[Lugar y fecha, en el sobre]
Estimada Gloria: Aquí ya es de noche, por lo que debería saludarte con un cálido “¡buenas noches!”
Esperando que te encuentres bien, aprovecho para contarte que, entre los recibos de pago de la luz, el recibo del agua, el teléfono celular, el crédito personal y entre otras facturas de las tarjetas de crédito, encontré una carta que casualmente venía dirigida a ti. Sí, a ti. Desconozco la coincidencia, pero aquí en el destinatario dice “Gloria Z.”, supongo que por Zamora y, como tú y yo sabemos, y por si esta carta se extraviase, es importante recalcar que es tu primer apellido.
He tenido la tentación de abrirlo, aunque también he pensado que, dado que estoy rentando este departamento, quizá en el pasado pudo ser habitada por una persona con el mismo nombre, aunque con diferente apellido, que casualmente también inicia con “z”: Zúñiga, Zacarías, Zaragoza, etc. Perdona que me extienda escribiendo, pero la semana pasada me compré una pluma fuente que me encanta utilizar para escribir en mis cuadernos que voy acumulando, a pesar de mi mala caligrafía y ortografía, y a mi gusto y debilidad por la tinta azul.
Del remitente no sé mucho: el cartero viene a casa durante mi hora laboral, lo ha dejado en el medidor, pero en los últimos días han corrido fuertes vientos y eso hizo que el sobre cayera a algunos metros de los medidores y, con el sereno y la humedad, se ha mojado el nombre del remitente; hasta el sobre parece corrugado por la misma razón y, como verás cuando lo tengas en tus manos, está escrito probablemente con un plumón de agua, color negro.
En fin, desconozco cuánto tiempo llevaba tirado en el suelo; recuerdo haber visto el sobre hace poco más de una semana, pero hasta hace tres días hice el esfuerzo por verificar que no fuese algo en particular para mí, hasta que vi tu nombre.
No he querido abrir la carta, más por respeto que por falta de curiosidad, aunque desde hace tres noches me despierto a las dos de la mañana para preguntarme de qué trata todo esto y, por ende, he llegado a la determinación de deshacerme de ella, que seas tú quien lo lea y que, si es un destinatario distinto, me digas o yo te diga: usted disculpe.
Aprovecho también esta carta para enviarte mis sinceros saludos, tu cumpleaños se acerca y, si el proceso de las cartas sigue siendo como cuando tú y yo contábamos con misivas más frecuentes, estaría llegando a tu buzón en un periodo de diez días. Fatal sería para mí que llegara mucho después de marzo.
¿Sabes?, me gustaría contarte en esta carta, con tinta y papel, lo que he visto en casa de los abuelos, contarte de las conversaciones que he tenido con su gente, con su río, con la nutria que aún habita ahí y las garzas y las zancudas, con la ceiba gigante que ya no crece pero que cada año renueva sus hojas y regala al viento y al tiempo sus frutos y semillas que no germinan a sus pies.
Me gustaría contarte en esta carta, con tinta y papel, lo que he visto en casa de los abuelos, contarte de las conversaciones que he tenido con su gente, con su río, con la nutria que aún habita ahí y las garzas y las zancudas, con la ceiba gigante que ya no crece pero que cada año renueva sus hojas y regala al viento y al tiempo sus frutos y semillas.
Quisiera contarte con tinta y papel la emoción que contagian los otates que se mecen con el aire del sur, del sereno en las mañanas de la milpa que lleva entre uno y dos meses de crecida, del frijol, la calabaza y el maíz, de esa trinidad que sostiene el alimento y la subsistencia del pueblo. De los chiles silvestres o de la papaya salvaje que nace donde los pájaros cagan, de los manguitos criollos que apenas empiezan a brotar en botones de flor, del aire que visita las calles y arrincona la basura en los hogares, de ese pueblo con olor a humo de leña en los braseros, de ese olor a humo que se impregna en la ropa y en el cabello, del polvo que vuela por el aire, del calor y la humedad, del cielo azul, de ese cielo azul que un niño antes de conocer la palabra inmensidad decía que el cielo era azul “a lo lejos”.
Quisiera contarte hasta del eclipse que me tocó ver con el Abuelo un fin de semana que, aunque fue parcial, sirvió de pretexto para refrescar mi memoria y la suya; y hablar de aquel eclipse del año 91, aquel que me tocó ver con uso de razón y de memoria donde, si no mal recuerdo, ocurrió a medio día o recién iniciada la tarde y que a esa hora los pollos siguieron su instinto de subir al árbol de guaje para dormir, en esa tierra de contrastes, de calor sofocante en verano, de lluvias torrenciales e inundaciones en otoño, del frío de diez grados en invierno y con múltiples flores de colores en primavera, de las flores de guayacán, el roble.
En esa tierra que tiembla y que, como dice madre, “si el temblor no pasa de cinco grados, no cuenta y no se siente”. Esta tierra que me vomitó, que no aceptó mi mano y que por el contrario me abrió las puertas para mostrarme, como en la caverna de Plantón, que había algo más allá afuera, grande o no tan grande, pero me lo mostraba cada vez que las herramientas de trabajo en la milpa me llenaban de ampollas los dedos, o cuando regresaba a casa con los pies hinchados cada vez que un caballo pisaba mis pies descalzos, cada vez que la astilla de alguna leña se clavaba entre mis dedos y mis uñas, o las espinas del nopal y de cornezuelo traspasaban las endebles chanclas.
Esta tierra que me indicaba que debía hacer otra cosa. Su mensaje era claro cuando ponía en mi camino a la nauyaca, la tarántula, el alacrán, que me hacía dudar cuando llovía más de cinco días seguidos y me imaginaba el Arca de Noé. Aun así, te digo que esta tierra es maravillosa, tan maravillosa que adoptó a mi gente, a mi pueblo, a mi raza, que arropó a personas que desconocían el comportamiento del norte en invierno o de los fuertes vientos de primavera.
Te digo que esta tierra es maravillosa, tan maravillosa que adoptó a mi gente, a mi pueblo, a mi raza.
Que tuvieron que aprender a poner los caballetes de manera distinta en los tejados para que no se cayeran, que aprendieron a cocinar lo que debían de comer porque las altas temperaturas promedio y el alto porcentaje de humedad ambiente, echan a perder la comida muy rápido. Aprendieron a ver eclipses usando vidrios de envases de refresco cubiertos de tizne y carbón de leña, aprendieron a ver el cielo y los eclipses en el reflejo del agua en una jícara.
En verdad, en verdad mi querida Gloria, quisiera extenderme contándote de las gallinas de la abuela, de las cuarenta gallinas a quienes a diario les muele maíz y les pica hojas, a esas gallinas que suelta medio día y creo que son felices al salir a caminar por unas horas y que, a diferencia de hace muchos años, ya no duermen en el árbol de guaje o de ciruelas, sino que entran al gallinero que el abuelo les acondicionó y se suben y descansan en las ramas improvisadas.
Quisiera contarte que he caminado de noche y en silencio por la calle principal, poniendo atención en escuchar los ruidos de la noche, el ladrido de los perros, el sonido del caballo y del borrego que descansa; he caminado buscando señal celular para enviarte un mensaje de texto; mientras tanto, he podido disfrutar de la innumerable cantidad de estrellas que se alcanzan a ver en el firmamento. Con claridad se asoma el cinturón de Orión y las osas, la estrella mayor que brilla con mucha fuerza, y esas estrellas que azules tiritan a lo lejos, como decía aquel autor del Poema 20. Y es que esas dos constelaciones fueron las únicas que la abuela me enseñó a identificar cuando era un niño.
¿Ya te he contado que la gente aquí se duerme a las ocho o nueve de la noche? Sí, así es, se acuestan a dormir a esa hora para levantarse a las cuatro o cinco de la mañana. Y en verdad, ahora que he estado en casa, he adoptado ese ritmo. En estos días, antes de dormir, he tomado el café de olla con un pan bolillo o pan boyo y me he acostado temprano; para las cinco de la mañana, cuando empiezan los primeros cantos de los gallos, ya no había sueño y no era difícil levantarse para tomar una taza de café de olla. No hay vehículos que circulen con frecuencia, no hay ruido extraños más que el del aire cuando hay sur o del aire cuando hay norte, o alguna rama o de la llovizna en el tejado de láminas de zinc cuando hay norte, o el arrullo de la lluvia cuando estamos en verano.
Aquí hace mucho calor, mucho calor y hay mucha, mucha humedad. Cuando hay norte el frío entra hasta en los huesos, es impresionante. A veces hay que dormir con calcetines puestos, que es poco común y al levantarse temprano, el café y el humo de la leña le da un toque bucólico al ambiente, que para nosotros que vivimos en la ciudad nos resulta en un escenario por demás romántico, pero para mi gente, para mi pueblo, es normal.
Los he visto, los he visto, Gloria. He caminado en la milpa y los he visto andar en cada sendero, los he visto mirar uno a uno el cogollo de la milpa, los he visto aplicar insecticidas para matar al gusano, los he visto poner espantapájaros con playeras y camisas viejas, con viejas cintas de los antiguos y ya desconocidos cassette, los he visto trabajar de cinco a once de la mañana y regresar a casa, sin que nadie les diga nada.
Los he visto trabajar a su ritmo, voltear a ver el cielo y suponer mirando a las nubes cuándo lloverá, qué hora será, quién se ha demorado, qué dice el sol y su casa. Los he visto abrazar a los perros llenos de pulgas, garrapatas y polvo y con el gesto más sincero darles una caricia, hablar con ellos, reírse, abrazarlos y sacar de su morral un taco y compartirlo con ellos.
Los he observado y he visto en sus rostros el brillo del orgullo del producto de la tierra, el fruto de cada árbol, he visto cómo cuidan al cedro y la caoba, al bojón y a la primavera, al pompo; los he visto cuidar la horqueta que servirá de horcón para una casa o cortar la hierba de conejo para que coma el borrego, o atar al caballo entre matojos de pasto colorado.
Los he visto, Gloria, he visto cómo su vida avanza sin jefes, trabajando a sus horas y a veces los envidio y pienso que tienen todo; a veces los envidio, lo único que no tienen es dinero. Disfrutan de sus hijos y van a las reuniones de la escuela, pelean con los maestros y les arman sus árboles de navidad con ramas de limonaria y con ramas del cafeto. Y reciclan una y otra vez las luces de series navideñas y se sientan a ver el Titanic que transmite el canal que no requiere conectarse a la señal del disco rojo o el azul.
He visto cómo su vida avanza sin jefes, trabajando a sus horas y a veces los envidio y pienso que tienen todo; a veces los envidio, lo único que no tienen es dinero.
En fin, querida Gloria, después de tanto tiempo y de tanto y tanto, quería contarte poco, pero me he extendido un tanto. Perdona que no corrija algunos errores, pero sabes que escribir con la pluma fuente me gusta, que el azul me gusta, y que mis errores, hasta en la ortografía y la sintaxis, son lo que me definen y que detesto los rayones.
Sé que comprenderás.
Te he escrito poco, ofrezco una disculpa; espero respuesta tuya, a esta casa, a este departamento del edificio número siete, como en Calle melancolía.
Avísame si la misiva no era para ti, al menos para seguir buscando al destinatario.
Sincero abrazo, sincero saludo.
P. D.: ¿Te acuerdas del poema de Gelman? Ese que dice:
Estoy triste porque no puedo dejar de tener fe en el valor de
los débiles y los cobardes
vale decir que venceremos
Saludos.
Firma ilegible
Lucas