Y entonces fuimos, ¿no? ¿Cómo no ir?
Días antes, mi suegro, Jerry, no estaba del todo bien, así que nos dio su boleto para ir al concierto de la Sinfónica de Kansas City.
—Van a tocar la Quinta Sinfonía de Shostakóvich —dijo mi suegro, dándonos su boleto y el vale para el estacionamiento.
—¿Shostakóvich? ¡Me encanta! —exclamó mi esposa, Lily, sonriendo.
“¡Pobre Shostakóvich!”, pensé, “Stalin siempre se lo traía por la calle de la amargura”.
Nomás era cuestión de comprar un boleto más para ir en pareja, aunque era probable que no nos tocara sentarnos juntos, cosa que aún nos gusta hacer, aunque tenemos más de treinta años de casados.
El domingo del concierto llegamos sin pena ni gloria al Kauffman Center, la principal sede de la ciudad para las bellas artes, una pequeña joya arquitectónica inaugurada en 2011 que te hace sentir que Kansas City también es ciudad y no un pueblo bicicletero.
Y ahí estábamos, bien cucos: bañados, vacunados y con tapabocas; si no, no nos hubieran dejado entrar. Debido a la pandemia, había varios asientos vacíos, así que nos pudimos sentar juntos sin problemas.
Además de la Quinta Sinfonía de Shostakóvich —el plato fuerte—, el entremés incluye un poema sinfónico del compositor afroestadounidense William Grant Still —de quien no sabía ni jota hasta este momento—, así como un concierto para piano y orquesta de Gershwin.
Me fascina la música clásica, pero siempre tengo que estar jalándole las riendas a mi mente, pues la música siempre invita a mis pensamientos a divagar por imágenes y vivencias que he experimentado.
Después del primer violín, y de afinar, entra el director invitado, quien aparenta tener no más de quince años. Él y su manga de secuaces, la orquesta, nos brindan a Still. Su composición es solemne, plena de dramatismo, con uno que otro atisbo de esperanza, pues —según el programa— escribió su pieza durante los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que no fue la época más feliz que digamos del siglo veinte. Y si a eso le agregamos el pesar de la cuestión racial —aún queda mucho camino por recorrer en Estados Unidos al respecto—, se le estruja un poco el corazón a uno.
Luego viene el concierto de Gershwin, el mismo que escribió la popular Rapsodia en azul. El pianista es enorme, tendrá unos sesenta años y viste, bajo el saco, una colorida camisa con tonos rojos y púrpuras. Se nota que debe tener mucha experiencia. La melodía presenta sonidos familiares a los de Rapsodia en azul. Me llevan, irremediablemente, a Nueva York. Siempre me ha impresionado cómo Gershwin le sacó una muestra de sangre a Manhattan y, usándola como tinta, la vertió en las múltiples partituras que escribió. La música es juguetona, elegante, urbana, viva. Se contrapone a la melancolía de la obra de Still.
Siempre me ha impresionado cómo Gershwin le sacó una muestra de sangre a Manhattan y, usándola como tinta, la vertió en las múltiples partituras que escribió.
Al final, el solista nos regala un encore, la otra.
—Sé que la próxima pieza será la Quinta Sinfonía de Shostakóvich —nos dice—. Para balancear un poco, les ofrezco la siguiente melodía.
Toca, suavemente, Solace, Consuelo, de Scott Joplin.
Llega el intermedio y salimos a estirar las piernas. Aquí es donde todo el mundo estaría intentando comprar una bebida para ponerse sabrosamente a platicar antes de la segunda parte. No obstante, debido a la pandemia, los mostradores para la venta de bebidas y uno que otro confite están básicamente abandonados pero, por lo menos en este momento, estamos vivos y relativamente sanos.
Le toca el turno a Shostakóvich. El director nos da una breve explicación de la sinfonía que van a interpretar.
—Shostakóvich vivió durante los tiempos de las purgas de Stalin —comienza—. Había escrito una ópera básicamente experimental, de vanguardia: Lady Macbeth de Mtsensk —nada que ver con Shakespeare—. Resulta que Shostakóvich tuvo la mala fortuna de que Stalin la fuera a ver y a éste no le gustó. Al compositor se le echó encima toda la nomenklatura soviética. La cosa llegó a tal grado que Shostakóvich, o Dmitri para los cuates, dormía fuera, a la puerta de su departamento, con una maleta empacada —con la intención de evitar que su familia pasara un mal rato— para cuando las autoridades vinieran a arrestarlo.
Fue bajo esa situación que Dmitri continuó componiendo; el resultado fue su Quinta Sinfonía. Shostakóvich, de manera brillante, consiguió darle en primer plano a esta composición un aire de triunfo soviético, lo que logró aplacar a Stalin y a sus bellacos, y esto le permitió continuar con vida durante esos temibles tiempos. Pero, a la vez, dicha composición brindó un mensaje de cierta esperanza.
—Quiero que pongan atención al final del último movimiento —concluyó el director—. Verán que los instrumentos de viento, los metales, crearán una hecatombe junto con las percusiones. Y, al mismo tiempo, todas las cuerdas tocarán la misma nota, repitiéndola constantemente. La hecatombe representa el poder, la brutalidad de la represión. Las cuerdas, con su nota, representan al individuo, su lucha por ser a pesar de todo.
Comienza la ejecución y la sigo con la mayor atención posible. Es en el tercer movimiento, largo, que me percato de una desolación tremenda: todo el movimiento está hecho de tonos menores, tristes, en ningún momento puedo detectar una nota, siquiera, esperanzadora. La música me apachurra como masa en una tortilladora.
Es en el tercer movimiento, largo, que me percato de una desolación tremenda: todo el movimiento está hecho de tonos menores, tristes, en ningún momento puedo detectar una nota, siquiera, esperanzadora.
El cuarto y último movimiento suena como una marcha, enérgica; como una carga de caballería, dramática. En cierto momento llegamos a una parte de tensa tranquilidad, como para preguntarnos qué va a suceder. Las cuerdas toman el timón; aunque llevan la melodía, empieza a preponderar una sola nota, repetida, que va como escalando hacia una cima. Pero la melodía aún prevalece. Los timbales empiezan a intervenir estrepitosamente. Entran los vientos de metal, en complicidad con las percusiones, a todo lo que dan. Las cuerdas, ahora sí, repiten su única nota, que entra por los oídos, luchando contra la hecatombe; la nota llega al corazón, al alma: me posee, nos posee. La nota de las cuerdas pelea, incansable, contra la opresión de los vientos y las percusiones, de alguna manera se impone a estas.
La nota nos dice, nos machaca, nos grita: ¡Soy, yo soy, yo soy alguien, yo valgo, no me pueden quebrantar; no importa lo que hagan, vivo, tengo derecho a vivir, viviré, viviremos a pesar de todo, no me someterán, jamás! ¡Soy una persona! ¡Soy única!
Se da el gran final, suena a grandiosidad soviética pero, a la misma vez, celebra la individualidad de cada humano. La nota calla una fracción de segundo para permitir que los timbales den el remate final. ¿Muere la opresión?
Reventamos en aplausos. No dudo que todos, absolutamente todos, estamos sobrecogidos, impresionados: Shostakóvich nos ha tocado el alma. Miro a Lily, me mira sorprendida. La ovación no cede, todo el público está de pie.
No dudo que todos, absolutamente todos, estamos sobrecogidos, impresionados: Shostakóvich nos ha tocado el alma.
Al salir del recinto, apelotonándonos en las diferentes salidas, percibo en los rostros de los demás, en su respiración, en las conversaciones, el impacto que la pieza ha tenido en todos nosotros. Pienso: “Esto es tan actual: la globalización, los medios, las redes sociales, los poderes fácticos… ¡Nos están engullendo! ¡Dios mío, cómo nos hace falta el mensaje de Shostakóvich!: ¡es universal!”
Tras esperar pacientemente nuestro turno para salir del estacionamiento, dejamos el Kauffman Center. Aunque la vida seguirá, para mí será un tanto diferente a partir de esta tarde de domingo.