Sucedió a la mitad de un Sábado de Gloria: Germán y su hermano Vicente regresaban a su casa después de haber nadado en la Poza del recreo toda la mañana. Vicente, con la sandía en el hombro izquierdo, que hurtaron en uno de los huertos que se divisan desde el Camino real, va adelante. Recién bañados, echándose de vez en cuando una mirada cómplice, avanzan mientras el sol les exprime un sudor abundante y cristalino. Al llegar al lugar escogido previamente, dejaron el camino para meterse en la sombra generosa que ofrecen dos enormes parotas.
Se acomodaron junto al pie de uno de los dos gigantes vegetales. Vicente da la sandía a su hermano mayor, quien poniendo las rodillas en el suelo, baja ligeramente el hombro izquierdo para resbalarse la correa de la vaina ornamentada que guarda el machete largo, esbelto, con bellos adornos en ambos lados, que a su vez enmarcan el siguiente pensamiento: “Tengo tan buena suerte que me ama hasta la muerte”. Y como cacha tiene una cabeza de águila labrada en cuerno.
Germán sacó este portento de machete y de un solo golpe tronchó la sandía en dos partes iguales. Las mitades se separaron para mostrar cada una su cara roja y pecosa. Sin quitar los ojos de los jugosos círculos colorados, Germán pregunta, engolosinado, si partía otra vez las mitades pero no recibió contestación. Extrañado hace la misma pregunta, ahora levantando la mirada hacia su hermano. Le encontró el rostro totalmente desteñido y los ojos a punto de dispararse al aire. Súbita y arbitrariamente, Germán se imagina una víbora de ojos penetrantes y danzarina lengua bifurcada, liada perezosamente a lo largo de una de las ramas de las parotas, amenazando de muerte con su repugnante presencia.
La simple y relampagueante imaginación le bastó a Germán para horrorizarse; mientras tanto, Vicente trataba de decir algo muy distinto a lo que su hermano se estaba figurando, pero sus maxilares, rígidamente ensamblados entre sí, no se lo permitían. Por fin, sus mandíbulas ceden un poco, aunque tan forzadamente, que del fondo de la garganta le brotó una voz extraña, tan inarticulada y primitiva, que bien hubiera podido ser la de un perro que casi consiguen estrangular. Por fin, Germán acierta con la mirada en el punto que casi arranca los ojos a su hermano.
De inmediato, un gusanillo helado empieza a recorrerle la médula espinal de la nuca al cóccix: de dos gruesas ramas que se cruzan, como péndulos movidos por un pertinaz vientecillo, cuelgan girando, lenta y sincronizadamente, dos cadáveres corpulentos, recién hechos, aún parecían vivos, con los ojos ramificados y tenebrosamente saltones. De la boca les cuelga una lengua descomunalmente alargada, engastada en unos dientes sucios, mostrando lo largo y ancho bajo los resecos labios remangados. De las plantas de los pies penden, amelcochadas, estalactitas de sangre en mezcolanza con la menuda tierra del Camino real.
Las parotas lucen orgullosas, tal vez por haber prestado, cada una, el brazo más robusto para perpetuar el final del espectáculo macabro. Parece haber en todo esto una confabulación de coincidencias; las dos enormes Parotas, de corrugada piel y resumante follaje, nacieron y crecieron juntas. Además, desde muy jóvenes, alargó cada quien su primer brazo, y se desarrollaron, como agarradas de la mano. Diez años después, estos brazos cruzados sirvieron para colgar a dos mortales, fecundados al mismo tiempo, en la misma matriz, y también crecieron sin separarse uno del otro.
Las parotas lucen orgullosas, tal vez por haber prestado, cada una, el brazo más robusto para perpetuar el final del espectáculo macabro.
Germán corrió hacia su hermano que permanecía paralizado. Aterrorizado lo abrazó y apretó con todas las fuerzas acumuladas en sus trece años de vida. Empezaron a sacar valor del mismo llanto. Acurrucándose entre sí, se dirigieron al Camino real, sin atreverse a volver la cara una sola vez. A pesar del pánico que les reventaba la cabeza, y el deseo de tener toda la rapidez del mundo para huir, sus pasos eran lentos y precavidos. No se atrevían a correr, pues, con sólo pensarlo, descolgaban con la imaginación a los muertos para ponerlos tras de sí, a una velocidad sobrenatural. Por el momento, los dos pedazos de sandía quedaron como únicos testigos de la infame representación.
En la misma tarde del Sábado de Gloria, en todos los pueblos aledaños se comentaba lo ocurrido en las parotas. Muchos acudieron al lugar y horrorizados regresaron a sus casas. Otros permanecieron hasta saciar su necia morbosidad. En la mente de todos empezó a ir y venir la figura apocalíptica del autor de la obra: el Garrobo.
Nadie pensó en descolgar los cadáveres para darles cristiana sepultura. ¿Para qué? Todo el mundo sabía que los Gemelos tenían pacto con el diablo. Por eso eran tan desalmados y habían escapado tantas veces de una muerte segura. Empeñaron su alma al demonio desde que mataron al pistolero aquel en el atrio de la iglesia: eran los comentarios que salían del murmullo de la gente que se santiguaba bajo el efecto producido por los Gemelos guindados.
Efectivamente, un domingo, a las diez de la mañana, la gente que salía de misa y bajaba las escaleras del atrio, se sacudió al ver cómo acribillaban a un hombre de sombrero de petate, cotón y calzón largo de manta sucia. Iba entre la gente bajando las gradas. A los impactos empezó a rodar, escalón por escalón, hasta llegar a lo plano de la calle. Aquí, el hombre intentó meter la mano derecha al morral que aún le colgaba del hombro, pero uno de los dos mozalbetes, a toda prisa, usando la pistola a manera de varita mágica, tocó la cara del agonizante y le soltó el tiro de gracia. Nadie tuvo tiempo de hacer otra cosa más que atestiguar el asesinato.
Los Gemelos huyeron con su primera muerte a cuestas. Una hora después llegó la autoridad a recoger el cadáver, abriéndose paso entre los mirones.
En el zurrón del difunto encontraron una pistola 45, una pequeña hoja de papel cortada a jalones con un nombre, envolviendo una fotografía. Ambas cosas pertenecían a conocida persona del pueblo, que como todos los domingos, también bajaba las escaleras del atrio entre los demás feligreses. El matón no alcanzó a cumplir el compromiso contraído al recibir los diez mil pesos, envueltos en un paliacate rojo, que aún traía dentro del morral de cuero.
Los Gemelos nada sabían de las intenciones del sicario disfrazado de campesino indígena. Empezaron a urdir su muerte semanas antes, después que golpeó brutalmente a uno de los dos hermanos, por el solo hecho de haberlo sorprendido con un rifle, escondido en un mogote, a orillas del camino, espiando quién sabe a quién.
El caso es que con esta muerte, cuando apenas se acercaban a los dieciséis años, los Gemelos se desperdiciaron. De aquí todo fue robar y matar. Desde entonces se sintieron libres como la hoja del árbol que sí puede moverse fuera de la voluntad divina. Por eso actuaban siempre por su propia cuenta. Siguieron creyendo en un dios, pero no para involucrarlo en sus fechorías. Dejaron de preocuparse por el lugar a donde irían después de muertos. Sí pensaban pagar todo el dolor humano causado día a día, pero también estaban convencidos de que para saldar su deuda, por muy grande que fuera, sólo disponían de una vida y nada más. El sufrimientos previo a su muerte, de antemano lo aceptaban como premio de su verdugo, si tuviera la suerte de atraparlos vivos, tal como lo deseaba el Garrobo, quien se convirtió en su sombra desde la muerte del pistolero de las escaleras del atrio.
Al Garrobo lo conocieron los Gemelos cuando tenían diez años de edad, aquella fatídica noche cuando, vomitado por la oscuridad, entró con sus soldados a la casa a sacar a culatazos al papá, acusado de haber matado a don Aquiles Añorve. El papá de los Gemelos fue llevado hasta su milpa, y obligado allí mismo a cavar su propia tumba. Como quedó enterrado a medias, en la siguiente madrugada fue encontrado por su perro, y como si quisiera despertarlo, le daba vueltas y más vueltas, luego se sentaba en sus dos patas traseras para lanzar al aire aullidos de profundo dolor. Con estos llamados y el amanecer llegó la gente, y la noticia inició su recorrido por las calles de Cacahuatepec y otros pueblos de la Costa Chica.
Rubén Salazar, el papá de los Gemelos, era un hombre muy querido y respetado; además de hacer las mejores milpas del ejido, fue siempre solidario en los problemas de los demás campesinos. Don Aquiles Añorve lo odiaba desde que dirigió la invasión de uno de sus minifundios. Los campesinos beneficiados llegaron a verlo como “el pequeño Emiliano Zapata”. Después de su ejecución, todo se aclaró: Rubén Salazar nada tuvo que ver con la muerte de don Aquiles. El verdadero culpable resultó ser un viejo vaquero despedido, abofeteado y vejado por su patrón frente a los demás trabajadores.
Rubén Salazar, el papá de los Gemelos, era un hombre muy querido y respetado; además de hacer las mejores milpas del ejido, fue siempre solidario en los problemas de los demás campesinos.
A los dos años de la muerte de Rubén Salazar, murió su viuda. Los Gemelos quedaron en la total orfandad, al amparo de algunos amigos del padre. Sobrevivieron como la vida les dio a entender. Crecieron con la obcecación, que desde los diez años se les metió en la cabeza para envenenarles el alma: vengar la muerte del padre. Eso lo sabía el Garrobo, por eso la persecución fue recíproca, desigual y alimentada por un odio implacable, mortal.
El río de Cacahuatepec es todo un adorno cercano al pueblo. El agua es siempre nítida, fresca y confortable. La famosa Poza del recreo es una alberca que cuelga de una cascada escandalosa, preparada por la naturaleza para deleite de los niños. No hay día que la catarata no imponga la monotonía de su rugido despótico sobre las risas y gritos infantiles.
Cuando eran pequeños, los Gemelos también participaban en el bullicio diario, pero para ellos todo terminó al convertirse en perseguidos.
Sin embargo, su alejamiento no fue definitivo —no es tan fácil echar al olvido encantos de la niñez—; de vez en cuando se metían a nadar, principalmente en las noches de luna llena. El escenario que presentaban era siempre sombrío, recluido. El crónico estruendo del salto del agua se ilustraba con sus dos siluetas clandestinas, deformadas con las ondulaciones en la superficie del agua. La cascada los sometió a su estridencia para luego traicionarlos: ninguna otra cosa percibieron antes del disparo que les avisó que la poza estaba rodeada de soldados.
El Garrobo, en el lugar más visible, estaba adueñado de las armas, las ropas y demás pertenencias resguardadas por la sombra del árbol más cercano. El círculo se les fue estrechando hasta caer bajo una lluvia de golpes y agravios. Fueron llevados y amarrados cada quien a un árbol. Así, junto a tres soldados de guardia, y sintiendo el rumor de la cascada como su propia dificultad para respirar, esperaron el siguiente amanecer.
El Garrobo regresó cuando el sol se asomaba por encima de los cerros de enfrente. Con toda la pachorra que sólo el sadismo es capaz de dictar, con sendas reatas los enlazó del cuello, los ató de la cabeza de la silla y se echó a jalarlos por el Camino real.
Tres kilómetros antes de llegar a las parotas, el sargento ordenó alto a sus soldados. Bajó del caballo y sin soltar las reatas de los uncidos, se les acercó escupiéndoles las más excrementadas palabras. Ellos, en silencio, con la mirada tensa y prostituida por el odio, le daban a saber que no se quedaban con nada, le devolvían la inmundicia de sus obscenidades y le embadurnaban la cara con lo que tenían de más.
El comandante pidió a un subalterno el máuser, y de un culatazo derribó a uno de los hermanos. El otro intentó contestar con una patada, pero por tener las muñecas fuertemente amarradas hacia atrás, no pudo dar con el blanco, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Allí fue golpeado hasta quedar aparentemente sin vida. Dos soldados le ataron los tobillos y se le echaron encima. Uno le montó sobre la espalda, le puso el máuser en la nuca y le oprimió triunfalmente la cara contra el suelo. Otro soldado se le encaramó en las corvas, le flexionó las rodillas para inmovilizarle completamente los pies, así mostró ambas plantas al cielo, como si quisiera capear algo con ellas. Todo estuvo listo para el inicio de la operación.
El Garrobo, en esto, tenía una larga experiencia: con una cachaza aplastante, como dando tiempo para que los Gemelos volvieran en sí, desenfundó lentamente su filoso y fino cuchillo de acero y emprendió el desollamiento de la planta de los pies del primero. La escena se repitió con el otro hermano, que aunque despertó en pleno trance, en nada entorpeció la labor del sargento.
Terminado el rito, reemprendieron la marcha. El Garrobo montado en su caballo, jalaba inmutable a la mancuerna de mártires de la venganza.
Todos los que descendían a las manos de el Garrobo, le lloraban arrodillados para que los perdonara o los matara de una vez. La degradación de sus víctimas era el más deseado testimonio de triunfo del sargento, pero los Gemelos lo miraron demostrándole siempre catadura de vencedores, sencillamente porque en el Garrobo veían al mismo verdugo que, diez años antes, había sacrificado al mejor de los hombres: Rubén Salazar, su padre.
Al sargento le fue imposible sostenerles una sola vez la mirada, impotencia disimulada, las más de las veces, con un metálico golpe a la cara. Hacerse temer era el único y vital fin que perseguía el militar, su gozo era proporcional a la fama de sus prisioneros. Él no combatía al crimen, pues nunca se consideró un mercenario de la justicia, más bien daba vuelo a sus impulsos con el visto bueno de la ley del vencedor sin distingos. “Si en el mundo no hubiera cabrones, para mí la vida sería una pendejada, porque yo saldría sobrando”, mascullaba cada vez que el aguardiente le calcinaba el cerebro.
A los quince días de aquel Sábado de Gloria, solamente se mecían las dos sogas, recordando con sus gazas el grosor de los cuellos de los Gemelos. La soberbia que al principio mostraban las parotas, se tornó en ignominiosa humillación. Tras los cadáveres llegaron los zopilotes a vapulear con sus patas y sus nauseabundas alas toda la fronda. La belleza y frescura de los gigantes vegetales también murieron. La hierba y los arbustos cercanos corrieron la misma suerte. El tramo del Camino real dejó de ser transitado, porque nadie volvió a pasar frente a las parotas.
A los quince días de aquel Sábado de Gloria, solamente se mecían las dos sogas, recordando con sus gazas el grosor de los cuellos de los Gemelos. La soberbia que al principio mostraban las parotas, se tornó en ignominiosa humillación.
Lo sucedido aquel aciago Sábado de Gloria también marcó el principio del fin de la vida de Germán y Vicente, aquellos niños de la sandía, que sólo por querer saborearla se encontraron con la fatalidad que no pudo impedir la curandera con sus oraciones fervorosas y rociadas de agua bendita en todo el cuerpo; los dos niños se fueron extinguiendo poco a poco. Algunos del pueblo dijeron que murieron de espanto, otros que fue la tiricia la que los mató. Sea lo que haya sido, todos concuerdan que la verdadera causa de la muerte de Germán y Vicente fue el Garrobo y los Gemelos.