A las mujeres se nos pide que nos quedemos quietecitas, que no hagamos ruido, que cerremos las piernas cuando nos sentamos para que no se nos vean los calzones cuando somos niñas y que las cerremos para no embarazarnos cuando somos jóvenes. También se nos pide que no hablemos fuerte, ni mucho, ni muy rápido. Se nos pide que pensemos antes de hablar, que lo que hablemos sea hilado, que tenga sentido, coherencia, que sea lógico, sensato. Algunas se tragan el cuento completo, otras nos lo tragamos un poco y muy pocas no se lo tragan para nada.
A pesar de que en los tiempos que corren es obvio que esos cuentos los hemos identificado, cuestionado y los vamos tirando a pedradas, hay aún aspectos que persisten de esa narrativa de control que hemos interiorizado hasta hacerlo nuestros; nos pasan desapercibidos, aunque ello contradiga lo más básico de nuestro instinto.
Las ideas que nutren este escrito tienen en mi cabeza semanas, meses tal vez, pero limitaba su escritura buscando fuentes, estudios, ciencia; otros argumentos que soportaran, dieran coherencia o sensatez a lo que quiero decir. Buscaba, pues, teorías que justificaran mis ideas —que, dicho sea de paso, no son sólo mías, sino que, como todo el pensamiento, son producto de lo colectivo—; es decir, las ideas de este escrito son resultado de las sabrosamente interminables horas de debate y reflexión con mis amigas, de escucha con mis pacientes, de horas de desvelo en las que le doy vuelta una y otra vez a las cosas que me inquietan.
Cada vez que escribo busco un bagaje teórico que justifique mi pensamiento. Deformación profesional, sí, pero también miedo a mostrar mis ideas más profundas, una necesidad de validarme con ideas externas porque aun no he alcanzado el poder y confianza necesaria para plantear mis ideas sin muletas[1]. Así que esta vez he decido —tal vez sólo esta vez, pues la inseguridad es escurridiza como los relojes de Dalí— romper esa tradición de validación externa, ese pacto con mi racionalidad, esa parte “típicamente” masculina dentro de mí, para dar voz a una parte más intuitiva, desorganizada, caótica y atemporal.
Así, pues, a hombres y mujeres en múltiples espacios de las esferas personal y públicas se nos exige ecuanimidad, serenidad, madurez. Actuar a partir de la razón, de la lógica, de la sensatez. Así que se reprueban comportamientos irracionales, que provengan del instinto, de la intuición, de la emocionalidad.
El caso es que, cuando las mujeres nos salimos de ese patrón o exigencia, se suele culpar a nuestros cuerpos. Tan pronto entramos a la adolescencia se nos tilda de hormonales, se dice que nuestras menstruaciones son las responsables de esos cambios de ánimo que nos convierten en seres poco confiables. Cuando dejamos de ser jóvenes y empezamos la menopausia el cantar es otro… ahí somos tildadas también de histéricas, exageradas. Por siglos, en la mayor parte de las sociedades, se consideraba que las mujeres no podríamos tomar decisiones, no se confiaba en nuestra capacidad de votar sabiamente, estudiar, dirigir empresas o países.
Una paciente me dijo hace poco: “parece que, o soy mucho o soy muy poco: soy poco guapa, soy poco inteligente, soy poco interesante o bien soy mucho, muy emocional, muy intensa, me enamoro muy rápido, espero mucho de una relación”. Este comentario me dejó estupefacta porque justo de esto venía hablando y discutiendo con mis amigas y con mi terapeuta —tengo la fortuna de estar en terapia con una amorosa y sabia mujer cuya edad calculo en más de 70 años.
Parece que, o soy mucho o soy muy poco: soy poco guapa, soy poco inteligente, soy poco interesante o bien soy mucho, muy emocional, muy intensa, me enamoro muy rápido, espero mucho de una relación.
La validación de lo sensorial y lo emocional considerado como ‘típicamente femenino” se nos escapa incluso dentro de los discursos feministas. Aprendemos a desconfiar de nosotras mismas, nos exigimos suprimir lo intuitivo y nos imponemos la cognición como única fuente de validación de nuestra experiencia. Desde esa perspectiva somos mucho o somos muy poco, en todo caso somos insuficientes. Seres a medias, humanas en proceso o seres en construcción para alcanzar algo: un estadio de lógica y ecuanimidad.
Sí, las mujeres hemos ido ganado espacios en la arena pública; pero aún se nos escapan aspectos en el terreno de lo privado, el mundo de lo sensible, lo sensual, lo sutil (me encantan las palabras con “s”). Aún se nos escurren como agua entre los dedos aspectos como lo corporal, la sexualidad, los vínculos. Intentamos analizarlos racionalmente, pero poco nos quedamos sintiendo lo que hay ahí, corporalmente, en el presente. Ignoramos las necesidades que emergen cuando nos detenemos a escuchar lo que sentimos-percibimos con el cuerpo. Así que aprendemos a ignorar nuestros instintos, nuestras intuiciones, nos extraviamos buscando ideas que den “sentido” a lo que estamos experimentando. ¡Pero que es que tantas veces lo que sentimos no tiene sentido!
La pandemia con su encierro o hacinamiento ha exacerbado un montón de problemáticas. El impacto que ha tenido en la salud, tanto física como emocional, aún estamos por verla en los siguientes años, aunque vamos ya adivinando algunos aspectos. Si a los efectos de la pandemia le ponemos los lentes violeta, y analizamos el impacto específico en la vida y salud de las mujeres, podemos ver cómo la emocionalidad negada se mezcla con la (auto)exigencia de perfección y nos desborda. La exigencia de hacerlo bien como madres, trabajadoras, hijas, amigas, compañeras, amas de casa y además darnos tiempo para nosotras. Todo esto de forma amorosa, complaciente, empática, disponibles para otros, para otras. Y, por si fuera poco, manteniéndonos ecuánimes, sensatas, racionales, lógicas…
¿Alguien más siente un grito a punto de estallar mientras lee esto? Me hago cargo de que estoy hablando desde mí y por mí, pero también recojo acá la voz de muchas amigas que también son madres y que nos hemos presionado más allá del límite, más de lo habitual, que ya es muchísimo, para ser una mamá que procure que no haya tantas pantallas en casa, comida sana, ejercicio para nosotras, buen humor. Le sumamos el estar pendientes de todo lo emocional que ocurre en casa, que suele pasar desapercibido o ignorado por los hombres, porque ellos “sí son racionales”.
Pensando en esto me viene a la mente una novela de Gioconda Belli, que de refilón hace referencia a la menopausia, viéndola como una segunda oportunidad que tenemos las mujeres —capaz que la primera, de hecho— de mandar al demonio las expectativas externas. Total, las hormonas nos dominan… Así que podemos por fin tomar ventaja y revertir esto que ha sido un motivo de exclusión y discriminación para poder hacer lo que nos da la gana, por y para nosotras.
Me pongo a pensar en si esto es una oda a lo visceral y me doy cuenta de que no. Rechazo la lógica cognitiva-racional-positivista-sensata-coherente-lineal-racional como única fuente de validación de nuestras experiencias. Me parece que es necesario —y a estas alturas del mundo, urgente— integrar lo emocional-sensorio-sensual-empático-amoroso. Ambas posturas nos permitirían ser seres más completos, más coherentes.
Releyendo me pregunto también si parece esto una declaración de guerra a los hombres y lo masculino y mi esperanza es que no. Es en todo caso una invitación genuina —y diría que hasta esperanzada— a bailar juntos, bajo otra lógica, con otros términos: integrando, tendiendo puentes entre nuestra emocionalidad y nuestra racionalidad inter e intrapersonal; conectando, pues, en un mundo tan fragmentado. Porque mi consigna sigue siendo integrar las polaridades. Mientras tanto, intento integrar las propias, lanzando un escrito sin citas o referencias académicas o científicas, sino validándome y validando el sentir y experiencia de otras mujeres.
[1] Como dice una de mis amigas con doctorado y gran trayectoria profesional: “Quiero la confianza de un hombre blanco mediocre”.