Me gusta hablar en plural porque me parece que es una buena forma de iniciar una conversación. Hablar en plural abre espacio para discernir, da la bienvenida a la diferencia, abre el camino a la tolerancia, que ya sabemos que en estos días suele ser bastante escasa.
Cuando hablo de maternidades y me cuestiono si se siente arrepentimiento, aceptación o ambivalencia, lo vinculo con las diferentes formas en que cada mujer vive la experiencia de llevar adelante un embarazo y/o criar. Yo tengo una hija pequeña, pero lejos ya de ser una bebé. Eso quiere decir que cada vez es más autónoma, lo cual me devuelve un poco del tiempo perdido —léase amorosamente invertido— y me permite reflexionar y sentarme a escribir acerca de ésta, sin duda alguna, la más intensa experiencia de vida que he tenido.
Recuerdo cuando ella era bebé o tenía uno o dos años y la gente me preguntaba cómo me iba con la maternidad, cómo me sentía. Mi respuesta solía provocar risa o a veces incluso desconcierto: “depende de la hora del día en que me preguntes”, contestaba. Lo decía jugando, sí, pero también era verdad. Si me preguntaban cuando Maya estaba tranquila, habíamos tenido una linda mañana y estábamos caminando en el parque-bosque enfrente del departamento que en ese momento alquilábamos, yo podría responder: “es la mejor experiencia de vida”, o “mi capacidad de amar se ha multiplicado, nunca pensé amar a alguien así, estoy completa y profundamente enamorada de ella”.
Pero si me preguntaban en una de esas tardes cuya mañana inició con berrinches, después de una noche sin dormir, donde se nos hizo tarde para todo, donde hubo que regresar a cambiarle el pañal o buscar un baño corriendo, sin comer o, peor aún, sin haber podido terminar una taza de café, la repuesta podía ser: “no sé que diablos estaba pensando cuando decidí ser madre”, o “es la experiencia más terrible porque la demanda no termina nunca, es decir, literalmente nunca, no hay forma de escaparme de esto… y soy experta en salir huyendo de relaciones, pero de esta no me puedo zafar”.
No solía dar detalles a la gente lejana. Me conformaba con responder eso que a algunas hacía reír o incomodaba. En todo caso no había más preguntas, lo cual es en sí mismo bastante bueno. Una no quiere que le anden escarbando para que salga a la luz que hay momentos en los que simplemente cambiaríamos toda la vida con cualquier otra mujer que fue más sensata y no se embarazó, o decidió interrumpir su(s) embarazo(s) —entonces pienso en eso que imaginaba que sería mi vida con el papá de mi hija antes de embarazarme: ¡guitarras y zapatos!, ¡guitarras y zapatos!, ¡guitarras y zapatos!
Con todo esto en mente me di por fin a la tarea de leer el libro de Orna Donath, Madres arrepentidas. Lo tenía pendiente por muchas razones. Me daba susto encontrarme a mí en medio de esa narrativa. Atentaba demasiado con mi decisión de ser madre. De cualquier forma, mi idea del arrepentimiento por ser madre es directamente proporcional a las condiciones materiales y emocionales que cada mujer experimenta. Sin embargo, de acuerdo con los hallazgos de esta autora, no es así: las condiciones materiales no son el factor determinante para sentirse arrepentida.
Entonces me acordé de otra investigación que una amiga-colega hizo en su tesis de maestría relacionada con el embarazo adolescente en algunas colonias marginadas en el Estado de México.[1] En ese estudio, que además se corresponde con otras investigaciones acerca de este fenómeno en México y América Latina,[2] la maternidad en mujeres jóvenes —15 a 20 años— no siempre es el resultado de la violencia sexual. Es cierto que en muchísimos casos el embarazo adolescente es el resultado directo de la violencia sexual que viven millones de mujeres en el mundo y particularmente en México. Esta es la mirada que las feministas insistimos una y otra vez en visibilizar.
Sin embargo, hay otros casos que se escapan a esa realidad: la de las jóvenes que deciden ser madres porque encuentran en ello el único rol de prestigio que pueden tener. Les son negados todos los demás espacios. Además, muchas mujeres de clases trabajadoras e incluso algunas que además son madres solteras —como lo cita Orna en su libro—, encuentran en la maternidad un objetivo o aliento para seguir adelante con sus vidas. La autora misma hace énfasis en que su estudio no pretende ser representativo, sólo hace una exposición de sus hallazgos.
Así que me tomo la libertad de hipotetizar a partir de mi experiencia en la maternidad, lo que veo y escucho de mis amigas y conocidas cercanas, de la experiencia de mi madre, de mis tías, de mis abuelas: hasta que lleguemos a un estadio en el cual todas, o al menos la mayor parte de las mujeres que deciden ser madres cuenten con las condiciones materiales y emocionales para vivir su maternidad de forma libre y gozosa, aseverar que las condiciones materiales no son un factor determinante en el arrepentimiento, es muy osado. Cuando hablo de condiciones adecuadas me refiero a aspectos que parecerán un lujo, pero que sólo cuando vivimos en carne propia —y a costa de nuestra salud física y mental— entendemos que no es un lujo, sino que esas condiciones deberían ser básicas en cualquier sociedad.
Para criar niñas y niños, las mujeres necesitamos amigas, guarderías y escuelas confiables, hermanas, madres y tías —en las que se pueda confiar, claro está, no voy a hacer aquí apología de la consanguineidad—, comedores, parques seguros, actividades extra escolares que refuercen una educación integral, servicios institucionales de apoyo: trabajo social, psicoterapia, fisioterapia personal de salud.
Seguro dejo cosas en el tintero, pero a bote pronto son sólo algunas de las cosas que se requerirían para que una mujer que se avienta el boleto de ser madre, no pague con su salud, sus huesos, sus dientes, sus nervios, su descanso y su alegría, el hecho de decidir que quiere ser madre y, con ello, que la sociedad misma puede tener continuidad —de nada, humanidad, aquí estamos nosotras, apostando por la continuidad de la especie.
Voy ahora un poco más allá de lo material. Para ser madres en condiciones adecuadas necesitamos además toda una red de contención emocional que es fundamental para sostenernos, sobre todo en los momentos en que nos estamos cayendo, volviendo locas, nos arrepentimos, queremos tirar a las crías por la ventana o, como en mi caso, meterlas a la lavadora para que no escuchemos los llantos.
De acuerdo con Laura Gutman,[3] la maternidad es una experiencia que nos enfrenta con nuestras sombras, es decir, con esas partes negadas de nosotras mismas. Así, el embarazo, el parto y la crianza, nos colocan en un lugar imposible siquiera de sospechar antes de vivir la experiencia. Nuestros miedos más profundos, nuestras resistencias más férreas, las miserias mas inconfesables, se materializan en nuestras hijas e hijos y nos ponen de frente esos aspectos inconscientes y no procesados.
Por otro lado, el obstetra Michel Odent, defensor del parto natural, afirma —basado en evidencia científica publicada en revistas reconocidas y validadas por el mundo académico— que el hecho de arrebatar a las mujeres su sexualidad, sus embarazos, sus partos y su lactancia, tiene un efecto negativo para la humanidad.[4] Aunque esto mismo da para todo un escrito, por ahora sólo traigo a colación la idea de que, para formar un vínculo fuerte entre las mujeres y sus hijas e hijos, es necesario que produzcamos altos niveles de oxitocina. O, dicho de otra forma, la oxitocina —hormona y neurotransmisor— tiene una poderosa influencia en el establecimiento de vínculos entre las personas, en la creación de relaciones amorosas, de confianza, creativas y curiosas, como lo refiere Kerstin Uvnäs-Moberg[5].
Así, pues, hay muchísimos elementos que interfieren con la creación de niveles altos de oxitocina: la falta de orgasmos potentes durante la juventud, la imposición de embarazos no deseados o cursar embarazos llenos de violencia, incertidumbre, carencias o falta de cuidados. A la lista también agregamos la programación de cesáreas no necesarias y el desanimar a las mujeres a que amamanten. Todos estos elementos tienen efectos negativos en el establecimiento de vínculos fuertes entre las madres y sus hijas e hijos y, de acuerdo con Michel Odent, esta realidad es un campo de cultivo para sociedades bélicas, individualistas y explotadoras.[6]
Volviendo al punto inicial, casi ninguna sociedad, y desde luego no la mexicana, ofrece a las mujeres las condiciones materiales y emocionales para siquiera imaginar vivir la maternidad de forma medianamente satisfactoria. Así, lo más lógico sería encontrar que muchas mujeres se arrepienten de ser madres y que muchísimas más nos sentimos ambivalentes.
Las madres nos cansamos y nos hartamos. Algunas tenemos el lujo o privilegio de descansar de vez en cuando, pero muchas otras no, y tienen que hacer de su vida cuadritos. Mientras un estadio más idóneo no ocurra, sería bueno al menos abrir las mentes y la escucha para permitir a las mujeres hablar de su ambivalencia o de su arrepentimiento sin culpa, sin hacernos sentir seres abominables y raros.
Y mientras esos estadios no lleguen, el derecho al aborto debe ser un hilo rector de cualquier sociedad que se tome en serio el enorme trabajo que hacemos las madres para el sostenimiento y continuidad de la humanidad misma.
[1] Barcklow, Emily (2011). El embarazo y la maternidad en adolescentes del Estado de México: Una investigación cualitativa desde la teoría de las representaciones sociales. Editorial Académica Española.
[2] Stern, Claudio (2012). El “problema” del embarazo adolescente: Contribuciones a un debate. El Colegio de México.
[3] Gutman, Lauta (2014). La maternidad y el encuentro con la propia sombra. Planeta. España.
[4] Odent, Michel (2015). Las funciones de los orgamos. Ob Stare, España.
[5] Uvnäs-Moberg, Kerstin (2009). Oxitocina, la hormona de la calma, el amor y la sanación. Obelisco, España.
[6] Odent, Michel (2012). La vida fetal, el nacimiento y el futuro de la humanidad. Ob Stare, España.