Con el afecto costachiquense que nos une, para el Lic. Joel Zapata Montalván
“Se fue Jerónimo García”, dijo la abuela mientras seguía cosiendo a mano una camisa blanca, sentada en una silla de asiento de palma tejida, plantada en el corredor, a un lado de la puerta de la casa. La frase le salió como una lenta espiración. Todo en ella era lento. Su mano derecha ascendía y descendía, dejando en cada viaje una puntada más en la tela. Su parpadeo era también calmoso y en apariencia inútil, pues sus ojos permanecían, de todos modos, con la córnea manchada y opaca. Las mejillas se le escaparon con la caída de las últimas muelas. Pero todo esto ya en nada le preocupaba. Sólo le quedaba algo que, probablemente, era ajeno a su voluntad: el don de mando. En su autoridad concentraba toda su energía, por eso su descendencia la veía como una mujer tan antigua, que de tanto envejecer se convirtió en una diosa.
El que llegó con la noticia de la muerte del tío Jerónimo comía en la cocina a toda prisa, tal vez por el hambre o porque le urgía regresar cuanto antes. “Y pensar que para allá vamos todos”, concluyó la abuela, guardando el comentario entre sus labios.
Yo no alcanzaba a comprender de lo que se trataba, simplemente vi llegar a un hombre que nunca había visto —“otra cara nueva”, pensé, “¿de dónde sacará Dios tantos moldes para hacer montones de caras diferentes?”. Primero mi abuela lo recibió con gusto; después de escucharlo se llevó las dos manos extendidas al rostro. Enseguida le ofreció de comer. Yo todo lo oía a medias, pues no tenía permitido poner la oreja para oír la plática de los adultos. Por fin, el mensajero terminó de comer y se despidió.
Poco después llegó mi madre. A unas cuantas palabras de mi abuela se puso a llorar. El que jugaba conmigo a las canicas en el patio, se fue al ver que a mi casa algo malo había llegado. Yo fui con mi madre a preguntarle por qué lloraba. Ella me contestó: “murió el tío Jerónimo de muerte repentina”. Me dio mucho miedo. Pregunté a mi madre si todos tenemos que morir. Me respondió que sí, pero no debemos pensar en eso, porque es cosa que a Dios le toca decidir cuándo y cómo. Yo también empecé a llorar, no por la muerte del tío Jerónimo, sino porque yo también me iba a morir cualquier día.
El que jugaba conmigo a las canicas en el patio, se fue al ver que a mi casa algo malo había llegado.
Luego llegó mi padre. El sol ya alumbraba desde la espalda del cerro que todas las tardes parecía estar tumbado de costado. Mi abuela lo recibió con la noticia. Él se puso serio y pensativo. No desensilló el caballo como siempre acostumbraba. Tampoco quiso comer. Entraron los tres a la casa y permanecieron un buen rato. Por fin salió mi padre probando su linterna de pilas, que lanzaba una luz empalidecida por los moribundos rayos del sol. Me senté en el pretil que separaba el corredor del patio. La noche llega aprovechando casi todo el calor de la tarde. Miré el cielo y encontré, revoloteando alocadamente, un buen número de murciélagos. De repente dejé de verlos con los ojos, y con la pura imaginación los percibí como peces nadando en un mar invertido y sin fondo.
Pregunté a mi padre si podía acompañarlo. Me contestó que no. Mi abuela intervino, alegando que a mis diez años ya era compañía. Además —dijo—, ya iba para hombre. Mi padre, entre contrariado y triste, se puso a ensillar al Peoresnada, que siempre estaba en casa, esperando que lo ocuparan en lo que sirviera.
El Peoresnada era un viejo caballo rosillo, diferente a los otros; además de largo y alto, era flaco y muy fuerte. Jamás tomaba en serio las prisas de quien lo montara. Casi nunca corría. Cuando alguien le imponía más castigo del soportable, cambiaba su lento paso por un trote tan grotesco que, a los cuantos brincos, el jinete tenía que jalarle las riendas para detenerlo y así protegerse el cóccix.
Salimos a las siete de la noche. Mi padre, solo, no se llevaría más de una hora de camino, pero al paso de mi palafrén, tal vez fueron dos horas o más.
Las últimas casas de Cacahuatepec, ya en plena oscuridad, se fueron tornando en siluetas tristes; mostraban su existencia apenas por anémicas llamitas, alimentadas por el petróleo que llenaba el vientre de los candiles. El ladrido de los perros se oía como una lejana despedida. Los cascos de los caballos resonaban más y más en la apretada tierra del camino.
Las últimas casas de Cacahuatepec, ya en plena oscuridad, se fueron tornando en siluetas tristes; mostraban su existencia apenas por anémicas llamitas, alimentadas por el petróleo que llenaba el vientre de los candiles.
De pronto, mi padre se detuvo. Yo hice lo mismo. Me dijo que estábamos frente a la cruz guardiana del pueblo: “Ella despide a los que se van y recibe a los que llegan”. Es una cruz de caoba, de tres metros de altura, clavada en un rústico pedestal de cemento; se persignó él y yo también, para que nuestro viaje fuera bendecido.
Reemprendimos la marcha. Enseguida empezamos a descender para hundirnos en el Sanandillo, un túnel formado por árboles gigantescos, que por el día desvanecen la luz del sol, y por la noche devoran toda señal de presencias. A poco de entrar me quedé inerme, flotando en mi propio miedo, sosteniéndome solamente por el ruido de las patas de los caballos. Mi padre inició un ardoroso cuchicheo, tal vez para regresar la realidad que se nos había escapado. Posiblemente, también para repeler embestidas enviadas desde el misterio, pronunciaba, con todas sus fuerzas, fervorosas oraciones. Después de un siglo de espasmo mental, mi existencia recobró su antiguo sentido común. Nada del otro mundo: un simple y espeso manchón de árboles, con un camino pasándole por debajo.
A poco de entrar me quedé inerme, flotando en mi propio miedo, sosteniéndome solamente por el ruido de las patas de los caballos. Mi padre inició un ardoroso cuchicheo, tal vez para regresar la realidad que se nos había escapado.
Al salir a la intemperie, nos encontramos con la luz delgadita de una luna tímida, decrépita y fatigada, asomándose por los cerros, sin un pedazo perdido quién sabe dónde. Los pasos de los caballos empezaron a suavizarse con la humedad del suelo, hasta llegar al chapoteo en un arroyo. Los animales colgaron la cabeza para beber agua con desesperación hasta hartarse. El camino nos jaló por la falda de un cerro que parecía estar a la expectativa. La tristeza de la luna mutilada me hizo pensar en la muerte, y en el muerto que nos esperaba tendido boca arriba en Huajintepec.
Yo conocí al tío Jerónimo García. Lo vi una sola vez. Se me quedó su imagen de hombre largo y flaco, de músculos pronunciados y secos que le endurecían hasta el rostro.
A quien conocí muy bien fue a su hermano Amaranto: hombre de modales bien pensados y teatral hasta en su forma de caminar. Cuando hablaba o reía no respetaba paredes. Sus manos siempre danzaban al son de sus palabras y carcajadas. Vivió una temporada en casa de mi abuela. Llegó de repente. Pronto empezó a recibir visitas misteriosas, principalmente de mujeres que se encerraban con él. A veces hacía yo que me escondía en mis juegos, pero más bien usaba mi disimulo para medir el tiempo que tardaba cada mujer en salir de su cuarto. Sin embargo, nada ganaba con exprimir y exprimir mi imaginación.
Un sábado por la mañana, aprovechando que el tío Amaranto se quedó solo en la casa, le busqué la espalda para meterme a su cuarto, clavarme bajo su cama, y de barriga quedarme quieto en el rincón. Para mi suerte no tardó mucho la visita del día: una mujer cuarentona de nariz larga y curva, de cejas lacias sobre unos ojos listos siempre para lanzar guijarros en vez de miradas. No me hizo falta verla para reconocerla, su voz bastó para recordarla.
No me hizo falta verla para reconocerla, su voz bastó para recordarla.
Desde mi escondite vi entrar sus piernas desnudas y secas; seguidos por los pies semicubiertos por los anchos pantalones del tío Amaranto, quien se dio la vuelta para cerrar la puerta, asegurándola con la pesada tranca que tenía siempre a un lado recargada en la pared. Mi tío se sentó en la cama, y la señora en la silla frente a él.
—¿Cómo quieres cobrar la cuenta?
—Quiero que pague todo —contestó ella inmediatamente.
—¡Todo qué! ¿Todo lo que ha hecho en su vida o todo lo que quieres cobrarle tú? —rompió mi tío la ambigüedad de la mujer.
—Todo el daño que me ha hecho. Toda la burla. ¡Todo! Que no le quede una sola gota de orgullo. Quiero que sufra hasta sentir que su perra vida le estorba.
Llegó un silencio pesado. Mi tío se paró de la cama y se puso a medir el cuarto, lentamente, con pasos largos, cargados de seguridad, con las manos enlazadas entre sí sobre las caderas. Así se paseaba cuando meditaba; arrullaba el silencio para luego romperlo con palabras sorprendentes. Así enseñaba, así dominaba, así daba a entender que su sabiduría provenía de los más ocultos misterios, secretos inaccesibles para la gente común y corriente.
Así se paseaba cuando meditaba; arrullaba el silencio para luego romperlo con palabras sorprendentes. Así enseñaba, así dominaba, así daba a entender que su sabiduría provenía de los más ocultos misterios, secretos inaccesibles para la gente común y corriente.
—Las deudas de dinero las liquidas cuando das el último peso; pero las deudas morales, el que las cobra nunca se da por bien pagado. Este es tu caso —dijo mi tío Amaranto, cantando las palabras, algo así como traído de la más clarividente reflexión.
—El mató a mi marido y a mi hijo, que era un niño —replicó ella.
—Tu marido también mató a un hombre —dijo mi tío, sentándose en la cama.
—Sí, pero mi marido mató peleando, con coraje, no por dinero como este chacal que lo espió, lo espió hasta agarrarlo dormido. Y luego, por miedo a la venganza, también mató a mi hijo.
Mi tío se levantó otra vez de la cama, y con sus pasos, trajo un nuevo silencio. Sorpresivamente, oí mi nombre en voz de la abuela. Me angustié porque cuando ella llamaba había que acudir, pero ahora tenía que estar desesperadamente quieto. Mi nombre seguía llegándome desde la cocina con más urgencia, pues para la abuela, mi ausencia no tenía ninguna justificación. Mi tío Amaranto suspendió la conversación, abrió la puerta y desde aquí, avisó a mi abuela que yo no estaba porque me había mandado a comprar un litro de vinagre.
“Maldito brujo” —pensé—, “¿cómo es posible que me mandó a comprar vinagre si yo estoy aquí, escondido debajo de su cama? ¿Cómo pudo mandarme sin yo darme cuenta? ¿O mintió para evitar el castigo por lo que estoy haciendo? Pero… ¿cómo sabe que estoy aquí? Este hombre es el mismo demonio; adivina, lo sabe todo. Mejor ya no sigo pensando porque, de seguro, me está oyendo pensar. Sí, está escuchando mis pensamientos. Por eso no habla, está callado para oír y verme cómo estoy encogido, aquí, debajo de su cama…” Por fin, el tío Amaranto retoma la conversación:
—Tu marido no fue asesinado por dinero sino por venganza. El hombre que tu marido mató era hermano de crianza de Nino Camarillo, ni más ni menos del matón más temido de este rumbo. Él mismo presume de tener la mejor puntería porque es de puro Buena Vista. Por eso, desde aquella riña que tu marido ganó, todos lo dieron por sentenciado a muerte, pues a Nino Camarillo no se le escapa nadie. Este hombre ya no mata por maldad, sino porque sólo obedece a su condición, como la víbora. El pobre no sabe quién le cobrará ni cómo pagará todas las que debe.
Mi tío sigue yendo y viniendo en el cuarto. Por el movimiento de sus pies, veo que se acerca y se retira de la señora sentada en la silla. Él sigue meditando a boca cerrada, sólo se oye su voz ahogada, en murmullo, que no deja salir al aire. Mientras, yo sigo temblando bajo la cama.
—Como tú sabrás, uno no puede hacer todo lo que quiere. Sólo hacemos lo que nos permite el Todopoderoso. ¿Te imaginas cómo andaría el mundo si cada quien pudiera hacer lo que se le ocurriera? Tal vez ya ni mundo tendríamos.
Hace otro silencio. Después sigue:
—Para que uno sepa lo que puede hacer, se vale de señales. Este es el secreto. Para nuestro caso, la señal que busco es la siguiente: ¿ves este huevo? A pesar de su dureza y su tamaño, en dos días lo tengo que meter en esta botella. Si entra entero, sano y salvo, querrá decir que tenemos el camino abierto. Pero si al meterlo se rompe, tendrás que resignarte, porque nada podemos hacer: el de allá arriba ya decidió lo que hará con Nino Camarillo. Entonces vente pasado mañana, entrando la noche, a esa hora ya sabré qué hacer.
La señora salió dócilmente. El tío Amaranto volvió a cerrar la puerta. Con toda tranquilidad se sentó en la cama, aplastándome con su silencio. Por fin su voz me llega como de ultratumba:
—Ve y dile a doña Lucía que me mande un litro de vinagre.
Habló como si estuviera mirándome. Permanecí quieto, muerto de miedo.
Salí inmediatamente, sin atreverme a levantar la mirada.
—Haz lo que te dije. Yo me encargo de que la abuela no te vea salir.
Regresé con el vinagre. Me dijo que me quedara. Vi cómo vació medio litro de vinagre en una bandejita y metió ahí el huevo que tenía en sus manos.
—Desde hoy hasta pasado mañana, tienes que estar conmigo para que tú también veas lo que va a pasar con el huevo —me dijo entre cariñoso y autoritario.
En el segundo día por la mañana, sacó el huevo del vinagre. No se veía tan blanco como dos días antes. Además, noté algo raro cuando lo tuvo en sus manos: lucía blanco, como de hule. Lo fue aplastando con mucho cuidado. Puso el extremo delgado del huevo en la boca de la botella, lo fue empujando poco a poco con sus largos dedos por el interior del cuello; cuando parecía a punto de reventar, llegó a lo ancho y, lentamente, fue recuperando su forma original. Satisfecho, con la frente sudorosa, mi tío volteó a verme con esa mirada que me paralizaba el cerebro. Detuvo sus ojos hasta hacerme sentir en una sumisión total. Enseguida me dijo:
—Me gusta que seas curioso y atrevido. Gracias a los curiosos, la humanidad ha hecho grandes descubrimientos, y por los atrevidos hemos llegado hasta donde estamos. Por eso creo que mereces que te explique lo que hice con el huevo: lo tuve veinticuatro horas en el vinagre, por eso se ablandó el cascarón y, aunque con mucho trabajo, pude meterlo a la botella sin que se rompiera. Eso fue todo. Esto ya lo hice en muchos casos parecidos.
Me gusta que seas curioso y atrevido. Gracias a los curiosos, la humanidad ha hecho grandes descubrimientos, y por los atrevidos hemos llegado hasta donde estamos.
Cuando la señora regresó y encontró el huevo entero dentro de la botella, abrió tanto los ojos que casi también los echa adentro. Mi tío Amaranto, para aprovechar la sorpresa, le dijo:
—Me dio tanto trabajo meterlo que llegué a pensar que no lo lograría, pero aquí lo tienes, avisándome que sí puedo hacerte el trabajo, aunque con mucha dificultad. La señora se fue después de pagar por adelantado. Ya que estuvimos solos, mi tío me habló con toda confianza:
—Tuve que decirle que metí el huevo con mucho esfuerzo, y que esto significa lo peliagudo que será mi trabajo. Había que aprovechar su ansiedad de venganza para cobrarle bien. De todos modos, por todo el daño que Nino Camarillo ha hecho, el pobre pronto acabará muy mal, sin que yo tenga que ver con la suerte que le espera.
Vimos a lo lejos unas lucecitas pálidas y escasas, como de gentes perdidas en el monte, y que con su llamita prendida piden que no las den por desaparecidas.
—¿Ves ese pueblo en la falda de ese cerro? —me preguntó mi padre.
—Sí —le contesté.
—En ese pueblo abundan los que padecen bocio. Se llama Buena Vista.
—¿Qué es el bocio? —le pregunté.
—Bocio es una bola que sale en el cuello, debajo de la quijada.
Mientras mi papá me explicaba lo del bocio, el recuerdo me trajo al pistolero Nino Camarillo, porque antes había escuchado que era de Buena Vista, y que mi tío Amaranto se comprometió con la señora a terminar con él por medio de su brujería. No me quedé con las ganas de saber qué había pasado con ese señor. Le pregunté a mi padre y esto me contestó:
“Cuando Nino Camarillo estaba bueno, era de lo peor. Por cualquier pago le quitaba la vida a cualquiera. Hasta que una vez se juntaron varios dolidos y fueron a su casa a matarlo. Murió toda su familia. Los vengativos pensaron que también Nino estaba muerto, porque era el que más dañado tenía el cuerpo. Pero no. Fue el único que se salvó para andar arrastrando los pies y el alma por el tiempo que le queda de vida. A las gentes grandes les causa pena. A los niños los asusta su cuerpo temblón y retorcido. Vive de lo que le dan de comer, como si fuera un perro. Así, quién sabe si valga la pena vivir”.
Fue el único que se salvó para andar arrastrando los pies y el alma por el tiempo que le queda de vida. A las gentes grandes les causa pena. A los niños los asusta su cuerpo temblón y retorcido. Vive de lo que le dan de comer, como si fuera un perro.
Las patas de los caballos sonaban al tropezar con las piedras del camino; algunas parecían sólo dormidas, despertaban al sentir el impacto de los cascos y corrían espantadas a esconderse en algún lugar. Otras sonaban secas, no se movían porque estaban bien enterradas en el suelo duro.
Llegamos a un arroyo discreto y parsimonioso, que con toda mesura alimentaba una poza extendida y superficial, espejo fiel de las estrellas y de los árboles que esperaban desde el contorno. El camino desaparecía al empezar la poza, para continuar al otro lado. Con meterse los caballos en el agua, ésta se ensortija, haciendo que las sombras, antes en reposo sobre la superficie, se agiten formando imaginarias serpientes en fuga.
—Ya nos vamos acercando. Subimos ese cerro, bajamos a El Espanto, caminamos un poquito y ya llegamos a Huajintepec —dijo mi papá.
¡El Espanto! ¡El Espanto! ¿Cómo no había pensado en este tenebroso lugar? En la escuela tenía muchos amiguitos de Huajintepec. Las cosas que me contaban abrumaban totalmente mi imaginación. Me gustaba oírlas, aunque luego, por la noche, no me dejaban dormir. En mis ratos de miedo, los fantasmas de El Espanto revoloteaban en la oscuridad que me envolvía. No se me echaban encima porque, desde que me acostaba, con cada mano hacía la señal de la santa cruz y me las ponía en el pecho.
Cada que hablaban de El Espanto me ponían el cuero de gallina: el que pasa por este lugar a las doce de la noche, oye cómo se extiende en la cañada un agudo y dulce canto de una mujer, que a simple oído, seduce a los hombres que la escuchan, más cuando éstos echan la mirada al lugar de donde procede la voz, y ven sobre los árboles la silueta esbelta y larga, avanzando como una nube intensamente blanca y absorbente. También se dice que cuando se acerca a los hombres, les despierta un deseo sexual tal que les anula la voluntad para llevárselos y luego tirarlos en los lugares más extraños. A muchos los deja sin vida, a otros sólo los priva de la razón para que tampoco puedan decir lo que les hizo. A esta mujer se le conoce como la Chaneca.
A muchos los deja sin vida, a otros sólo los priva de la razón para que tampoco puedan decir lo que les hizo. A esta mujer se le conoce como la Chaneca.
Nos fuimos encaramando por las costillas hasta llegar al lomo del cerro. Ya desde su espinazo, pudimos divisar el camino en toda la bajada, a veces ancho, a veces dejándose agredir por una vegetación arbitraria y posesiva. Así sigue, hasta meterse bajo los viejos árboles que esconden el misterioso trecho conocido como El Espanto.
Hasta aquí me sentía protegido con mi padre por delante, admirando su figura maciza, firme, como la parte más noble de un centauro, pero al acercarnos más a El Espanto, no quería seguir adelante ni atrás. Atrás podrían jalarme sin que mi papá se diera cuenta; adelante, sería yo el primero en sufrir lo que viniera a nuestro encuentro. Continuamos sin cambiar el orden, pensando en la mujerona de blanco, que de un momento a otro, nos llenaría los oídos, o tal vez hasta nos saliera al paso.
En todo el tramo de El Espanto, el camino está revestido de una cristalina capa de agua que baja, sigilosamente, desde unas enormes rocas sembradas a la mitad del cerro. Se cuenta que, un poco arriba, hay unas piedras blancas y planas a la orilla de un lago, de donde la Chaneca se eleva cantando, para seguir su propio eco por encima de los árboles.
Las pisadas de los caballos se oían como palmadas en la cara del agua, alternándose, sin prisa, indiferentes a mi miedo, que amenazaba hacerse eterno.
Por fin salimos de El Espanto sin escuchar nada. Todo se redujo a un triunfo sobre la alucinación gestada por los decires de los años. Librados ya de esta maldición envuelta en la sombra de grandes y caducos árboles, me pareció que hasta las estrellas se nos acercaban para decirnos: todo esto no es más que puros enredos de la imaginación.
Después de caminar un poco, a lo lejos empezamos a oír los ladridos de los perros de Huajintepec.
Cerca, muy cerca, como si brotara del mismo suelo que pisábamos, nació un bramido grave y fuerte, profundo, como venido de la garganta de una bestia en agonía. Mi padre detuvo su caballo. Volteó la cara hacia mí. Bajo el ala de su sombrero lucieron, notoriamente contrastantes, sus ojos muy blancos sobre la piel morena de su rostro. Permanecimos unos segundos a la expectativa. El gemido se desvaneció en un silencio abismal. Aturdidos reanudamos la marcha, pero a unos cuantos pasos nos llegó el mismo soterrado alarido, ahora acompañado de tres retumbos desesperados. Próximo al lugar de donde provenían los rugidos, pude ver cuatro burros nerviosos, apuntando con sus orejas a un espacio apenumbrado, donde no penetraba la luz de la luna. Mientras, el caballo de mi padre, bailoteando más y más alebrestado, resoplaba con mayor frecuencia. “¡Aplácate, aplácate negro!”, le ordenó con voz ruda y emergente, al tiempo que tiraba violentamente de las riendas para que el potro bajara las dos patas delanteras que había echado al aire. Cuanto lo tuvo bajo control, seguramente para protegerme a mí de una peor sorpresa, me indicó con el pulgar de la mano derecha y la mirada, retomar el camino bajo la pálida luz de la luna y yo adelante.
Por fin llegamos. La casa del tío Jerónimo estaba hecha un hormiguero. Todos hablaban en voz baja, armonizando con la gravedad del sollozo de la viuda y las hijas, quienes alzaron el llanto con el abrazo de mi padre. Entramos a ver el cadáver, estirado sobre una mesa de madera convertida en altar. Su cara de águila al acecho no me dejó dormir un rato toda la noche, por eso preferí escuchar los rosarios y el ir y venir de los recuerdos de los familiares y amigos en torno al difunto.
Al siguiente día en la tarde fue el entierro. Del panteón regresamos para comprobar que faltaba el hombre más importante de la casa. Eso dijo mi tío Amaranto cuando dio las gracias a todos en la despedida. Mi padre y yo nos quedamos a dormir para regresar en la tarde del día siguiente.
En cuanto nos acercamos al lugar de los quejidos de la antenoche, el viento nos ofreció una pestilencia insoportable. Nos acercamos al barranco. Estaba hirviendo de zopilotes encaramándose entre sí, aleteando todos, unos para mantenerse en el banquete, otros para salir a posar alrededor. Nos acercamos para ver de qué se trataba: devoraban a un desdichado borriquito, que al caer al socavón, murió luchando por salir.
—Lo hubiéramos salvado, pero… el miedo nos apendejó —dijo mi padre.