Para Octavio Paz
La noche era fría y seca, barrida por vientos leves. La luz de luna resbalaba en los techos de las casas y reverberaba en las calles de la ciudad.
Regresaba de una cena, apesadumbrado por las noticias recientes del periódico. El mundo rodaba hacia un precipicio.
Pero ya llegaban las vacaciones. Todo parecía más despacio tras las fiestas navideñas, como si el nuevo año estuviera en el borde de la cama despabilándose lentamente para despertar.
El silencio imperaba en la calle, así que mis pasos provocaban un eco contra los edificios. Me ofrecían una compañía momentánea en la soledad.
Otros pasos retumbaron rompiendo el ritmo. Un eco que se prolongaba de más, una velocidad que no correspondía a mi andar.
Volteé de pronto y lo vi frente a mí.
Sin poder defenderme, el hombre empuñó un cuchillo y con un movimiento ágil entrelazó mi cuello con su mano enorme. Intenté escabullirme, pero el cuchillo se deslizó por mi mejilla. Dejé de moverme.
El hombre dijo:
—Le sacaré el corazón.
El rostro se me vació de color, mis ojos temblaron en su cuenca.
—Discúlpeme —dijo el hombre—, aunque no quiero hacerlo, debo cumplir mi cometido.
Recuperé un poco el aliento. Con la voz trémula, dije:
—¿Para qué quiere mi corazón?
El hombre miró para todos lados. Bajó entonces la mirada y dijo con voz queda:
—Es para una mujer.
Sopesé la respuesta. Intenté otra pregunta, por curiosidad, para ganar tiempo:
—¿Su amada?
—Sí, una amada.
Me envalentoné y lo interrogué:
—¿Y si es su amada, por qué no le da el suyo?
—Es mi amada, pero no la amo —respondió.
Esa respuesta me tomó por sorpresa. ¿Cómo podía ser?
—Al inicio creí que lo hacía —agregó el hombre—, pero el tiempo me reveló mi error. Nunca la amé. Amo verdaderamente a otra. A ella le reservo mi corazón.
—¿Y por qué si no la ama le debe dar un corazón? — las palabras me salieron quebradas, incrédulo totalmente.
El hombre miró al cielo. Suspiró.
—Porque tampoco soy un descorazonado, algo debo darle para que el desamor no lastime a su amor.
Entendí que tenía razón.
Sin más, me desabotoné la camisa y ofrecí mi pecho blando al cuchillo. El acero brilló con la luz de luna antes de que cerrara los ojos y todo se tornara oscuro.