Los rasguños en el techo de mi habitación me despertaron una mañana. No le di importancia hasta que se volvieron más intensos. Salí a ver qué era, pero no percibí nada a primera vista. A la mañana siguiente sucedió lo mismo, quería dormir, pero cada vez se intensificaban más los ruidos. Al tercer día descubrí a un ave negra, robusta, posada en el techo. Con su pico curvo, puntiagudo, y sus garras, raspaba el concreto. Comencé a aventarle las piedras que encontré y ella trató de devolvérmelas, hasta que finalmente voló. Durante varios días los rasguños me despertaron a la misma hora como si el ave tuviera la consigna de hacerlo.
Algo debía de hacer para que ese pajarraco se fuera para siempre. Su aspecto amenazador me perturbaba, en un arranque podía volar hacia mí y sacarme los ojos. En las noches mi preocupación era la visita matutina del espectro en forma de pájaro. En la medida en que mi miedo crecía, el animal se apoderaba más del espacio. Pronto llegó acompañada de otra y entre las dos horadaban por horas el techo. Decidí poner una escalera para subir a ahuyentarlas, pero las aves incrustaban sus miradas ámbar en mi rostro. El agudo graznido se clavaba en mis oídos, era el aviso de ataque.
Pronto el techo de la casa quedó cubierto de cientos de aves negras que asemejaban un gigante trozo de carbón depositado. Las aves no se iban, pasaban día y noche chillando, rasguñando con sus filosas uñas, peleando un espacio para acomodarse. Fueron llegando más y más. Enfurecidas embestían los cristales de las ventanas que se fueron agrietando. No parecían resentir los impactos. Las paredes de la habitación se oscurecieron formando caprichosas siluetas amorfas que enrarecieron el espacio. Los pajarracos a golpe de pico entraron a adueñarse del lugar.
Salí despavorida de la habitación cerrándola con varios candados mientras los chillidos y aleteos se mezclaron con el rechinido de sus garras sobre los muebles. Dormía y comía poco, el color de mi piel se volvió cenizo. Los pajarracos llenaron de cráteres las paredes, vivían en el techo y en el segundo piso; convirtieron la casa en un nido gigante.
Me aterrorizaba la idea de que invadieran abajo. Me sentía débil, mis ojos se iban hundiendo, el color café tornó en amarillo. Mi piel se fue oscureciendo al paso de los días. Mi mayor temor era morir, y ser devorada por esas bestias peleando por un trozo de mi carne, sacándome los ojos hasta dejarme peor que carroña. Avanzaban los días y las sombras obscuras iban cayendo en cascada por las paredes del primer piso. El techo perforado dio paso a los maléficos voladores que se apoderaron del último rincón de la casa.
Volaban y caminaban junto a mí, me rozaban con su plumaje, intercambiábamos miradas como si nos entendiéramos. Me sentía acompañada al despertar, se posaban en cualquier parte de mi cuerpo, sus chillidos y aleteos se volvieron opacos, sus picoteos bajaron de intensidad. Mis uñas crecieron tanto al grado de rasguñar igual que ellas. Me compartieron frutos que traían. El vello de mi piel ceniza creció y fue abriéndose hasta transformarse en pluma cubriendo todo mi cuerpo. Dejé de utilizar las escaleras para llegar a mi habitación. Bastó con levantar los brazos.