A Uni, porque la fuerza siempre te acompaña.
Al sobrino de Lucas se le ha caído su tercer diente. Debido a la obligada cuarentena ocasionada por la aparición y diseminación de un extraño virus a nivel mundial y del que muchos hablarán y escribirán cientos de historias en el futuro, la familia completa se encuentra confinada en casa. Las niñas toman las clases vía remota; la menor, por ejemplo, toma sus clases de ballet junto al gran espejo del baño; la mayor, por su parte, toma las clases de educación física en la azotea de la casa, que es el sitio que por ahora resulta más seguro y más amplio en este fraccionamiento de interés social.
Tonatiuh, el sobrino de Lucas, ha iniciado la educación primaria y con ello también ha ocurrido un sorprendente crecimiento en dimensiones y tallas, dejando atrás zapatos que aún parecen nuevos, pantalones, camisas, pijamas y una que otra prenda interior; y sí, también ha empezado a mudar los famosos dientes de leche, los favoritos del ratón Pérez.
Resulta sorprendente que el ratón Pérez, el de los dientes, otorgue incentivos y premios a cambio de llevarse los veinte dientes de leche; probablemente se deba a que estos dientes se mantienen en la boca del usuario durante un periodo no mayor a diez años, contrario a lo que ocurre con los dientes permanentes, que son utilizados, descuidados y atormentados por el portador por el resto de su vida, a menos que, por alguna casualidad, se vea obligado a desprenderse de ellos. Esto ocurre con frecuencia cuando emergen las dolorosas muelas del juicio, o bien cuando algún accidente deja un obligado espacio en la dentadura del usuario, que será rellenado únicamente con alguna operación de implante dental.
Tal vez el ratón Pérez prefiera los dientes temporales, precisamente por esa razón, porque son temporales. Aclaramos aquí que no sabemos para qué se los lleva, o qué uso le dará a un trozo de hueso con masilla, e intentar explicarlo sería juzgar de más a un comprador que ha pagado un precio justo por un producto. Además, sabido es que ese producto no le servirá más al portador, ni como pisapapeles, y terminará indefectiblemente en la basura.
Volviendo al tema, la caída del tercer diente ha sido una gran noticia familiar y aún sigue siendo una enorme y eufórica revelación, que probablemente disminuya conforme vayan cayendo uno a uno de esos dientes hasta completar los veinte. Sigue siendo una buena noticia después de todo, pues la familia ya se ha cansado de las dinámicas implementadas para entretener al sobrino consentido: disfraces, películas, caricaturas, interminables serpientes y escaleras, loterías y demás juegos de mesa, el denso trabajo de escribir su nombre, Tonatiuh, que el sobrino no entiende para qué cuernos sirve la “h” si se encuentra al final y aparte resulta muda. Es para soltar el aire, dice la mayor de las tías mientras silabea: To-na-tiuh, pero el sobrino ya se ha cansado de escribir su nombre, acompañado además por el apellido Pérez; sí, Pérez, como el ratón de los dientes.
Antes de que se cayera, Lucas ya se había percatado de que el susodicho diente ya se movía ligeramente, lo que fue propiciado por las actividades propias de los niños, esas actividades físico-motrices que se encuentran directamente asociadas a atraer con los dientes diversas superficies: piso, banqueta, algún poste, alguna esquina de sillón, la frente del Tío Lucas y un sinfín de objetos y cosas que un brillante diente, en medio de una gran sonrisa, es capaz de atraer con esa potente fuerza de gravedad que resulta directamente proporcional al tamaño de dicha sonrisa, e inversamente proporcional con el nivel de calcificación de cada pieza dental del individuo, misma que puede ser afectada por la frecuencia en el consumo de azúcares, lo que según algunos libros debilita los dientes.
Pero el tío Lucas no predijo ni alertó nada. El tío Lucas no recuerda haber visto al sobrino emocionado por un diente, tal vez estuvo así con el primero que cayó. En este caso, el sobrino de Lucas ni se inmutó por la sensación de dolor, aunque a esa edad el dolor es relativo. Aparentemente, el individuo no cuenta con tantas referencias de intensidad de dolor, y menos este sujeto, mismo que al nacer no podía digerir alimentos y estuvo alimentado a través de un enorme catéter que le dejó una cicatriz que aún hoy le sobrevive y lo presume señalándolo cerca del cuello, como medalla olímpica.
Por lo tanto, es probable que soporte más dolor que el que resulte de desprenderse de un miserable diente de leche, y es que así le han llamado comúnmente en la localidad donde tío Lucas nació, en donde los alumbramientos eran atendidos por parteras y matronas y donde el cordón umbilical se cortaba con una hojita de afeitar que era esterilizada con aguardiente o con mezcal, a falta de otros insumos, y en donde ese mismo cordón, según contaban los abuelos, se colgaba en algún árbol para que el niño desarrollara la habilidad de trepar árboles para obtener frutos.
Probablemente, la fuerza de atracción que posee la sonrisa de Tonatiuh hacia los objetos que están muy cercanos al piso, se debe a que a la madre se le cayó el cordón umbilical al suelo, pues en vez de colgarlo a un árbol, siempre conservó dicho cordón umbilical bajo la almohada, y en algún momento de descuido, al tender la cama o durante alguna noche de mal sueño, dicho trozo de cordón se cayó violenta e inexplicablemente, lo que, con toda certeza, marcó el destino de Tonatiuh. Lo bueno es que ese efecto dura sólo en la infancia. Así, la nueva generación de dientes que son para toda la vida, o bien, como dijimos líneas arriba, son los permanentes, no sufrirán el destino definido por el cordón umbilical.
La acumulación de golpes como los que ocurren en el dedo chiquito del pie, en la cabeza con la llave de la regadera del baño, algún martillazo en el dedo pulgar, u otras sensaciones de dolor como los toques con un enchufe, alguna mordida de perro, le servirán como referencia y notará que sacarse un diente es un proceso que no resulta tan doloroso. Lo bueno de todo esto es que el efecto místico de la ubicación del cordón umbilical —que, como se dijo líneas arriba, dota al individuo de mágicas habilidades como las de subir a un árbol, o bien condena al sujeto a estar frecuentemente cerca del suelo por alguna caída accidental de dicho cordón— pierde su efecto con la precaución, misma que en nuestro sacrosanto hogar se cultiva con negaciones y premoniciones que se ejemplifican en frases tan frecuentes como la de “no te subas, porque te vas a caer”; entonces el sobrino aprenderá a ser cauto, aunque con ello nos perderemos de mucha adrenalina y bilis. Por lo tanto, dejemos al azar ese futuro.
Lucas sonríe, recuerda esa etapa. A él le emocionaba saber que renovaría un diente, ya que no supo cuidarlos; es más, no sabía que mudaría dientes, pues creció como animalito de monte, respondiendo a sus instintos. Tal vez no contaba con la información suficiente. Cierto que a muy temprana edad se le picaron y cayeron los incisivos y para cualquier persona quizá pudiera resultar vergonzoso llevar un espacio vacío en la sonrisa, pero a tío Lucas no, nunca se dio cuenta. Sintió pena cuando los residuos de las raíces del diente fueron sustituidos por unos que, a la primera impresión, resultaban enormes, como de caballo, decía el hermano mayor.
Así, tío Lucas asume que llegará un momento en que en Tonatiuh se pierda el efecto del cordón umbilical, el efecto terminará cediendo y entonces el sobrino terminará reafirmando su sonrisa; en otro caso, estamos en época donde se echa mano de algún tratamiento de ortodoncia. Lucas anota en su diario: toda sonrisa puede someterse a un proceso correctivo denominado autoestima, que valdría la pena alimentar mientras dure el efecto del sitio donde coloquen el cordón umbilical.