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Yo soy Chico Calleja
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Yo soy Chico Calleja

abril 16th, 2021 Eduardo Contreras Becerril Literatura, Narrativa 251
Yo soy Chico Calleja

1

 

Tenía que realizar un reportaje de las playas de Marquelia. Alguien me habló en una ocasión de aquel paraíso de la Costa Chica en Guerrero. Salí del hotel y me dirigí en mi auto a esa zona de reiterado rumor marino que son las playas. Para llegar tuve que tomar, después de la asfaltada carretera, un camino estrecho de terracería que serpenteaba entre terrenos sembrados de altas y delgadas palmeras de cocos. Escuchaba en el estéreo del auto unos boleros. Estaba concentrado en la música cuando de pronto, al dar vuelta en un recodo del camino, vi el mar brillante, casi blanco por el reflejo del sol.

Terminó el camino y llegué a un campamento compuesto por un pequeño restaurante y, a un lado sobre la arena de la playa, un amplio cobertizo de palma.

Estacioné el auto y me recibió una joven mesera.

Entré al cobertizo, en el que había varias mesas y bancas rústicas; hamacas que colgaban de las ramas del árbol que sostenían el techo. Me senté en una banca y vi, calentadas por el ardiente sol, las tranquilas aguas y una franja de arena que se extendía por varios kilómetros. Sentí el aire fresco y escuché el sonido sordo del oleaje. Nadie se veía en las solitarias playas.

Estuve unos minutos extraviado en pensamientos ante la serenidad conmovedora del paisaje, hasta que la muchacha del restaurante puso discretamente la carta de los alimentos sobre la mesa. Le pedí dos cervezas. En ese momento noté que un anciano se encontraba en la mesa de junto y me observaba. Lo acompañaba un joven enfermero, quien se retiró a un auto estacionado fuera del cobertizo.

 

2

 

Hace una semana murió mi padre. Y ahora, aquí, en la soledad de su cuarto, reviso sus cosas. Veo su cama tendida, sus zapatos gastados, el sombrero que usó por años; tristes objetos inanimados que despiertan recuerdos: mi padre bajo el inclemente sol arando la tierra o almorzando bajo la sombra de un árbol; los días que lo acompañaba a trabajar, yo cargando el morral de comida que preparaba mi madre y ofreciéndole agua cuando por momentos descansaba. Varios años lo acompañé para realizar labores secundarias: que pon esto aquí, que limpia acá o tráeme lo de más allá; mientras él, sudoroso, conducía el arado para abrir surcos en la tierra y enterrar semillas que con tiempo, lluvia y sol florecerían en doradas espigas de trigo.

Y luego, empecé a crecer.

 

3

 

Volví la mirada a la playa.

Ahora, ahí, dos perros criollos, que no vi de dónde y cómo llegaron, jugaban. Eran jóvenes, uno negro y otro café. Dos perros en la solitaria playa. Corrían libres saltando entre las olas. Tomé mi cámara, me acerqué un poco y con el zoom más potente, les tomé fotografías. Retadores, se ponían enfrente uno del otro como en posición de pelea pero de pronto salían disparados correteándose. Ágiles, se trenzaban en aparente combate, se mordisqueaban y se lanzaban gruñidos amistosos. En algún momento, el juego de los perros con el mar de fondo me pareció un espectáculo natural y maravilloso. Ahí estaba un fragmento de vida en todo su esplendor, sin precio ni artificio.

 

4

 

Poco a poco me fui haciendo mayor y llegó el tiempo de partir, de seguir mi estrella, de buscarme acomodo por mí mismo lejos de las calles adormiladas de mi pueblo. Empecé mi recorrido cuando fui a estudiar la preparatoria a Chilpancingo. Mi padre cada mes, sin falta, me enviaba dinero para mis gastos: el cuartito que rentaba, mi alimentación, pasajes, uno que otro libro y algún pequeño lujo de vez en cuando, como ir al cine. Justo lo necesario, una verdadera bendición; el maná caído del cielo. Los primeros meses no fallaba y cada fin de semana regresaba sábado y domingo a la casa paterna. En esas ocasiones dábamos un paseo y mi padre aprovechaba para ponerme al tanto de las novedades en el pueblo.

—Oye, negro, mira qué grande ya está tu muchacho. Se ve que en Chilpancingo sí come bien —bromeaban sus amigos cuando nos veían pasar.

 

5

 

Regresé a mi mesa. Me senté y empecé a guardar mi cámara en su estuche. El anciano de la mesa de junto me volvió a observar mientras guardaba mi equipo. Finalmente me preguntó:

—¿Le gustan las canciones de Álvaro Carrillo?

Se refería a la música que yo escuchaba en el auto con las ventanillas abiertas cuando llegué al campamento.

—Sí, sobre todo cuando él las interpreta.

Guardó silencio.

—Yo conocí a Álvaro —dijo de pronto con tono familiar.

—¿Usted también es de Cacahuatepec?

—No, de Cuajinicuilapa. Yo soy Chico Calleja.

La mesera trajo las cervezas.

—Éramos adolescentes cuando Álvaro y yo nos conocimos en el Internado Agrícola de San Pedro Amuzgos, en donde estudiamos juntos y al que yo llegué desde mi pueblo —dijo Chico Calleja con voz cansada.

Lo observé y calculé que tendría unos 70 años. Y en su iniciativa por conversar percibí que era un hombre que necesitaba hablar. Y lo escuché.

 

6

 

Pasó el tiempo y las visitas a la casa de mis padres se fueron haciendo más esporádicas. Los amigos, los estudios, mi vida cada vez más mía me absorbía días y noches. Sólo cuando terminaba un semestre regresaba por diez o quince días a la casa. En ocasiones acompañaba a mi padre a trabajar y yo, un poco más fuerte, tomaba el arado y él descansaba. Cuando terminábamos la jornada, mi madre nos tenía lista comida caliente.

Esos regresos todavía eran días de fiesta porque con los amigos que aún tenía en el pueblo íbamos a las playas de Corralero o Punta Maldonado, a perder el tiempo en ese apartado mundo de sol, olas bravas y viento susurrante.

 

7

 

—Durante varios años convivimos y fuimos casi hermanos, pero la vida nos llevó por rumbos diferentes —dijo Chico Calleja—. Más bien a Álvaro, porque yo no salí del pueblo al regresar del Internado Agrícola. Él voló por otros aires. Su inspiración lo elevó a la fama y a comer sobre mesas con manteles limpios. Se lo merecía, porque en estas tierras pocos sobresalen. Sólo hay derrotas. Usted como periodista sabe cómo se vive en Guerrero.

Se quedó pensando, como para retomar el hilo de sus recuerdos.

Chico Calleja estaba convencido de que Álvaro fue diferente. No se explicaba de dónde sacó la inspiración porque desde el tiempo del Internado ya escribía versos y los cantaba en las fiestas con los amigos, cuando recorría los pueblos olvidados de la Costa Chica, desde Pinotepa Nacional hasta Marquelia, pasando por Tlacamama, Lo de Soto, Cuajinicuilapa, San Juan de los Llanos, Cruz Grande y tantos otros sitios tan queridos para él. Y después de su primer éxito musical, esos versos que durante años Álvaro tenía en sus cuadernos gastados, empezaron a fluir como un gran chorro de agua poderoso y musical.

Los años pasaron y Chico Calleja ya no volvió a ver a Álvaro por una u otra cosa: el trabajo diario, cuidar las tierras y los caballos, hacer reparaciones a la casa; en fin, grandes o pequeñas cosas de lo inmediato que obligan a postergar. Porque aunque nunca se lo dijo a nadie, durante años tuvo la intención de buscarlo y saludarlo.

—¿Me creerá que en el fondo temía cómo me fuera a recibir Álvaro después de tantos años? La gente cambia. Y más cuando se cambia de vida como cambió él. ¿Me comprende usted?

Vi unas gaviotas que volaban al ras del mar y le di un trago a mi cerveza.

 

8

 

Las cosas cambiaron por completo cuando me fui a la Ciudad de México a estudiar administración. La distancia se hizo mayor y yo empecé a trabajar inclusive los fines de semana para ayudarme con mis gastos. Viví en la capital todo un remolino incesante de experiencias que desconocía. Conocí varios estados de la república y el país se me volvió un territorio inabarcable. Y el pueblo, cada vez más, una referencia lejana. Ya ni cuando terminaba un semestre regresaba.

Después, todo se aceleró. Me titulé, me casé y empecé a dar clases en la Facultad de Comercio y Administración de la Universidad. En diez años, sólo llegué a venir contadas ocasiones.

 

9

 

Cuando se enteró que la fama de Álvaro crecía, Chico Calleja le siguió la trayectoria leyendo los periódicos que llegaban a su pueblo o en programas de radio. Así supo que con dos o tres canciones más que gustaron, los artistas conocidos lo empezaron a buscar para grabarlas. Y ya reconocido como Álvaro Carrillo, no faltaban los políticos que lo invitaban a sus fiestas. En Guerrero, cuando tomó posesión como gobernador Caritino Maldonado Pérez, Álvaro estuvo sentado en un lugar de honor, como apareció en las fotos de los periódicos de aquellos años. Según Chico Calleja, Álvaro no había cambiado mucho. Por lo menos físicamente seguía conservando los rasgos de los tiempos de adolescente: mulato, nariz grande y chata, regordete y con el pelo rizado. Corría sangre negra en sus venas, como casi todos en la Costa Chica, descendientes de los negros traídos como esclavos desde África.

—Y si los políticos lo buscaban, los escritores lo reconocían. Mi hijo, que sí es estudiado y que sabe que Álvaro fue mi amigo, me regaló un libro. Aquí está, de casualidad hoy lo traje, véalo. ¿Cómo dice?

—Ómnibus de Poesía Mexicana, de Gabriel Zaid —leí.

—Las composiciones de Álvaro que están en el libro, el señor Zaid las reconoce como poemas. Llegó alto, el negro, como nos decimos de cariño en nuestros pueblos. Con su inspiración ha puesto en alto el nombre de la Costa Chica.

 

10

 

Y ahora que hurgo en los papeles de mi padre, me encuentro con estas fotografías que me remiten a sitios para mi casi olvidados. Yo de niño con mis padres en el atrio de la catedral de Santiago Apóstol en Ometepec, una construcción colonial de luminosa fachada en azul y blanco. Fue un mes de julio, en la celebración al santo con fiestas en las calles y danzas populares. Mi padre, siempre serio, como si en una fotografía estuviera en juego algo trascendente. Estuvimos tres días en la casa de una tía de mi madre. Pinotepa y, sobre todo, Ometepec, como constantes destinos de los viajes familiares.

 

11

 

Y aunque seguía con la intención de buscarlo y saludarlo, Chico Calleja dudaba. Lo detenía pensar que Álvaro hubiera cambiado. ¿De qué iba a platicar con él? Eso lo detuvo varios años. Y por fin, Chico Calleja decidió correr el riesgo. Cuando supo que Álvaro se presentaría en un hotel de Acapulco, apartó algo de sus ahorros y preparó todo para ir temprano al puerto el día señalado.

Pero ya no pudo verlo. Una semana antes de su presentación en Acapulco, fue el accidente. El día de la toma de posesión de Caritino como gobernador de Guerrero, cuando Álvaro regresaba a la Ciudad de México, el auto en el que iba con su familia fue embestido por una camioneta.

—Desde ese día he traído una espina clavada. Y cuando me acuerdo o hablo del asunto, me duele no haberlo felicitado y no haberle dicho: “Álvaro, negro, ¡qué alto has llegado! Eso es lo que me duele, señor —se lamentó Chico Calleja.

En ese momento hizo una pausa porque se le quebró la voz. No se pudo contener y lloró. Le hizo una seña al enfermero y éste bajó del auto y se acercó.

Mientras calmaba a Chico Calleja, me retiré para dejarlos solos. Cuando regresé a mi mesa vi que el enfermero y dos empleados del campamento atendían angustiados a Chico Calleja. El llanto que no pudo contener lo puso mal. Estaba desmayado, pálido. El joven y los dos empleados lo subieron al coche, que se dirigió veloz hacia Marquelia.

 

12

 

Aquí hay otras fotos. Él sonriente con mi madre en el patio de la casa. De las pocas veces que sonreía.

Una de las ocasiones que lo vi especialmente contento, fue aquel día que le regalé el libro de Gabriel Zaid. Tomó el libro con cuidado, como si estuviera acunando a un nieto en sus brazos. Lo hojeó sin atender una página en particular. Lo revisaba y no entendía por qué un regalo tan extraño para él. Le pedí el libro y lo abrí en las páginas precisas y empecé a leer unos versos. De inmediato los reconoció:

—Son de Álvaro —dijo.

Se sorprendió y percibí que, en el fondo de sí, sentía que le tocaba algo de la fama del compositor por el hecho de haber sido amigos hace muchos años.

Y hoy que mi padre ya no está, en estos papeles me enteró de sus problemas de salud. El diagnóstico de su diabetes, la receta de los medicamentos para su padecimiento en los riñones. Los estudios médicos sobre sus problemas cardíacos. Tantas cosas que enfrentaron él y mi madre sin decirme nada.

Desde aquí veo, a través de la ventana, el paso lento de mi madre. Sola.

Ya empieza a oscurecer.

 

13

 

—El señor tuvo un infarto —me dijo uno de los empleados.

No sé cuánto tiempo estuve sentado y perdido en oscuros pensamientos bajo ese cobertizo rústico y con kilómetros de playa solitaria ante mis ojos. Tomé mi cerveza y ahí vi, sobre la mesa, como un modesto y triste obsequio involuntario, el gastado libro de Gabriel Zaid.

Han pasado los años y lo sigo conservando. Junto con las fotografías de los perros de aquel día.

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Eduardo Contreras Becerril

Eduardo Contreras Becerril

Licenciado en Letras Hispánicas por la UAM-Iztapalapa. Pasante de Periodismo y Comunicación Colectiva por la ENEP-Acatlán, UNAM. Ha publicado cuentos en las revistas 'Casa del Tiempo' (UAM), 'Opción' (ITAM), 'Crítica' (UAP), 'La Gaceta' (FCE), 'Topodrilo', 'Letrario' y 'Ostraco' (las tres de la UAM-Iztapalapa). Comentarios: eduardocontreras_2002@yahoo.com

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