La pandemia ha dejado saldos negativos en todos los ámbitos: millones de personas fallecidas a causa de la covid, millones de empleos perdidos, cadenas productivas rotas por la suspensión de actividades, niveles de inflación no vistos desde hace décadas. Tras dos años de pandemia, nos encontramos ante una desolación parecida a la que dejan las crisis económicas. En el aspecto educativo, debemos evitar una catástrofe.
El cierre de escuelas en marzo de 2020 fue una medida necesaria para mitigar la propagación de SARS-CoV-2, un nuevo coronavirus en la especie humana que causaba la covid, una enfermedad ante la que no había cura ni tratamiento y mucho menos vacuna. En caso de complicarse la enfermedad, se requería de atención hospitalaria y podía terminar en la muerte de la persona infectada. Había, pues, que evitar el contagio.
El cierre de escuelas en marzo de 2020 fue una medida necesaria para mitigar la propagación de SARS-CoV-2, un nuevo coronavirus en la especie humana que causaba la covid, una enfermedad ante la que no había cura ni tratamiento y mucho menos vacuna.
Las medidas de confinamiento tenían como fin último proteger a las personas vulnerables a la nueva enfermedad: mayores de 60 años, con comorbilidad —diabetes, hipertensión, obesidad— y con sistema inmunológico débil —VIH, cáncer—. El alto costo social y económico de suspender actividades productivas y educativas perseguía el objetivo de bajar el costo en vidas humanas.
Se esperaba, en términos generales, que de cada cien personas contagiadas con SARS-CoV-2, ochenta no presentarían una enfermedad grave —aquí se englobaba a la mayoría de la población infantil y juvenil—, muchas incluso serían asintomáticas. El veinte por ciento restante requeriría asistencia médica; de éste, la mitad, el diez por ciento, necesitaría hospitalización, y en el cinco por ciento de los casos el desenlace sería la muerte.
Desde el inicio de la pandemia quedó bien claro que las medidas de confinamiento social, sana distancia, uso de cubrebocas y lavado de manos, eran un acto de solidaridad con las personas más desprotegida por su sistema inmunológico, un acto de empatía para con la población indefensa ante el nuevo coronavirus.
En palabras llanas, si niñas, niños, adolescentes y jóvenes se confinaron, no fue porque corriera peligro su vida —a menos que padecieran comorbilidad o su sistema inmune estuviera débil—, pero sí ponían en riesgo la vida de las personas mayores —madre, padre, abuela, abuelo— al llevar el virus a casa.
Como al inicio no quedaba clara la forma de transmisión del virus, se enfatizó el lavado de manos y la limpieza de superficies para evitar el contagio por contacto, lo que derivó en el uso de aerosoles, tapetes y gel antibacterial para desinfectar. Para evitar la infección por vías respiratorias y gotículas, se promovió el uso de mascarillas, lentes y caretas para cubrir boca, nariz y ojos.
A estas alturas de la pandemia sabemos que la transmisión del ya no tan nuevo coronavirus se da, sobre todo, por aerosoles y gotículas, y no por contacto, por lo que ya no tiene caso poner tapetes ni rociadores a la entrada de los establecimientos, ni desinfectar las manos con gel. Se debe, sí, mantener ventiladas las instalaciones, una distancia moderada y usar de manera correcta los cubrebocas adecuados, sobre todo en espacios cerrados.
Hoy tenemos conocimiento de cómo funciona el virus, al grado de contar ya con múltiples vacunas que, en el caso de México, han inmunizado a una porción mayoritaria de la población, lo que ha reducido los niveles de mortalidad. De hecho, cuando se vacunó a la población mayor de sesenta años, el nivel de mortalidad se redujo drásticamente en un ochenta por ciento.
A diferencia de los países “desarrollados”, donde el irracional rechazo a las vacunas fue bastante considerable, en México la respuesta fue harto positiva, sobre todo por parte de jóvenes y adolescentes, que acudieron masivamente a los centros de vacunación, abarrotándolos, mostrando su confianza en la ciencia, su fe en el futuro… y unas ganas enormes de volver a una nueva normalidad que les permita estar con sus semejantes, con la gente de su edad, para no despilfarrar su juventud en el aislamiento.
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A casi dos años de haberse cerrado las escuelas para acatar las medidas de distanciamiento social, ha llegado el momento de retornar a las aulas.
La variante del coronavirus dominante, ómicron, si bien es más contagiosa es menos virulenta, causando enfermedad leve, al grado de que se habla ya del fin de la pandemia. En Europa, por ejemplo, varios países han decretado el regreso a clases presenciales sin mayor miramiento ni condiciones, porque la covid será tratada de manera similar a la gripe. Y nadie mantiene cerradas las escuelas y universidades en época de gripe.
Cabe advertir que tratar a la covid como a la gripe no significa minimizar el impacto de la enfermedad ni sus consecuencias económicas y sociales. Cuando alguien enferma de gripe tiene que ausentarse del trabajo o de la escuela y gastar en un tratamiento que alive las molestias; una gripe mal tratada, puede desembocar en una neumonía o en la muerte: cada año fallecen hasta 650 mil personas a nivel mundial por complicaciones de la gripe. No es poca cosa.
Entonces, gripalizar la covid significa que la sociedad opta por abrir la economía y las escuelas a pesar del costo en vidas humanas, simplemente porque es más costoso para la sociedad paralizar actividades que las vidas salvadas. Con los datos con los que hoy se cuenta, la letalidad de la gripe es menor al 0.1 por ciento, mientras que la de la covid causada por la variante ómicron ronda el 1.4 por ciento.
La sociedad opta por abrir la economía y las escuelas a pesar del costo en vidas humanas, simplemente porque es más costoso para la sociedad paralizar actividades que las vidas salvadas.
Paralizar las actividades productivas y educativas costó, en cambió, que la economía del país se hundiera a niveles de la Gran Depresión y que la inflación se disparara arriba del siete por ciento, con todo lo que ello implica: carestía, desempleo y la consecuente pobreza; en el caso de México, 3 millones 700 mil personas fueron arrojadas a la miseria como consecuencia de la pandemia. Por si fuera poco, la violencia se incrementó en los hogares por el confinamiento, lo que repercute en la salud mental, sobre todo de las mujeres, niñas, niños, adolescentes y jóvenes.
Hay más datos: el 80 por ciento de las personas contagiadas por ómicron que requieren asistencia hospitalaria no se ha vacunado; en Estados Unidos, el caso más patético, 99 de cada cien personas fallecidas por covid en la ola ómicron no estaban vacunadas. En otras palabras, las personas con riesgo de ser hospitalizadas o de perder la vida tras contagiarse por ómicron son las mayores de sesenta años, con comorbilidad e inmunodeprimidas, pero las no vacunadas.
Con estos datos, no es difícil llegar a la conclusión de que mantener cerradas las escuelas y universidades no tiene sentido. Si se cerraron para mitigar el contagio y bajar el costo de vidas humanas a causa de la covid, enfermedad para la que no había cura, ni tratamiento, ni vacuna, no hay argumento para no abrirlas ahora que la mayor parte de la población está ya vacunada, y quienes corren riesgo aún son las personas que no se quieren vacunar, porque en el caso de México la vacuna es gratuita y no hay más impedimento que la necedad y la ignorancia (y quien por su gusto es buey —lo sabe cualquiera agrónoma o agrónomo—, hasta la coyunta lame).
En el caso concreto de Chapingo, regresar a clases presenciales no requiere de ninguna infraestructura adicional y costosa, no hay que hacer ningún gasto oneroso. No sé necesitan arcos que rocíen a la gente al entrar, ni tapetes para desinfectar los zapatos, ni termómetros para tomar la temperatura —no es útil porque hay gente que no presenta síntomas—, ni despachadores de gel por todos lados, ni hay que fumigar nada. Incluso los arcos están contraindicados, porque al mojar el cubrebocas, éste pierde su eficacia para filtrar el aire. Dado que el contagio no es por contacto, bastará con que funcionen los baños para lavarse las manos con regularidad.
Es obvio que los casos de estudiantes, personal académico y administrativo que formen parte de la población de riesgo, se deben atender de manera específica, para que se incorporen a las actividades de enseñanza-aprendizaje, investigación, servicio y difusión de la cultura de la manera adecuada.
Se necesitarán ventiladores en los salones, que deberán mantenerse con las ventanas abiertas para que circule el aire y no haya concentración de aerosoles, además del uso permanente de cubrebocas. Y poco más. Se requiere, sobre todo, orden, disciplina e imaginación. Y en ese aspecto la comunidad universitaria de Chapingo tiene experiencia, no por nada cuenta con un régimen de autodisciplina y autogobierno.
Se requiere, sobre todo, orden, disciplina e imaginación.
En grupos numerosos la mitad quizá deberá tomar clases en el aula y la otra mitad afuera, en algún prado, a través de la computadora; para retomar prácticas en los campos y en la granja, no debería haber mayor problema. Se deberá prestar atención, sobre todo, a las actividades en espacios cerrados, dado que el contagio es por aerosoles. En el último de los casos, hay que poner lonas para cubrirse del sol y tomar las clases al aire libre. Es también el caso del traslado en autobuses durante los viajes de estudio.
Se deberá ampliar el horario en los comedores, que tendrán que estar ventilados; las y los comensales deberán evitar hablar dentro de éstos y permanecer el menor tiempo posible. Como dijimos, se requerirá de la autodisciplina a nivel personal y comunitario. Una alternativa es proporcionar los alimentos en contenedores reutilizables para que un porcentaje de la población estudiantil los ingiera en los prados y jardines, como en el día de la Quema del Libro.
Habrá que adecuar algún gimnasio para aislar a las alumnas y alumnos que se infecten y no tengan mayores complicaciones, para que guarden la cuarentena que ahora, con la variante ómicron, es de siete días. El comedor vegetariano deberá estar destinado al mismo fin. Es una logística ya probada durante la Feria Nacional de la Cultura Rural.
Si regresar a las aulas no es caro, no hacerlo sí, y mucho.
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En los momentos más duros de la pandemia, cuando no sabíamos bien el comportamiento del nuevo coronavirus, cuando no había tratamiento ni vacuna para la enfermedad que causaba, el personal docente y el alumnado tuvieron que hacer gala de ingenio para dar y recibir clases en línea.
Para nadie fue fácil: parte del personal docente no sabía manejar las herramientas digitales y parte de la población estudiantil no contaba con los medios necesarios, dado que en la mayoría de los hogares no hay una computadora para cada miembro de la familia; algunas, incluso, ni siquiera contaban —ni cuentan— con servicio de internet. En el medio rural, había comunidades a las que no llegaba la señal.
Se esperaba, en todo caso, que la suspensión de actividades académicas presenciales traería serias consecuencias, pero en ese momento era el mal menor. Se sabía que el abandono escolar se contaría por miles, sobre todo entre las clases más desprotegidas económicamente, pues a la par de la deserción se incrementó el trabajo infantil y juvenil, para tratar de suplir las entradas perdidas a causa del desempleo de las personas mayores.
Las instituciones de educación superior trataron de amortiguar el golpe en la medida de sus posibilidades. La Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma Metropolitana, por ejemplo, apoyaron a sus estudiantes con el préstamo de dispositivos electrónicos para que tomaran clases en línea. En el caso de la Universidad Autónoma Chapingo, se otorgó a toda la población estudiantil dieciséis mil pesos para que compraran una computadora, además de un apoyo mensual de tres mil pesos para que contrataran el servicio de internet.
No obstante los esfuerzos, la situación desembocó en una crisis educativa. De acuerdo con la segunda edición de la Encuesta para la Medición del Impacto Covid-19 en la Educación, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en el ciclo escolar 2019-2020 desertaron 181 mil 300 alumnas y alumnos de educación media, y 89 mil 900 de nivel superior.
Las causas aducidas fueron que se perdió el contacto con profesoras y profesores, no podían con las tareas, alguien de la familia se quedó sin trabajo o se redujeron los ingresos en el hogar. Otro tanto carecía de computadora o dispositivo electrónico y de conexión a internet para tomar clases en línea. El quince por ciento consideró que las clases a distancia son poco funcionales para el aprendizaje y abandonó la escuela. 66 mil no concluyeron el ciclo escolar por falta de recursos, 49 mil no terminaron porque tenían que trabajar.
Para el ciclo escolar 2020-2021, 2 millones 300 mil estudiantes ya no se inscribieron: 615 mil mencionaron que las clases en línea son poco funcionales, 584 mil porque el padre o la madre se quedaron sin empleo, 581 mil por carecer de computadora u otro dispositivo. Cuando la Dirección General Académica dé a conocer las cifras de bajas temporales y definitivas, tendremos una idea del impacto de la pandemia en Chapingo.
Para el ciclo escolar 2020-2021, 2 millones 300 mil estudiantes ya no se inscribieron: 615 mil mencionaron que las clases en línea son poco funcionales.
De quienes sí continuaron el ciclo escolar en la modalidad en línea, de acuerdo con la misma encuesta, 88 de cada 100 estudiantes dedicaron de tres a siete horas al estudio al día, mayoritariamente frente a un celular.
La experiencia no ha sido grata: seis de cada diez estudiantes consideran que no se aprende o se aprende menos que de manera presencial, que falta seguimiento al aprendizaje de alumnas y alumnos, que hay exceso de carga académica y actividades escolares, que las condiciones son poco adecuadas en casa para el aprendizaje —infraestructura tecnológica, espacio, mobiliario, equipamiento— y que les hace falta la convivencia con sus amigas, amigos, compañeras y compañeros.
Urge, pues, el regreso a clases presenciales, sin demora, sin pretextos, sin papeleos. “Es que nosotros todavía aquí tenemos que enfrentar esta concepción burocrática y autoritaria que se heredó del periodo neoliberal”, sentenció el presidente Andrés Manuel López Obrador cuando desechó la carta compromiso que pedía la burocracia de la Secretaría de Educación Pública para que niñas y niños regresaran a las aulas —sí: estudiantes, maestras, maestros y personal de apoyo de educación básica regresaron a clases presenciales desde el año pasado.
En el caso de la Preparatoria Agrícola, el regreso es más que urgente, dado que ésta desempeña una tarea primordial para la institución: al recibir a estudiantes de todas las regiones del país, sobre todo del medio rural, con diversos grados de aprendizaje y de conocimiento, la convivencia y la formación común es herramienta fundamental para nivelarlos y así graduar estudiantes aptas y aptos para cualquiera de las especialidades. Decir que la Preparatoria Agrícola es el semillero de Chapingo es más que una frase bonita.
En el caso de las especialidades, urge el regreso a clases presenciales porque las y los estudiantes necesitan restaurar las cadenas de aprendizaje que se vieron rotas por las clases a distancia; necesitan conversar con sus profesoras y profesores en el campo experimental, en la granja, en los laboratorios, colaborar en investigaciones, aprender de la experiencia de las buenas maestras y los buenos maestros, de sus compañeras y compañeros.
Urge el regreso a clases presenciales porque las y los estudiantes necesitan restaurar las cadenas de aprendizaje que se vieron rotas por las clases a distancia; necesitan conversar con sus profesoras y profesores en el campo experimental, en la granja, en los laboratorios.
Sobre el regreso a clases presenciales, la Organización de las Naciones es clara al respecto: “Debe ser una prioridad absoluta, para los dirigentes mundiales y toda la comunidad educativa, prevenir que la crisis en materia de aprendizaje se convierta en una catástrofe generacional. Es la mejor forma no sólo de proteger los derechos de millones de alumnos, sino de impulsar el progreso económico, el desarrollo sostenible y una paz duradera”.
Desde el 7 de octubre del año pasado, por su parte, López Obrador criticó que las universidades no hubieran regresado a clases presenciales. Significa “un atraso”, dijo. Llamó entonces a las autoridades universitarias, a los sindicatos universitarios, a las y los estudiantes a reencontrarse en las aulas. “Es un llamado respetuoso, porque nos hace falta; es tóxico, enajenante, estar sólo sometidos al sistema de internet”. Destacó la importancia de la comunicación y el debate en el aula: “debemos mucho de lo que somos a nuestras maestras, a nuestros maestros”.
El pasado 4 de enero, el presidente reiteró la convocatoria, machacando: “Tenemos que seguir con clases presenciales y vuelvo a hacer un llamado a las universidades, porque ya se pasaron muchas universidades que no regresan a clases presenciales, respetuosamente, porque nada sustituye a las clases presenciales; además no todos tienen oportunidad de contar con internet y la escuela es el segundo hogar”.
La semana pasada, estudiantes de diferentes grados, DEIS y divisiones convocaron a un paro para urgir el regreso a clases presenciales, y han convocado hoy a una manifestación presencial a las puertas de la universidad. Tienen razón, hay que escucharles: abramos las aulas, los comedores, el internado; los riesgos son mínimos y manejables.
Parafraseando a Pink Floyd y citando al presidente, traigamos a las muchachas y a los muchachos de regreso a casa.