A Sandy, Flavio, Rolando, Diego, Roso y Pepe
Era, el quince de septiembre, la feria, los rifles, los elotes con limón, mayonesa y chile, o los pambazos, los tamales, los sopecitos, qué ricos, o las guerras a huevazos con harina entre nosotros o contra los que nos cayeran gordos, o el buscar bocas abiertas para echarles confeti por babosos, o las luces de colores: Hidalgo, Allende, Morelos, o los toritos y echar cuetes o ponerse cuetes, o los gritos de Viva México Hijos de la Chingada. Aquí está su padre. O Mé-xi-co, Mé-xi-co, Mé-xi-co, rá-rá-rá, desgañitándonos como locos hasta casi quedarnos roncos. Qué tiempos aquellos. La palomilla reunida: Lucas, el zotaco, Pablo, chaleco y la morsa. Derecha, derecha, decíamos, y volteábamos a ver pasar a una muchacha, o izquierda, izquierda, y era otra que se sonreía con nuestras gracias.
Algo que ha cambiado.
Ahora es el cuatro de julio, los fuegos artificiales que no asustan a nadie, el desfilar de bandas con sus trajes entre de payasos y de troyanos, las bastoneras a las que uno se acostumbra —y se aburre— de verles las piernas, o el halloween, donde los hombres se disfrazan de viejas, o el cinco de mayo, donde me felicitan sin que me signifique nada, y me preguntan dónde dejaste el sombrero, el tequila o la guitarra, y me invitan a comer nachos y a tomar coronas importadas, o el thanks-giving, el famoso pavito —del que luego me preparo unas tortas—, el pay de calabaza —eso saco por andar contigo, como alburearía el morsa—, la historia que no entiendo de los indios que por buenas gentes, ¡ingenuos!, y darles de comer a los colonos, recibieron como pago que se los echaran a todos, o la reunión familiar: con Marilyn Monroe y sus escotes y sus ligueros, con mi queridísima suegra y su tercer marido, con el ladilla de Bobbie de seguro con un nuevo agujero, o con Samantha, que para mí es lesbiana, o con Lorián, con sus tambores imaginarios, y por si fuera poco, con el infaltable y pesado de Willie. La familia entera. Los adams o los monster se quedan cortos.
Y ahora nos toca en casa, qué friega.
Por eso a Sheila, mientras le daba de comer a Tito, le advertí: Willie trae a sus perros y se los corro, o vuelve a decir algo en contra de los mexicanos y se la parto al cabrón. El niño sonrió, la boca llena de gerber de papaya, y como aprende a hablar y todo lo repite, dijo “abón” con una ternura que me partió el alma —hijo mío— y a ella supongo que algún otro de sus muchos puritanos lados, porque me regañó por enseñarle esas cosas y a él, en inglés, le insistió que no dijera eso, baaaad, baaaad, parecía borrego y hacía cara de fuchi. El niño, porque a ratos Cindy, la vecinita de al lado, se encarga de cuidarlo —y malcuidarlo, que el moretón en la frente no lo tenía ayer cuando se lo dejamos— dice shit mejor que leche o zapatos, pero eso no tiene importancia. Qué chistoso y listo es Tito, afirma ella. Sí, qué chistoso y listo es mi Tito, Tito, tito-tito-capo-tito.
Ayer le envié a mi jefa una foto de mi Tito disfrazado de batman. Chistoso el niño. Batmito. Batmito González. Mi jefa asegura que se parece a mí de la boca para abajo y a Sheila de la nariz para arriba. Por lo de los ojos me parece bien —ojos azules—, y lo del cabello, mejor —es güerito—, pero mientras sólo saque eso de la familia… con eso me conformo. Sobretodo, por favor, que no se me haga puto. Sí, que no se me haga puto. O drogadicto. O que no se vaya a meter a una ganga a matar o a que me lo maten. O que le dé por decir que Elvis no ha muerto. O que me lo devuelvan en bolsa de plástico y envuelto en bandera gringa. O que no le guste el pozole. O que no hable español. O que le diga nos vamos de vacaciones a México y se ponga a llorar del susto o me pregunte si ese país queda en Africa o en Oceanía. Por favor. Eso, y que no termine haciendo hamburguesas. Como yo. Algo que por supuesto no he dicho en casa. Ni a mis jefes y mucho menos a Lucas. ¿Porque, para eso quemarse las pestañas, para eso dejar media nalga en los pupitres? ¿Para eso el título colgado, junto con las fotos de cuando yo era chiquito —sonriente, chillón, serio, dormidito—, en la pared de la sala? ¿Para eso? Pero, ¡cómo, señor licenciado! Y no cualquier licenciado: licenciado en relaciones internacionales, aunque les cueste más trabajo, y con mención honorífica, que para eso de las neuronas —y de saber cómo copiar en los exámenes— estoy bien dotado. El viejo anhelo: la embajada o el consulado en Inglaterra, Estados Unidos, o mínimo Australia o la India. Eso soñaba, soñábamos. Por eso el inglés. Porque sin el inglés —ya lo decía Sócrates, ¿o fue Lalo el Mimo?— uno no es nada. Y ahí tienen a mi jefa, convenció a mi jefe de darle más duro a la ruleteada para sacar lo de la colegiatura, y al zángano éste —hablo de mí, no de mi señor padre— asistir como niño popis a una escuela en la zona rosa, conocida no sólo por su prestigio sino por la manera como cada trimestre subían el costo de los libros y las colegiaturas. Unas verdaderas y cochinas ratas. Pero, ¿qué quieres? A educarse. Una inversión para el futuro. A ganar en dólares, no en pesos. A echarle ganas, mijito, a ponerse abusado, para que no se atarante y le pase lo que a su apá. ¡Si supiera!
Cinco dólares la hora. A ese ritmo, en cien años, me convierto en millonario y entonces sí los saco de pobres y los invito a disneylandia y los subo al empire state o los llevo al gran cañón del colorado y les cuento la verdad de estos cuatro años tan de la chingada. Lo mismo a Lucas. Él me decía: no te vayas, vas a extrañar las tortillas, y las tortas cubanas, y vas a querer ir a echar una bailada al gran león o al san luis y no vas a poder hacerlo, y te van a ver feo, representante típico de la raza de bronce como eres, y hasta te pueden matar si te confunden con negro —le menté, por supuesto su muy suripanta y voluptuosa madre—, y te van a hacer falta las idas al futbol los domingos, las partidas de dominó de los miércoles, y tus cuates van a tener que emborracharse a tu salud, ¿te imaginas? solitos, grandísimo pendejo, solitos, porque tú, en los yunaites: harina de otro costal, primero casado y luego de bracero, no llore, cabrón, aguántese, aguántese como los machos. Pinche Lucas. Está loco y es un tal por cual, pero lo quiero casi como a un hijo. Cómo si no, después de todo lo que hemos pasado juntos. Desde madrizas con los de la cuadra hasta dejar la virginidad con alguna de las puchachas de la roma. O aquella vez, cuando nos querían apañar los judiciales, o aquella otra, cuando les ganamos 4-3 por el campeonato a los de la secundaria ocho. Cosas así. Cosas que hermanan. Como toro y el llanero solitario. Yo le sé sus cosas y él me sabe las mías. El aborto de Teresa, la vez que en el taxi de mi jefe nos fuimos a escondidas a Acapulco, la parranda aquella con las italianas, la vez que me metí con la del 305, la ocasión —ahí sí de plano que no se midió el Lucas— que se llevó al hotel a la esposa del chaleco. Shhh, y no digo nada. Un mundo de confianza. Sólo en esta ocasión le he mentido. Mi mujer me mantiene, le escribo. Aquí las güeras toditas todas, de la puntita para atrás y de qué tanto es tantito, se me rinden, presumo. Hoy fue Nancy y ayer Lynn. La mejor de todas, sé que despierto su envidia, es Mary, una señora cuarentona parecida a Loni Anderson —le mandé una foto—, que en la cama es una octava maravilla. ¡De lo que te pierdes, Lucas! Para chuparse los dedos, y ¿qué crees? Gratis: en plan de amigos. El esposo, ¡muuuu!, está en la marina, y por eso. Seis meses en un destroyer, patrulla el mar del norte mientras yo aquí le patrullo sus costas, sus puertos y otras cositas. ¡Si vieras, Lucas! Así han sido mis cartas: diversión tras diversión y algunas movidas. Y en cuanto a la familia, lo mismo. La única verdad, o bueno más o menos verdad que les he dicho desde que me mudé a los estates, es con referencia a Miss Bruja, la mamá de Sheila. Una vieja idiota, cerrada, espiritifláutica, racista, que no aprueba nuestro matrimonio. Hubiera querido ver a su hijita —su inocente y pobre hijita— casada con algún millonario de Nueva York o de Texas, o de perdida con un francés o islandés, ¡no con un “hispano”, como aquí nos llaman, y que para colmo de los colmos no es argentino, ché, o chileno o venezolano, sino mexicano! Me hace la vida pesada. Con el inglés, por ejemplo. Nos invita a comer, invita también a sus amistades, todos ellos doctores, banqueros, vendedores de bienes raíces, gente “de la alta” —en realidad todos unos estúpidos y creidotes como ella misma y su actual marido—, para restregármelo en mi cara: eres un don nadie, un poca cosa, ¿qué futuro le vas a dar a mi hija? Ninguno. Apenas abro la boca, me corrige: “No se dice así”. Pregunta: “¿Cuánto tiempo llevas en Estados Unidos?”. Le contesto y es siempre lo mismo: “Pues no parece, sigues hablando tan mal como la vez primera”. Pinche vieja. Me dan ganas de estrangularla. O darle una patada. O mandarla por UPS directo a la chingada. Me detengo, no me queda otra más que quedarme callado, nos pasa cada mes una pequeña ayuda con la que pagamos parte de la renta, y con eso compra, como los gángsters, nuestro silencio. Tu mommy dearest, como le digo a Sheila. Algo, esto último, que por supuesto no le he contado a Lucas. Él sabe que es una cabrona y una víbora de primera, y le he dicho también de cómo me corrige y me corrige, pero deslicé una pequeña mentira: lo que hice la última vez que nos vimos. Mi venganza. La mentira es ésta. Miss Bruja nos invitó de nuevo a cenar y ahí estaban todos sus muy babosos y ricardos invitados. Conversaciones de altura, ya sabes: aquel que platica de su próximo viaje a Nueva-Zelandia, aquel otro que se acaba de comprar un velero, la encopetada señora que recién conversó con el gobernador de california, aquella otra que habla de la pobreza del tercer mundo —“el problema es que todos ustedes se reproducen muy rápidamente”, explica— o del que presume del exclusivo y elegante club de golf al que pertenece. Cosas así. Lo que hablan los pipirisnais de acá, la gente de alcurnia, ¿ves? Se sirve la sopa, alguien me pregunta algo, cualquier cosa, y yo contesto. Ella, Miss Bruja, me interrumpe. “Así no se dice. En buen inglés se dice así y así. ¿Te cuesta mucho trabajo comprenderlo? ¿Cuánto tiempo llevas ya en Estados Unidos?”. A lo que yo, mi querido Lucas, que esperaba ese preciso momento, le digo: “¡Chín, la chingué de nuevo!”, con tronar de dedos, chasquear de boca y toda la cosa. No en español; en inglés: Oh! shit, I fucked up again! ¿Te imaginas? Enfrente de todos: I fucked up again!. Le incluí la traducción en la carta, acompañada de una minuciosa descripción de los rostros rojos de los invitados, de aquel que escupió el vino y el pollo bañando a la señora de al lado, y el desmayo tan teatral y casi infartante de mi mamita suegra. Para que aprenda y sufra la canalla.
¡Así se hace! Imagino la sonrisa de Lucas. Qué bueno. No te dejes. La venganza es dulce, dulce y sabrosa como los gansitos y las obleas de cajeta. Dulce también como aquella otra vez, muy al principio, cuando Miss Bruja me dijo que sus jardineros eran todos mexicanos y yo le contesté que en México nuestro cocinero era gringo y además güerito. Conmigo Santa Anna no hubiera perdido Texas. La guerra en pleno. Algo que, por supuesto, sólo ha pasado en mis sueños. Porque hacerlo realidad… como decirle al león lávate la boca o meterse a patadas con el presidente. Pero confesarles eso a mis jefes o a Lucas, ni pensarlo. Coyón, me dirían. O qué haces allá, regrésate de inmediato, ahí te va lo del camión y para una torta. Porque para despertar lástimas, mejor aquí en tu pueblo. Yo no quiero eso. Yo quiero que me envidien, que me admiren, que me pongan como ejemplo. Como cuando me ligué a Sheila. Derecha, derecha, gozábamos nuestro juego de tontos, cuando ahí, en medio del zócalo y con un gorro de hada madrina, la vi, la vimos. Orale, tú que hablas inglés, me lanzaron al ruedo. Más que inglés, me salía algo así como lo que uno habla con la boca llena de pinole o de confeti. Se sonrió y yo me dije sobres, ya estufas mabe. Le invité unos buñuelos, le compré una trompetita de plástico y le di de mis huevos de harina para que practicara al blanco con Pablo y el zotaco. Ah, cómo nos divertimos. Pregúntale que si tiene hermanas, me pedían, que si es güera balín o de a deveras, que si de cuates se acuesta con todos, no dejaban de molestarme, y yo, sin hacerles caso, medio traducía algunos pasajes de nuestra historia patria. Que si Hidalgo, que si el emperador Iturbide, que no, que Panchou Villau no había tenido que ver con la independencia, y de cómo el pelón sal al balcón ya iba a dar el grito. Ven, vamos a acercarnos, y lo dimos. ¡Viva México! ¡Viva México hijos del máiz y la conasupo! Qué risas. Qué bonito era su largo cabello rubio y qué elegantes sus jeans planchaditos y qué sabrosa cintura se le veía y se le sentía. Así empezamos. La acompañé a su hotel en luis moya y pasé esa noche con ella. Luego vino chapultepec, el templo mayor, garibaldi, ¡hasta una corrida de toros! —de la que salió vomite y vomite—-, y comida de domingo con mis jefes, que querían conocerla. Mole, que por supuesto la puso roja roja, arroz y frijoles. Ellos hablaban y yo traducía. Denver, ahí vivía, la universidad, estaba en primer año de letras; hermanos, cuatro, dos hombres y dos mujeres, ¿otro taquito? no gracias, ¿qué le parece México? bonito. Mi jefa, orgullosota orgullosota. Ya ve para lo que sirve el inglés, mijito. Sí, para ligarme una gringa, para echar novio con ella, para escribirnos kilos de cartas, para vernos de nuevo al año siguiente en Puerto Vallarta, para que la cuenta de teléfonos saliera en un ojo de la cara, y finalmente —me sale más barato, bromeaba—, para casarme con ella. Por las tres. Por lo civil, por lo religioso y por quién me manda. Mi jefa, ese día, contenta aunque llore y llore. Mi jefe, con la cuba en la mano, hijo de tigre pintito. Los cuates, como siempre, hasta atrás y cantando: ya se casó ya se amoló, y yo feliz de la vida. Luna de miel en miami y de ahí a Denver, a conocer la familia… Su familia.
Debí haberlo sospechado.
¿Y tus padres?, le preguntaba mi jefa, y ella conteste y conteste con evasivas. Divorciados, y qué bonito está el día. ¿No van a venir a la boda? No, se alzaba de hombros. Se nos hacía raro. Pensábamos: costumbres gringas; porque allá no es como acá, los hijos se van, la familia es muy desunida, no son como nosotros, ¿entiendes? Algo que era cierto, solo en parte: la verdad, había otros motivos. Por lo pronto, doy gracias al osito bimbo o a quien me haya hecho el favorsote, de no permitir que “don Robert” —qué risa—, su padre, se apareciera en la iglesia o en la recepción cuando nos casamos. Qué bueno, qué suerte tienen los que no se bañan, porque qué susto me hubiera dado. Quemado de por vida. De la que me salvé en serio. Hubiera sido la comidilla, la burla de todos. Apa familita que te buscaste, me hubieran dicho. Y ten cuidado, porque eso se pega. Han de ser los corn flakes o las hamburguesas. O el agua. Filtra el agua que tomas. O chupa puras cervezas. Pero importadas, conste. Porque ser una familia así o tener una familia así… Qué friega. ¿Pero cómo saberlo? Me había enseñado una foto de él: de soldado. Me había dicho: es ingeniero. Me presumió: ha salido tres veces en la tele. Me advirtió: es muy especial. Yo pensé: si sale en la tele ha de ser muy importante, y por la cara en la foto, ha de estar siempre diarréico, o lo peor, de mal genio. Por eso, el día que lo conocí, me moría, digamos, de miedo. El suegro. El ex-soldado. El que había matado a no sé cuántos en Vietnam… ¿Y si yo no le gustaba, y si era miembro del ku-klux-klán o de los cabezas rapadas, y si hacía enviudar a su hijita volándome de un escopetazo la tapa de los sesos y la caja de los pambazos? Mejor no vamos. Vivía también en Denver y por largo tiempo me salvé de conocerlo: otra vez, costumbres gringas. Un día, para su cumpleaños, nos habló por teléfono y nos invitó a comer. Ni modo. Llegamos con el postre y tocamos el timbre. “¡Sheila, querida!”, nos abrió la puerta una señora —o algo parecido— como de dos metros de alta, grandota con ganas, rubiesota y vestidota de rojo. “Papá”, la abrazó Sheila. ¿Papá?, me quedé con el ojo cuadrado. “Papá, te presento a Marcos, Marcos, te presento a mi papá…” Tartamudée cualquier cosa. “Pasen, pasen”. Entramos a la casa y le entregué el postre. Hubo un gritito: “¡Pay de frambuesa! ¡Qué rico! Es mi favorito. Gracias, gracias”. Voltée a ver a Sheila, con ganas de reclamarle a patadas. Rehuyó mi mirada. El papá llevó el pay al refrigerador y nos sentamos en la sala. “Así que Marcos”, me observó coquetón, cruzada la pierna y dejando ver algo del liguero. Pa-pi-to. “Yes, sir…”, digo: “miss…” “Dime Marilyn”, me pidió él-ella. ¿Marilyn? voltée a ver de nuevo a Sheila, ¡pero si me habías dicho que se llamaba Robert! Se llamaba, contestó ella más tarde, de camino a casa, cuando le exigí explicaciones. Ahora era Marilyn. ¿Y por qué Marilyn? Por Marilyn Monroe. ¡Por Marilyn Monroe! Sí, afirmó Sheila: es su actriz favorita y quiere parecerse a ella. Le contesté furioso: pues con esa cara, mejor se hubiera puesto Arnolda, por Schwarzenegger, que es igualito a él en conan the barbarian. O Boris, por Karloff. O Nuestra Señora de París, por lo del jorobado… No te burles. Si no me burlo. Es que me hubieras dicho. Pues te estoy diciendo. Pues dime. Y así, en los veinte minutos de viaje, me fui enterando de la vida y de algunos de los milagros de mi suegro-suegra. Que había salido del clóset hacía siete años, que ella ya lo sospechaba porque se le desaparecían desde aretes hasta medias, que un día lo encontró con pestañas postizas y la boca pintada, que ella lo entendía pero que había sido muy duro para su madre y sus hermanos, que el papá terminó por decidir que quería ser Marilyn y no Robert, y que su madre, Miss Bruja, le había pedido el divorcio. Es un hombre muy bueno, estalló en lágrimas. ¿Hombre?, me salió mi lado machista y a Sheila lo boxeadora, porque la arremetió a jabs contra mi persona. Sí, sí, un hombre bueno, muy bueno, aunque lo dudes, you idiot. Algo que, aquí entre nos, no es mentira. Robert, qué digo Robert, Marilyn, ejem, ejem, nos ayuda en todo. En todo lo que puede. Que si unos boletos para el cine por si nos aburrimos, que si una chamarra para mí para el frío, que si un sillón para que no se vea tan desnuda la sala, que si cenamos italiano y yo invito, que ve de mi parte con esta persona: a lo mejor te da un buen trabajo, que si algo te queda de mi ropa —la de antes, claro—, que por favor, lo que quieras, con toda confianza, o que si a su nombre —para que nos dieran crédito— comprábamos la videocasetera que tanto nos gustaba, adelante, no había problema. Cosas así y muchas más. Como cuando me ayudó a cargar un librero cinco pisos hasta nuestro departamento, o como cuando lo volvió a bajar —junto con mesas, sillas, cama, cajas de trastes y de libros— la vez que ya con Tito optamos por rentar una casa. Una gran ayuda, a no dudarlo, más en momentos de mudanza, porque habla como si no rompiera un plato pero está fuerte el condenado. Y cocina rico, mejor que tú, Sheila, como me divierto en enchincharla. Me cae digamos que bien —tampoco mucho, que conste— y ya hasta me sale natural llamarlo Marilyn, si eso es lo que quiere. Vamos a su casa y él viene a la nuestra. Platicamos: con Sheila, de lo último que compró en victoria’s secret, y conmigo, de basketbol y futbol americano. Pero eso sí, a lo que todavía no me acostumbro, es a la gente que —en el súper, en la calle o de carro a carro— se nos queda mirando. Lo que han de pensar de mí. Me hace falta en esos momentos una bolsa de papel o una máscara de blue demon o del santo. No para mí, para ponérsela a él-ella.
¿Y contarle eso a mis jefes o a Lucas? No estoy loco. Les escribí que era ingeniero y que había aparecido en la tele, pero no que en donahue y con geraldo. Hombres que han decidido ser mujeres. Hombres casados y con un secreto. Qué risa. Como la que les daría si me vieran con mi delantal y mi gorrito. Embajadores metidos a cocineros. Cónsules que hacen hamburguesas. ¿Porque, para eso el título? ¿Para eso el inglés? No hay de otra. O trabajas o te chingas. O te partes el lomo o pasas fríos y es lo mismo aquí en Denver que en Alaska y hasta en la Florida. Ahora por lo menos ya dejé de lavar baños. Gran adelanto. De aquí a repartir pizzas, a ser mesero en un restaurante mexicano, a aprender a hacer cocteles, a buscarme una chamba de maestro de español, a esperar a que un día la revolución me haga justicia o que steven spielberg o clint eastwood me descubran. Mientras tanto, a darle duro a la chamba. De noche a noche, de sombra a sombra —con estas amanecidas tarde y los anocheceres temprano—, para pagar la calefacción y el cable, o los gerbers de Tito, sus pañales, su traje de batman, su baby sitter, o la letras del carro y del refrigerador, de la recámara del niño, y la luz, el teléfono, la gasolina, y el puré, el pay de calabaza, el gravy, el pan, los elotes, los chícharos, la mermelada de cranberry, el relleno para el pavo y el pavo mismo de doce libras y mutante —porque tiene cuatro patas en lugar de las dos que debería—, que no sé si quemado o no nos comeremos esta tarde…
Y ¡chín! tocan a la puerta: ya llegó el primero.
Por favor, por favor, que no sea Willie. Please. Y prometo no fijarme en las piernas de las vecinas. Voy. I am coming, I am coming, están pegadotes al timbre. ¿Abres tú?, me pregunta Sheila. Sí, yo abro. Total, al mal paso darle prisa. Es que me gustan las emociones fuertes. Algo así como la hora de las brujas. La dimensión desconocida. Abro la puerta y ¿quién es? ¿O quiénes son, mejor dicho? ¡Bobbie y Lorián!, le grito a Sheila. Lorián con un invitado cuyo nombre me sonó inintelegible, al que apodé mister right por suponerlo su pareja perfecta, a juzgar por como los dos se sentaron en la sala, ella a darle duro a sus tambores imaginarios y él a tocar una guitarra, en realidad una de sus piernas. Tal para cual, igual de tocacintas ambos. Luego Bobbie. A Bobbie le ha dado por tatuarse y hacerse agujeros en todo el cuerpo. Tiene un arete en la nariz, otro en la tetilla izquierda y cinco en cada oreja. Acaba de hacerse uno, me enseñó, en la lengua, y otro, se sonrió, en un testículo. Casi me retuerzo del dolor. No, si no duele, asegura, y a las mujeres les encanta. Si quieres te doy la dirección. No, gracias, yo paso. Se lo cuenta a Lorián y se baja los pantalones para mostrarlo, y tanto ella como su novio dicen cool y se dedican otra vez a tocar el concierto —de rock, me parece— en el que han estado desde que llegaron. Suena el teléfono y ¿quién es? Mi cuñado favorito: Willie. Que perdió su conexión, que lleva seis horas en Houston, que todos los vuelos están retrasados o llenos, que no sabe si a uno de sus perros lo mandaron por equivocación a Seattle, que tiene ganas de matar a alguien, que es un relajo, que lo lamenta, pero que no va a poder estar con nosotros… ¡Yupi!, grito apenas Sheila me lo cuenta. Tito me escucha y repite: ¡upi!, y yo para mis adentros me digo que tú sí me entiendes, carne de mi carne, hijo mío, pero Sheila se pone a llorar como loca. The rag, como ella dice. Y es que está en sus días. El primer thanks-giving que hace en casa, y ahora eso. ¡Buuu! La tomo entre mis brazos y la consuelo. Por dentro, sonrío. Qué bueno, y si de paso Miss Bruja tampoco se aparece, para mí perfecto. Hago changuitos y prometo que, de cumplírseme el deseo, no voy a dejar mis zapatos tirados por toda la casa ni mis calcetines. Es más: procuro dejar tapada la pasta de dientes, O.K.?
Pero, ¡chín!, tocan de nuevo a la puerta.
¿Miss Bruja? ¿O siempre sí «mi cuñadito» Willie, que quiso jugarnos una broma y llegó acompañado de sus pulguientos y apestosos perros? ¿O si no ellos, Samantha, el más claro ejemplo para los psicólogos de la falta de figura paterna? No. Es Robert, el culpable de esos y otros detalles de esta loca familia, convertido en Marilyn Monroe, o algo que se le parece. ¡Hooooola! me da un beso en la mejilla. Trae minifalda y maquillaje de puta o de esposa de diputado. Hola, saluda a los músicos, pero es tan fuerte el volumen que tocan, que no se dan por enterados. Hola, le dice a Bobbie y éste le enseña la lengua. Hola, abraza a Sheila con ternura, y hola, my little and handsome boy, se acerca para darle un beso a Tito. Éste, apenas lo ve, se espanta y comienza a patalear y a hacer una rabieta. Ya, ya, lo tomo entre mis brazos. Pobrecito. Ven, mejor vamos a ver una película de drácula o te cuento del niño al que los lobos le comieron los brazos o las piernas, o la historia del dr. jeckyll y mr. hyde, calma, calma, y lo subo a su recámara.
Aserrín, aserrán, trato de calmarlo, los maderos de san juan, aparece una sonrisa, piden pan, no les dan, se regodea de saber lo que le espera, piden queso y en vez de eso, dirijo mi mano a su cuello, les dan un hueso que se les atora ¡en el pescuezo! Más, más, pide Tito, no con palabras sino con alegres convulsiones de su cuerpo. Yo le hago caso. Aserrín, aserrán. Me gusta su sonrisa, y sí, se parece a mí no nada más de la nariz para abajo sino todito. Todo él. Guapito el niño. Esa sonrisa de cabrón. Ese Marcos en potencia. Ese hijo de su papá. El terror de la cuadra y de las chamacas. Cuando crezcas, vas a ver, te voy a llevar a jugar futbol conmigo, y hasta a un cabaret, para que aprendas, y te voy a llevar a México y te voy a decir: mira, ahí nací, o mira, esa es mi secundaria, o mira, esta cantina era mi favorita, o mira, este es el taxi de tu abuelo, o mira, tu abuelita, o mira, aquí conocí a tu amá. Y te voy a hablar en español para que también lo aprendas, y te voy a contar de juárez y de los niños héroes, y te voy a enseñar a comer tortas y mole, y espero que ya venga en camino el disco de cri-crí que mandé pedir para tu cumpleaños, y te voy a comprar una piñata y en navidad organizo una posada. Voy a ser bueno contigo y voy a trabajar duro muy duro para que no te falte nada. Mi niño. Mi Tito. Mi Marquitos. Aserrín, aserrán.
El timbre de nuevo.
¿Samantha? No, la voz de mi mamita suegra. Un hiiii! jurásico y ultradecibélico. Nos cayó el chahuiztle. Ni modo: se agüó el thanksgiving. La imagino a la hora del pavo, haciendo caras porque no le gusta cómo está preparado; o a la espera del momento de saltar para corregirme: “Así no se dice”. Esta vez, lo juro, le contesto, aserrín, aserrán, en serio que se lo digo, Shit!, se sonríe el niño, I fucked it up again! se retuerce del puritito gusto, I fucked it up again!, en serio que sí se lo digo, y se les atora en el pescuezo…
* Marilyn Monroe y otros familiares forma parte del libro de cuentos Los invictos y otras derrotas, aparecido recientemente bajo del sello de Molino de Letras