Storm consulta el reloj y se impacienta, ojos verdes, mirada de búho. Rojo, mierda... El auto se detiene ante el semáforo. Storm baja la ventanilla y la brisa alborota su cabello rubio ceniza, mediana edad. Ricardo, el chófer, se retrepa en el asiento:
—Mala hora, patrón.
Limpiabotas, olores dulzones, porquerías fermentadas, vaharadas, celajes de frituras, una mujer en cuclillas, recogida la falda, un reguero de meada escurriendo calle abajo.
—Son del peor de los rastros… —dice Ricardo, asqueado.
La mujer se aproxima a la ventanilla, mirada lacerante, rostro exhausto y macilento, paisaje calizo. Abre su destartalada boca, la mano extendida, picaduras de óxido, descolgadas las greñas por el blusón teñido de mugre.
—Ándele, ándele —apremia Ricardo mientras escancia una calderilla en el cuenco de su mano. La mujer sonríe, inmóvil.
Verde. Ricardo arranca el auto, fingida mansedumbre, sondeando a través del retrovisor, conversación para el patrón:
—Ya tiene su racioncita, tortillas con Coca Cola, buen provecho.
Storm resopla y consulta el celular. Marca el teléfono del Facilitador mientras se frota la barbilla perfectamente rasurada:
—Hola, llego tarde, lo lamento…, sí, sí, un atasco desde el World Trade Center… estoy en la Avenida de los Presidentes…
Una avanzadilla de coches asoma el hocico perpendicularmente por el Eje. Algunos coches los sortean, hasta que la avanzadilla alcanza la masa crítica y estrangula la avenida. Ricardo detiene el auto, embragues, traqueteos, frenazos que arrancan goma, barullo de cláxones y óxidos nitrosos. Algún valiente se introduce por entre los coches y alcanza la otra orilla. Otros le siguen, hasta que alcanzan la masa crítica, una turbamulta que irrumpe en la carótida y detiene los autos.