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El arte de pescar con el anzuelo
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El arte de pescar con el anzuelo

enero 28th, 2021 Nehemías Vásquez Literatura, Narrativa 355
El arte de pescar con el anzuelo

Mi padre es un tipo extraño, vive con la tecnología paralela, apenas cursó tres años de primaria, suficientes para aprender a sumar, restar, multiplicar y dividir, básico en ese entonces; suficientes para aprender a leer, aunque para escribir, hasta la fecha y como yo, aún tenga problemas con palabras que lleven “s”, “c” y “z” o bien con “v” y “b”; desconoce el uso de los celulares, las tabletas, las computadoras, gusta de la tortilla hecha a mano, de frijoles refritos, de una cerveza o un buen mezcal. Existen tantos adjetivos para describirlo… Sin embargo, algo que aprendí y heredé de él durante mi infancia fue el arte de pescar con anzuelos y caña. Y me arriesgo a llamarlo arte no por todo el proceso, sino por la enseñanza que con los años he empezado a valorar.

A la edad de seis años, mi padre solía llevarme a la milpa, y aunque no hiciera nada más que caminar entre las plantas de maíz, quitar una que otra hierba con la mano, buscar y jugar con los gusanos del cogollo, escarbar y sacar gallina ciegas, aprendía de lo que mis hermanos hacían en las labores. Un buen día, él, al verme inquieto, me sugirió que fuera a pescar. Entonces, mientras estábamos sentados a la sombra de un sauce llorón y a un costado de la laguna, se quitó el sombrero de palma y me sonrió. “¿Podrás?”, me dijo. Fue inevitable sentir la emoción de saber que el día tenía que llegar, ese gran paso de empezar a ser útil, a empezar a apoyar a la causa, a la familia.

Dentro de su morral de trabajo, envuelto en papel gastado y sucio, estaba una tablita en la que se encontraba cuidadosamente enredado un cordel plástico verde agua, algo descolorido. Supuse, con mi poca experiencia, que ya había sido usado durante bastante tiempo. Me extendió la tablita y me dijo: “Ten cuidado con el anzuelo; si no lo sabes usar, te puedes lastimar tú mismo”. Sonreí satisfecho; iniciaba esa travesía de la que, en las reuniones familiares, él daba referencia con tanta emoción al evocar peces grandes, enormes, inimaginables, de un kilo de peso, quizá, o más… era emocionante.

Mi padre me ayudó a buscar la carnada, las lombrices de tierra, a cómo seleccionarlas. “Elige las más grandes”, decía, pues eran las que se veían más atractivas y jugosas para los peces. “Estas son las que les gustan”, comentaba con seriedad, con el formalismo de una enseñanza de vida.

Después de que encontramos una cantidad considerable de lombrices, me sugirió que las cortara, que usara la parte posterior de ellas (hoy sé que a pesar de todo su conocimiento empírico, desconocía que las lombrices pueden regenerarse), porque si intentaba meter la lombriz por su boca en el anzuelo, se movería y sería difícil para mí hacerlo de manera rápida. Era la primera enseñanza: ser efectivos y usar sólo lo necesario, sin forzar las cosas.

Una vez puesto el anzuelo, sugirió: “Cuando vayas a pescar, no debes llevar dinero, reloj, cadenas, pulseras, cualquier objeto de valor, porque entonces, no ‘caerá’ nada, así haya peces en la laguna, simplemente no ‘caerán’ en el anzuelo”. Considero ésta la segunda enseñanza: la humildad, olvidarse del valor material de las cosas.

Buscamos una vara seca para improvisar una caña, dejé libre aproximadamente metro y medio de cordel y lo amarré en un extremo; el otro correspondía a la tablita y esa la colocó en mi bolsa izquierda del pantalón. “Debes estar atento”, afirmaba, “el pescar implica tener paciencia, estar atento a que ‘pique’. Y estudia los jalones, deja que pique una vez, dos veces, que sienta la confianza de la carnada. A la tercera, levanta con firmeza la caña, el pez saldrá con el anzuelo”. Era la tercera enseñanza: la paciencia como virtud, la mente en blanco, la concentración en la actividad, estar atento.

Como todo aprendiz, perdí los peces en la primera oportunidad. En ese entonces, las lagunas estaban llenas de peces y todo el mundo iba a pescarlos con anzuelo. En el pueblo, al ser pequeño aún, pocos contaban con redes y atarrayas; por tanto, existía mucha probabilidad de que con mi novatez no pudiera atrapar aunque sea un pescadito, pero al final del día pude hacerme de cuatro pequeños peces y eran el mayor logro de lo vivido hasta esa edad.

Mi papá, contento con mi logro, rió con esa carcajada que lo caracteriza, sólo me advirtió que tuviera cuidado con las víboras de agua, pues esas podrían, en algún momento, dejarme un buen susto. La cuarta enseñanza llegó al finalizar la faena, me pidió que enrollara el cordel en la misma tablita, que limpiara el anzuelo, que no dejara restos de la carnada para evitar que el óxido lo echara a perder, que enjuaguara todo el cordel, refería a que mantuviera en buen estado mi herramienta; a como me lo dieron, así debo regresarlo.

En referencia a las “anguilas” o víboras de agua, cuánta razón tenía, pues a partir de ahí, mi trabajo en la parcela consistía en ir a pescar a la laguna, dedicaba horas enteras a esa actividad. No podía ver charco o recoveco de algún arroyo donde pudiera yo ir en busca de peces, me desesperaba como nunca cuando no encontraba lombrices para la carnada, era terrible, y sin embargo, no dejaba de buscarlos. Colocaba el anzuelo hasta en el arroyo que pasaba junto a la casa.

Me dedicaba a pescar “charales”, “sardinas” y “tripones”, pequeños “juiles”, en fin, hasta que un buen día una “anguila” cayó en el anzuelo. Quizá es el origen de mis traumas con las víboras, pues hizo y deshizo mi cordel, lo enredó y lo dejó quebradizo, el anzuelo destrozado y mis ánimos, ni se diga, por los suelos. Lloré, dejé la caña en el agua, corrí a buscar a mi papá, tenía miedo. Con lágrimas en los ojos, le conté lo que pasó. Él sólo atinó a mirarme con seriedad, sin contemplaciones me llevó hacia el cordel y lo retiró del agua.

Sin muestras de afecto, comentó: “Hay muchas cosas que aún debes saber, en el agua hay de todo, peces pequeños, grandes, algunos más ricos que otros, algunos menos comunes, de los que la gente busca más; otros, más despreciables quizá por su sabor, forma o color. Hay también tortugas que caen en el anzuelo;, no son peligrosas, pero cuando una agarra tu anzuelo, espanta a todos los peces que rondaban por ahí. Lo mejor es que cambies de lugar donde estabas colocando la vara; igual hay anguilas, y sucede lo mismo, llegan y espantan a los peces y agarran la carnada, se prenden al anzuelo y hacen lo que acabas de ver, pero no te espantes, es parte de pescar”.

Siguió comentando: “Cuando estés pescando y alguien más se acerca a pescar, no mires lo que él hace, no cuentes los pescados que ya hayas sacado, es de mala suerte. Si ves que la otra persona está sacando muchos peces en un solo lugar, nunca vayas a meter tu cuerda ahí, pues también es cuestión de suerte; si a él le va bien, no necesariamente también tú obtendrás algún beneficio. Guarda silencio cuando estés pescando, el ruido espanta a los peces, ten paciencia, concéntrate en tu cuerda, ten cuidado, fíjate dónde estás pisando, porque hasta en la orilla del agua puede haber víboras o tarántulas que te puedan picar. Además, debes pescar en horas en la que los peces pueden tener hambre, ya sea muy temprano, o ya cayendo la tarde, que también es cuando se acomodan cerca de las orillas”. Entre otras cosas que me dijo, fue la mejor enseñanza.

A la fecha, mirando en retrospectiva, me doy cuenta de que mi papá, quizá sin querer, me mostró lo que sería la vida y las oportunidades que en ella se van presentando; sin querer, me enseñó a no envidiar, a hacer un esfuerzo propio, a ser mesurado, a no ambicionar de más, a observar las oportunidades y estar al pendiente de ellas. En fin, fue ilustrativo.

Después de todo eso, y cada vez que tengo oportunidad, salgo de pesca, invito a mi hermano menor, arreglamos los cordeles, vamos en busca de carnada, dejamos las cosas de valor, todo, buscamos un buen lugar, adaptamos las cañas de ramas secas, y comenzamos las mismas enseñanzas: guardar silencio, si cayó uno, haz de cuenta que no ha caído nada y sigue pescando, concéntrate en tu caña, en tu cuerda, dale oportunidad al pez que pique una, dos, tres veces, y “jala”, es probable que salga; sino, no te pongas triste y vuelve a intentar.

Hubo días en que lo poco que lograba pescar, era para la comida de la casa. Ahora, quizá porque la situación no es la misma, es la mejor herramienta para hacer una especie de retiro espiritual con mi conciencia, pues aprovecho esos ratos de silencio para olvidarme de todo y concentrarme en un pez que está bajo el agua, una oportunidad que está esperando ser aprovechada y, sobre todo, una oportunidad para recordar para mis posteriores días, los sabios consejos de papá.

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Nehemías Vásquez

Nehemías Vásquez

Originario del estado de Oaxaca, agrónomo de formación, investigador y colaborador en la banca de desarrollo.

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