Al maestro Efrén Chávez Ochoa, en donde quiera que se encuentre.
Cuando yo cursaba el cuarto año de primaria tenía trece años. Sé que ahora este dato parece inusual y hasta obsoleto, pero tengo que decirlo porque había en mi grupo, 4 “C” compañeros que andaban por los dieciséis y hasta uno, Fernando Alcíbar Ledezma, que presumía veintidós. Le decíamos el Tío porque una de sus sobrinas cursaba en el 4 “A”, que era de señoritas. Creo que aun con los contrastes, la situación no era tan alarmante como pudiera verse ahora, que los estudiantes egresan de la secundaria a los quince años. Yo recuerdo perfectamente ese ciclo escolar y no dudo que podría enumerar a todos mis compañeros y contar una anécdota de cada uno de ellos, pues para mí fue trascendental. Sin temor a exagerar puedo decir que en ese año precisamente, fue cuando decidí que yo sería maestro. Esta decisión la tomé con base en la excesiva admiración que despertó en mí el profesor de ese grupo, llamado Efrén Chávez Ochoa, apodado “El Chutín” porque le pegaba con tal fuerza a la pelota que según decían sus compañeros de trabajo, rompía las redes. Efectivamente, él fue a probarse con el club Atlante, cuando militaban en ese equipo Larrazolo, Roca, Malvido, Manolete, Ormeño… y este mal llamado “el juego del hombre” no estaba tan enturbiado por la mercadotecnia y la manipulación de los medios.
A la mayoría de mis compañeros nos gustaba escuchar al maestro cuando hablaba y disertaba sobre diversos temas que ahora podrían parecer impropios incluso en las aulas del bachillerato. Por ejemplo, el dinero que, en calidad de seguro le correspondía a los braceros y que el gobierno se robaba; la forma tan indignante en que El Chamizal le fue regresado a México; la nacionalización de la industria eléctrica o la impertinencia del himno nacional y las fiestas patrias. Nosotros lo escuchábamos atentos y le preguntábamos. Él nos contestaba y cuando no estábamos de acuerdo con sus puntos de vista no se enojaba, sólo no invitaba a estudiar más el tema. Lo más sorprendente de todo es que nuestro grupo era el más avanzado. Y digo esto porque no pocos de los maestros que impartían clase a los cuartos años le criticaban a Chutín que se pasara hablado de política y descuidara el programa. El secreto descansaba en que nosotros nos apurábamos y antes del recreo ya habíamos terminado nuestras actividades, esto con la promesa que regresando del descanso íbamos a escuchar al maestro. En general los días se nos hacían cortos. Y ahora puedo decirlo con toda seguridad, casi no había compañeros que no gustaran de esta dinámica, aunque no faltara algún chismoso que fuera con los otros maestros y hasta a la Dirección para acusar a Chutín. Sin embargo, él tenía demasiado temperamento para dejarse amedrentar por esas intrigas, además vivía con la plena convicción de que eso que él nos daba, era lo que nosotros necesitábamos para desenvolvernos mejor. Hasta hoy, yo no he terminado de agradecérselo. Yo fracasé para entrar a la Nacional de Maestros. Mi plan era cursar la secundaria y luego la Normal. Seis años y yo sería maestro de primaria, como “El Chutín”. Pero si Dios, antes de encender las estrellas sabía el destino que nos deparaba a cada uno de nosotros, cómo no iba a saber lo que estaba escrito para mí. Finalmente yo no sería maestro de primaria, cursé la Preparatoria y luego la licenciatura en letras. Cuando apenas llevaba el quinto semestre de la carrera vi, en un televisor de los que reparaba, la convocatoria del Colegio de Bachilleres y me lancé, así que con poco más de la mitad de créditos cumplidos y sólo veinticuatro años, me convertí en el maestro más joven de la Academia de la Comunicación y el Lernguaje, de la que ahora soy el más viejo. No digo esto con orgullo y tampoco con desdoro, pero son acotaciones necesarias para lo que pretendo compartir con quien se acerque a estas líneas. Confieso que soy maestro y no me apena. No me apena que para muchos sea una profesión o un trabajo secundario de complemento salarial; no me apena que la profesión esté tan mal pagada y peor tratada aun por las propias autoridades de las instituciones educativas; que muchos de mis colegas busquen resarcirse con los estudiantes; no me apena que algunos maestros sean acusados de pederastas, de acoso y de ocaso sexual; no me apena que se vendan las calificaciones o que obliguen a asistir al teatro o a comprar libros que no van a utilizar; no me apena que los maestros se dejen vencer y humillar por un estado de cosas que invita a la indiferencia; no me apena que en el fondo las escuelas se hayan convertido en centros de reclusión para distraer la adolescencia de los muchachos. No me apenan muchas cosas más que ahora sería largo de enunciar, por ejemplo, que Elba Esther Gordillo, uno de los personajes más siniestros que han pasado por las instituciones educativas, se diga maestra. Alguna vez una de mis hijas me decía que los grandes maestros, los verdaderos maestros son aquellos que dicen cosas que nunca se te olvidan. Yo acuñé ese pensamiento y decidí ponerlo en práctica. Hice un recuento de todos mis maestros para evaluar aquéllos que habían dejado una huella indeleble en mi persona, pero sobre todo para tener la certeza de quién era el más influyente. Debo confesar que aunque yo no lo aceptaba, porque tuve grandes maestros en la Preparatoria, en la Licenciatura y aun en la Maestría, la figura de Chutín seguía brillando como un sol muy por encima de tanta presunta celebridad. Esto que al principio me costaba trabajo aceptar me llevó a la conclusión de que también el maestro se hace grande porque está en el momento en que más lo necesitamos. Naturalmente que esa reflexión nos lleva a un enigma casi indescifrable, como preguntarse en qué momento me percaté de que no era muy inteligente y, como consecuencia, en qué momento supe que debía trabajar más que aquellos que sí lo eran, si deseaba sobresalir. Resulta muy difícil para un joven cuyo pensamiento se encuentra tan violentado por los contante bombardeos de los medios y por la presión, justificada o no, de que sea un buen estudiante (es decir, que no repruebe ninguna materia) alcanzar este tipo de reflexiones. Es más factible que opte por un camino fácil y concluya en que no le gustan las matemáticas, que la química se le hace muy difícil y que la literatura le da hueva. O que lo único que le parece atractivo de la escuela es que aquí están su chava y sus cuates y que se le hace tarde para fajar y para chupar (en ese orden). Lo demás lo toma como llega; si reprueba cuatro debe recursar; si se enteran sus jefes y lo regañan, ya sabrá cómo darles el avión; si lo sacan de la escuela, aprenderá a manejar para conducir un microbús, sus cuates le han dicho que ahí está el billete; si su chava sale embarazada, le dirá que no es de él y si…así sucesivamente, vivir el hoy sin pensar en el mañana.
El maestro, por su parte, y en el mejor de los casos, anda apurado, casi obsesionado por terminar los programas, ver los temas en cursos relámpagos, atropellados por múltiples suspensiones de toda naturaleza y entregar calificaciones para huir cuanto antes al receso y a las vacaciones porque ya está harto de ese salón grafiteado, de esas puertas que no cierran, de esos auxiliares académicos, también llamados prefectos, que firman y se largan a manejar su taxi o a buscar el gasto en otra parte; de esos alumnos que, apenas van entrando a clase y ya quieren irse: Ya vámonos maestro, no dé clase, estamos muy cansados, háganos el paro, ai después nos ponemos a mano… Al final todo se convierte en una estadística y en una gráfica, las estadísticas, como afirmaba Reyes Heroles, el viejo, el verdadero, no el hijo…, son como los bikinis, enseñan todo, menos lo esencial. Las estadísticas, en todo caso, son el maquillaje que un gobierno que ha hecho de la mentira una premisa de mando, utiliza para que la población no se sienta tan mal. Considero que el compromiso del maestro rebasa el hecho de vaciar una serie de conocimientos que toda vez que el estudiante asimila y contesta en un examen, los desecha, simplemente porque le son obsoletos o porque estorban a otros que ahora parecen más importantes, pero que también mañana serán desechados. El juego de prestar el conocimiento nos lleva a creer en lo que afirmaba Carlile, que “la única vez que interrumpí mis estudios fue cuando asistí a la escuela”. Porque veamos, ¿no es más fácil que los estudiantes se asomen a los libros o a las diversas fuentes para buscar los conocimientos? ¿No sería mejor que buscáramos los conocimientos por convicción? ¡No sería más interesante hacer del aula un espacio lúdico para que los estudiantes entraran con gusto? Efectivamente, eso sería lo ideal, pero con base en las condiciones en que trabajamos, parece que estamos a años luz de lograrlo, quienes desconfiamos del sistema pensamos que es un plan hecho, bien maquinado para que continúe esa ineficacia en las clases bajas y que sigan siendo sometidas por los dueños del dinero y por quienes rigen los destinos políticos del país, que no tengo empacho en decirlo, son una caterva de ladrones, mentirosos y asesinos. Pero entonces qué debemos hacer los maestros que, muy por encima de todo sabemos que estamos trabajando con material humano. Como no encuentro la respuesta, vuelvo a pensar en Chutín y creo que debemos hablar más con los alumnos. Primero invitarlos y hasta inventarlos, porque no son pocos los que huyen de la clase y tampoco lo son quienes aparecen en nuestra lista pero jamás pisan el salón de clase. Tal vez para muchos resulta difícil y no duden en atribuir esta dificultad a las condiciones en que trabajamos, al hecho de que debemos correr de un trabajo a otro. Tal vez para el sistema sería cuestión de que viéramos, como parte de una terapia esas películas de los escritores de la libertad, Al maestro con cariño, La sociedad de los poetas muertos, Con ganas de triunfar, o ya de perdida Simitrio. Es probable que después de verlas los profesores nos sintiéramos un poco avergonzados porque no estamos dando todo lo que se espera de nosotros. O quizás sea necesario que vengan las autoridades a impresionarnos con reformas educativas que asumen más por obediencia que por convicción y de pilón nos hagan ver que sólo somos parte de una planta docente muy mediocre y debemos actualizarnos: tomar muchos cursos para ser mejores maestros, aunque de antemano sepamos que las condiciones en que trabajamos no se van a mover un milímetro. Tal vez nosotros, maestros y alumnos, seamos los únicos culpables: “La educación por competencias nos hará mejores maestros”, esto aunque en los salones de clase no haya un contacto eléctrico para conectar una grabadora y menos un proyector. Lo que yo saco en conclusión de todo esto, y aunque parezca ilusorio, es que no debemos ceder en el empeño y en la convicción de que en nuestras manos se encuentra un material tan sensible, a veces tan frágil, que puede cambiar y transformarse con relativa facilidad; que si nosotros no tenemos cuidado, simplemente ese material se pierde. Considero que de una vez por todas debemos dejar de soslayar que somos responsables de un destino y que si éste no se cumple es porque, de alguna manera no lo atendimos como era necesario hacerlo. Naturalmente que esta empresa va a caminar despacio, pero debemos hacer proselitismo, buscar quienes piensan de esta manera e incorporarlos. Si bien es necesario alcanzar altos promedios de excelencia, lo es más el hecho de crecer fuertes y dispuestos a enfrentarnos a las adversidades que nos esperan allá afuera, pues no debemos perder de vista que aquí sólo estamos de paso.
El fantasma de Chutín reaparece cada vez que pienso en estas cosas; no puedo evitar evocarlo e invocarlo, sobre todo porque me pregunto, ¡Cómo habría enfrentado él esta situación tan desastrosa que vive la sociedad y que recae directamente en la educación? Es un enigma indescifrable, pero de lo que sí estoy seguro, es de que él daría la cara para enfrentar la situación. Eso es precisamente lo que alimenta mi espíritu de lucha en esta cruzada.
Culhuacán, junio 2010.