Queridos todos, a todos he querido.
Madre dice que hablo mucho porque nací en el mes de abril. “¿Y eso qué tiene que ver?”, le pregunté un día un poco sorprendido. “En ese mes brotan las chicharras”, dijo, “y todo el tiempo, como podrás darte cuenta, hacen un ruido ensordecedor que hasta incomoda, así hablas tú, hasta por los codos”. No me habría acordado de madre ni de todo el tema asociado a las cigarras si no hubiera sido por el auto, que entre las sinuosas curvas donde transitaba y entre las canciones que el autoestéreo hacía sonar, de pronto un ruido empezó a ser constante.
Las curvas avanzaban. Conforme me adentraba hacia la sierra, el sonido era más y más envolvente. Había luna que, faltaba un día, era como luna llena; empezaba a divisarse entre los cerros, colorada. Aún había luz de día, pero el ruido de las cigarras (que no es canto), que en casa les llaman chicharras, pues era notorio.
Enseguida pensé en Pola. Quizá a Pola le encantaría ver esta luna como rojiza, este paisaje de cerros con divisiones de cercas vivas, árboles de cocoite, mulato, bojón, frutales, todo verde. Quizá le habría gustado venir de copiloto disfrutando de la caída de la noche, tomando quizá un café que habríamos comprado kilómetros atrás, o de una cocacola, no lo sé, pero quizá le habría gustado.
No me había percatado, de pronto creí que era algún sonido de las llantas del auto, así que bajé el volumen de la música, abrí la ventana del copiloto y escuché el canto de las cigarras, era eso. Dejé abierto unos minutos, apagué el aire acondicionado. No avanzaba a gran velocidad y los otros autos me rebasaban, sentía la humedad del ambiente, la temperatura tal vez andaba en unos veintiocho grados o más. Escuchaba el aire cruzar el auto, avanzaba, oscurecía. Cerré las ventanas del auto, volví a encender el aire acondicionado y a subir el volumen del estéreo. La música era agradable, la velocidad muy suave.
“After the moment, with you / After the moment, with you”, sonaban los Craft Spells en el equipo de sonido. La oscuridad ya cubría la carretera, la zona de curvas ya había pasado, las cigarras ya sólo se escuchaban a lo lejos y en mi mente rondaba la ilusión de llegar a casa en máximo dos horas, un mezcal después de un baño y antes de dormir o una cerveza, la única que había dejado en el frigo. Tarareaba la canción, el estribillo pegajoso que se repite ocho veces en cada coro. Una curva más y de la nada ocurrió, por casualidad: el sonido de grava suelta en las salpicaderas del auto.
No había señalización alguna, era tarde para la reacción. Ese sonido de piedras sin un ritmo definido que golpean de manera aleatoria como gotas de lluvias sobre las salpicaderas del auto, esas peligrosas piedras que pueden salir disparadas y herir a transeúntes o dejar marcas en la lámina de otros autos o en sus parabrisas.
La canción seguía sonando. La llanta derrapó sobre la grava suelta sobre el asfalto, era una curva a la izquierda, con pendiente. La dirección del auto giró hacia ese lado, presioné el pedal del freno, el auto continuó derrapando, el giro siguió hasta dar con la cuneta del carril opuesto. La velocidad no superaba los sesenta kilómetros por hora, pero la inercia del vehículo, aunado con la pendiente, produjo lo que en ecología podríamos llamar una propiedad emergente, que son aquellas que aparecen por la interacción de dos o más elementos y que justifican la teoría de sistemas que von Bertalanfy resumía en una sencilla frase: el todo es más que la suma de sus partes.
Entonces ocurrió esa otra casualidad: se dio el choque en la cuneta y el giro completo del auto sobre su propio eje en la orilla de la vialidad. El primer y mayor impacto ocurrió en la zona del copiloto. La ventana de ese lado estalló en miles de pedazos que me bañaron completamente de residuos de vidrio. No hubo un impacto frontal considerable, por lo que las bolsas de aire no estallaron.
Después del giro, el auto quedó, si vale la expresión, en pie. El parabrisas completamente estrellado, la puerta trasera derecha intacta. La puerta del piloto, aparentemente intacta, la puerta de atrás, parecía intacta, pero estaba sellada. Todo fue muy breve, solo veía pasto gigante en el parabrisas y residuos de tierra.
“After the moment, with you / After the moment, with you”, la canción de los Craft Spells seguía sonando, llevaba reproduciendo sólo un minuto con seis segundos. Increíble, la vida puede esfumarse en instantes. Una labor de parto natural puede llevar hasta diez horas para dilatación y hasta 45 minutos en la expulsión para ver la luz; bueno, con las operaciones de ahora puede ser en menos tiempo. Pero la vida puede irse en instantes.
Creo que nadie se accidenta por gusto. El auto seguía encendido. Algunas personas por casualidad se habían acercado para saber cómo estaba, todo bien. Desde mi lugar, apenas desabrochándome el cinturón de seguridad, le eché un vistazo al interior del auto. Uno no sabe cuántas cosas lleva en un auto hasta que, literalmente, el auto queda de cabeza: folletos, plástico, papeles, monedas, tarjetas de presentación, ropa, etc.
Antes de apagar el auto, mi primera reacción fue buscar el termo de la esperanza, que es como se ha terminado por llamar el termo que siempre me acompaña a todos lados. Estaba en el piso del auto, a un lado de mi mochila. Fue lo primero que levanté. Las personas que ahí estaban, me ayudaron a recoger más cosas, una señora rezaba, otro señor casi me levanta en volandas pese a mi insistencia de que no tenía golpe considerable o de consideración, una más daba indicaciones de qué hacer o qué seguía por hacer.
Me ayudaron a instalar los fantasmas sobre el pavimento, a revisar los papeles, mis documentos, mi equipo de cómputo de trabajo, mi licencia de conducir, mis lentes, mis gafas azules de sol. No había señal de telefonía celular, así que me sugirieron buscar apoyo con personal de la caseta de cobro más cercana, que estaba a menos de ochocientos metros.
Debía llamar y dar parte a la empresa de seguros, debía avisar a algunas personas para solicitar apoyo de seguimiento del reporte, hubo quien se ofreció a sacar el auto de la cuneta y remolcarlo, hoy creo que debí tomarle la palabra. Pero así funciona todo esto, quizá las clases de manejo deberían incluir un módulo de cómo reaccionar ante accidentes viales.
Probablemente nos deban enseñar qué criterios se usan para determinar los costos ofertados por las grúas; al menos al día de hoy, no me han compartido los criterios de valuación de sus servicios, pues resultan demasiado confusos bajo la premisa de que al fin y al cabo el seguro lo va a pagar.
Hay quien me ha preguntado si tuve miedo porque el accidente hubiese sido peor, pero no, no lo tuve. Creo que llevaba una velocidad baja y con el auto bajo control, pero reitero lo dicho por von Bertalanfy, el todo es más que la suma de sus partes.
Antes de que una enorme grúa remolcara mi auto, tomé fotografías del sitio del accidente y finalmente levanté la vista al cielo. La luna había dejado de tener ese color rojizo, ya era entrada la noche, en esta parte del camino ya no se escuchaba el ruido de las cigarras, quizá ya estaban dormidas.
De mi mochila saqué el cigarro electrónico, inhalé un par de veces. La incertidumbre de contar la anécdota a los amigos y seres cercanos, así como el proceso legal de seguimiento con el seguro, apenas iniciaba. Afortunadamente, por casualidad Pola no venía en el asiento de copiloto.