A las 9:14 de la noche del 27 de febrero de 1933 el Reichstag, el parlamento alemán, ardía en llamas. Al día siguiente se emitió una ordenanza que suspendía la libertad personal, la libertad de expresión, incluida la libertad de prensa, el derecho de asociación y reunión, y se otorgaba el derecho al gobierno para intervenir las comunicaciones —correo, telégrafo y teléfono—, registrar domicilios, confiscar propiedades y castigar a quien se opusiera a obedecer estas órdenes. Esa noche, con ese fuego, Hitler cocinaba un atroz estado totalitario: el Tercer Reich, la Alemania nazi.
En una sala del parlamento en llamas se arrestó a Marinus van der Lubbe, un joven comunista holandés a quién se acusó de provocar el incendio. Esa fue la “prueba” para que el gobierno encabezado por Hitler, quien recién el 30 de enero anterior había asumido el cargo de canciller, culpara al Partido Comunista de Alemania (KPD) de organizar una insurrección para tomar el poder. “No hay duda de que el comunismo ha hecho un último intento por crear el desorden mediante el fuego y el terror”, soltó Joseph Goebbels, el padre de la propaganda nazi. Para Hitler, el incendio fue una “señal del cielo”.
Según relatan Roger Manvell y Heinrich Fraenkel en la biografía de Hermann Goering, el número dos del régimen nazi,
Goering afirmó que oyó la expresión “incendio provocado” dicha por alguien en la muchedumbre mientras se apeaba del coche, y que se le cayó un velo de los ojos. “Jamás se me había ocurrido que alguien pudiera incendiar el Reichstag; creía que el fuego era debido a un descuido… En ese momento supe que el culpable era el Partido Comunista”.
En realidad, según los mismos autores, entre la muchedumbre que acudió al parlamento esa noche corría el rumor de que los propios nazis habían provocado el incendio. Fue lo que se conoce como operación de bandera falsa, una acción encubierta cometida por gobiernos o corporaciones para culpar a otras entidades de su autoría, en este caso cometida por los nazis para culpar a los comunistas, todo un clásico. El incendio del Reichstag es la operación de bandera falsa por antonomasia.
No obstante, con ese pretexto, el decreto intitulado Ordenanza del presidente del Reich para la protección de las personas y el Estado, conocido de manera abreviada como Decreto del incendio del Reichstag, ponía asimismo bajo las órdenes de Hitler a los gobiernos de los municipios y de los estados federados, e imponía penas y castigos más severos para quien no obedecieran, la pena de muerte inclusive.
Tras la ordenanza se iniciaron detenciones masivas de miles de comunistas, después de posibles comunistas y más tarde de cualquier otro opositor, hasta alcanzar a la población homosexual y a la judía. En marzo de 1933, pocos días después del incendio, se instauró el sistema de campos de concentración, supuestos “centros de rehabilitación” para los presos políticos. A finales de ese año, el Tercer Reich contaba ya con cincuenta campos de concentración.
El ascenso del nazismo sucedió a la vista de todo mundo, con la complacencia de gobiernos e impulsado incluso por los grandes capitales que, ante el temor de más revoluciones obreras como la bolchevique de 1917, apoyaron a Hitler, quien prometía mantener el orden en un momento en el que el movimiento obrero veía en la revolución comunista una salida a la Gran Depresión de 1929.
Según novela en El orden del día Éric Vuillard, los dueños de empresas como Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta, proporcionaron todos los recursos a Hitler para tomar el poder y controlar el descontento social producto de la crisis económica:
Nadie podía ignorar los planes de los nazis, sus brutales intenciones. El incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933; la apertura de Dachau, el mismo año; la esterilización de los enfermos mentales, el mismo año; la Noche de los Cuchillos Largos, al año siguiente; las leyes para la salvaguarda de la sangre y del honor alemán, el censo de las características raciales, en 1935; son muchas cosas, la verdad.