaba cerca de la puerta, esperando verlo. Con una sutileza que se confundía con el viento, el verano pasaba sus tentáculos en el tejado de la casa, las ventosas se pegaban y despegaban con el ritmo y la fuerza del viento, era un monstruo hambriento y astuto que se confundía con el aire y el temporal y, de pronto, descargaba su furia contra el piso o contra un árbol, o contra un caballo o una vaca y cuando así ocurría, al día siguiente yo preguntaba a los mayores si sabían de algún lugar donde hubiera caído un rayo. Así, encontré árboles partidos, quebrados, vacas tiradas en el pasto, un caballo, pero nunca a un hombre. Y a mi edad solo la curiosidad me llevaba a sacar conclusiones: el verano viene por el alma.
No encontraba daño físico alguno en los animales muertos, no era experto, era lo que mis ojos me describían. Y siempre el sol alegre después de la visita del verano, un sol que pica en la piel hasta hoy día, un sol que a veces nos regalaba un arcoíris. ¡Condenado!, vaya forma de compartirnos que su hambre estaba saciada como ese arcoíris del pacto y de la alianza, se llevaba el alma de los árboles, de nuestros animales, pero no vi que se llevara la de un hombre.
Y seguí intentando cazar su rostro. En los días de lluvia salía a jugar bajo el aguacero, corríamos debajo de la caída de las aguas de las casas, era nuestra regadera natural, caminábamos en los charcos en calzones, nos llenábamos de jabón, jugando a que estábamos descuidados, pero siempre esperaba ver su rostro, aunque de día no se aparecía.
Años después, Padre cambió las láminas de cartón por unas láminas de zinc. La primera vez que escuché llegar al verano, tuve la certeza de que se posaba en la casa. “Viene por un alma”, exclamé con cierta preocupación, con la finalidad de que Padre me escuchara. “Acuéstate a dormir”, me respondió.
Luego, años más tarde, en la escuela nos enseñaron las cuatro estaciones del año y supe que el verano era sólo una más de las estaciones. Sin embargo, cada vez que visito el hogar paterno y la lluvia llega con relámpagos, me retorno a la infancia, dejo encendida la cámara para poder ver su rostro y anoche vino. Abrazó la casa, susurró y susurró, nos gritó de coraje y azotó el piso. Yo estuve callado, con la limitada certeza y el miedo de salir a ver su rostro, el verano estaba hambriento.
Citlalli, esta mañana el sol ha salido radiante, el suelo y las plantas están mojadas, Madre sigue haciendo tortillas y con tranquilidad me dice: “anoche falleció don Pedro”. Afortunadamente, aunque el verano vino a abrazar la casa, quizá vino a cuidar de nosotros, quizá a cuidarnos de otro verano más cruel y despiadado que se llevó el alma de don Pedro. El verano, si no es que hay uno solo, confirmó que es un monstruo hambriento que viene por las almas. Aunque un meteorólogo venga y trate de persuadirme con la teoría de las nubes y las corrientes y masas de aire, sé que el verano es un monstruo hambriento; si no, que le pregunten a don Pedro.