“¿Eres feminista?”, me preguntó un amigo cuando tenía 16 años. “Claro que no”, le respondí enfática y, diría, casi ofendida. En ese entonces ser feminista se consideraba un insulto en muchísimos espacios, algo señalado negativamente con el dedo índice. Más adelante, a los 17, leí un libro que en ese entonces me pareció precioso: Identidad femenina y religión[1]. Ahí mi perspectiva cambió, supe de la existencia de Lilith y, aun habiendo crecido en una familia (casi) atea, algo me reconcilió con el pensamiento religioso: a lo largo de la historia habían existido mujeres fuertes, rebeldes, cuya sexualidad no encajaba en la norma, ¡incluso en el ámbito de la religión! Así que cambié mi perspectiva. Recuerdo bien la sensación en mi cuerpo y mi reflexión posterior: “¡Ah! ¡Entonces sí, soy feminista!”. Algo se alineó, algo parecido a la sensación después de un ajuste quiropráctico, o eso que se siente cuando el vaso de la licuadora entra y embona. Ese clic me hizo saber que yo pertenecía a ese mundo.
El siguiente año fue intenso e interesante en mi viaje dentro del feminismo: lecturas, talleres, pláticas con amigas. Por azares del destino, al terminar el primer año de la carrera de Sociología Rural, conocí a quien se convertiría en mi madre simbólica dentro del feminismo. Fue de su mano, siempre amorosa, siempre respetuosa, validando mis ideas, mis experiencias y mis planteamientos que entré, literalmente de la manita, al mundo del feminismo académico. Fue de su mano que conocí a Graciela Hierro, Gloria Careaga, Martha Lamas, Marcela Lagarde, Patria Jiménez, Patricia Mercado, por nombrar sólo a algunas de quienes fueron referente en mis primeros años en la andanza feminista. Digamos que viví un año de noviazgo hasta que decidí casarme con el feminismo. Matrimonio precoz, dirían algunas. El punto es que ya a los 18 años me reconocía feminista y militaba activamente. Recuerdo haberle dicho a Lorenia Parada, mi amorosa madre simbólica: “yo no le voy a endosar mi vida al feminismo”, y no lo hice. Así como tampoco me casé con mi primer novio, ni con el primer movimiento social, o el político, o el artístico-político-cultural en los que participé de adolescente.
Así que, con pretexto de mis bodas de plata con el feminismo, vienen a mi mente algunas reflexiones que he estado haciendo con algunas amigas-colegas con quienes he recorrido este viaje. ¿Cómo vemos los feminismos hoy?
Claramente no tengo un diagnóstico de la salud del feminismo porque como tal no existe “un” feminismo, amén de que sería una tarea de muchas investigaciones de doctorado tratar de analizar movimientos sociales que han irrumpido en el mundo con una fuerza que cualquier partido político querría para sus bases: desde el MeToo, Las mareas verdes o las Tesis, de Chile. Comparto aquí mis reflexiones de esposa, cuyo matrimonio ha durado ya 25 saludables años:
Me parece honesto decir que mis reflexiones provienen de una preocupación. La preocupación que me da ver, escuchar, intuir tanto encono, tanto enojo, tanta descalificación. ¿Será que somos capaces las feministas de sentarnos a comer en la misma mesa? ¿Deberíamos? ¿Podríamos las feministas, las liberales, las veganas, las indígenas, las negras, las musulmanas, las israelíes, las jóvenes, las de “la nueva ola”, las blancas, las obreras, las de clase media, las trotskistas, las anarkas, las europeas, las latinoamericanas, las estadounidenses, las pakistaníes, las congolesas, las trans, las lesbianas, las católicas, las heteros y las que me falta nombrar, llegar al postre sin que unas con airado desprecio se levanten de la mesa o descalifiquen a la de al lado por no pensar idéntico o suscribir la agenda de la otra? ¿Será? ¿Qué nos une? ¿Qué nos separa? Por supuesto, no tengo respuestas, tampoco aspiro a tenerlas. Si a caso, plantear más preguntas que inviten a reflexionar a cada una a su propio tiempo —mental, emocional y físico. Mi preocupación tiene que ver con algo que olfateo como confrontación, producto de los tiempos que corren. Intolerancia, dificultad para escuchar y aceptar las diferencias, polarización. En el fondo no puedo evitar verlo como luchas de egos —deformación profesional, le llaman—, como una batalla donde la verdad de cada una es la que importa y donde a quien no piense igual, se le coloca de inmediato en la otredad que se rechaza y descalifica. Fundamentalismos, al fin y al cabo.
Hace unas buenas décadas una feminista uruguaya decía en una reunión que “tenemos que dejar de mirarnos el ombligo” y, desde entonces, es una frase que me ha acompañado. Cuando una se está mirando el ombligo su campo visual es bien reducido. Eso pasa con todos los fundamentalismos, vengan de donde vengan y vistan el color que vistan. Por el contrario, ser capaces de alzar la mirada y ver el horizonte completo siempre da perspectiva. Muchos movimientos sociales y algunas expresiones feministas no son la excepción, se miran mucho el ombligo y ven poco el horizonte. Si logramos alzar la mirada y darle perspectiva, tal vez podríamos sentarnos a la mesa todas y ver que, mientras unas limpian una parte de la parcela, las otras cargan las semillas, otras conducen el agua, otras calculan la cantidad de fertilizante que se necesita, unas más van haciendo planes para la cosecha y distribución de lo que entre todas estamos sembrando. Confiar en los procesos me parece un requisito en estos tiempos. Ser capaz de ver a la de al lado como diferente y aquilatar la diferencia, no intentar erradicarla, sí entenderla y ver si logramos construir juntas. Por otra parte, cuando somos capaces de atropellar a la de al lado para llegar a algún punto, el feminismo pierde todo el sentido. Estos planteamientos no son producto del miedo a la confrontación. Si algo me dejaron mis siete años en Chapingo fue aprender a confrontar y sostener la confrontación, con todo y el sudor de las manos y la voz entrecortada. Bajo parámetros básicos de respeto, la confrontación es siempre estimulante.
A estas alturas del partido, haciendo un recuento de mi militancia feminista, me toca revisar mi agenda dentro de este movimiento tan diverso. Mi agenda sigue marcada por la prevención y el tratamiento de la violencia contra las mujeres, buscando formas creativas de curarnos el cuerpo y el corazón. Reivindico el derecho que tenemos las mujeres de hacernos la vida de cuadritos cuando decidimos ser madres y, por supuesto, el de interrumpir un embarazo cuando decidimos que no es el momento. Pongo sobre la mesa también los debates que hace años se daban al interior de la Alianza Nacional por el Derecho a Decidir (Andar) cuando debatíamos acerca de si el aborto se podría hacer en cualquier momento de la gestación, las implicaciones físicas y emocionales. Celebro esos debates en que realmente tejíamos fino; porque en este debate no hay blanco y negro, nada de eso, al contrario, muchos matices bien sutiles que nos confrontan con supuestos que creemos firmes como la roca.
He encontrado en la psicoterapia y el trabajo corporal un espacio reivindicativo bien poderoso: nuestros cuerpos como agentes de cambio y espacio de lucha. Para las mujeres en particular, es de vital importancia partir de nuestros cuerpos que sienten, definen, desean, establecen límites; nuestro cuerpo individual y también nuestro cuerpo colectivo cuando volteamos a ver a la de al lado y creamos consensos con nuestras diferencias.
Así, pues, en este pase de lista me toca también identificar las agendas que no alcanzo a abanderar o a sostener. Lo veo como una carrera de relevos, y me veo reduciendo la velocidad y pasando la estafeta. No abanderaré la lucha de las veganas, ni de las negras, las indígenas, las trans o las que luchan en contra de la mutilación genital. No me alcanza la vida, ni el tiempo y tampoco podría hablar en su nombre. En esta lucha aprendí, con el correspondiente costo que he pagado, que el autocuidado es un deber político y ético. Me seguiré pintando la boca de rojo, usando escotes y depilándome las piernas y las axilas, y lo haré porque me gusto así. Bailaré cumbias de Selena y música de banda, veré películas con finales felices. No me nombraré ser menstruante, ni cis, ni racializada por haber nacido con el color de piel y ojos de mi abuela zapoteca. No me define no haber heredado la piel blanca y los ojos claros de mi abuela michoacana. No abanderaré esas agendas, pero seré la última en ponerles el pié. Soy consciente de que este paso de estafeta, que muchas de mi generación estamos haciendo, puede ser leído como una traición, que podremos ser llamadas racistas, clasistas, transfobas o asesinas si decidimos comer carne. Poco puedo hacer al respecto. No será la primera vez que me llamen asesina, ya me gritaron así las Provida en la Ciudad de México en 2006-2007 cuando, junto con amigas/os y compañeras/os de las ONG de ese entonces, patrullábamos las calles de la ciudad repartiendo información para abanderar la despenalización del aborto.
Me casé con el feminismo hace 25 años, pero me casé por bienes separados, igual que en mis dos matrimonios. Me casé pero no juré fidelidad absoluta, me casé consciente del compromiso que esto significaba, me casé gozosa, feliz y confiada. Nunca juré obediencia ciega, a ninguna teoría feminista u ola de moda.
Sigo mi propio camino y en este camino nos hemos ido juntando, reconociendo, abrazando, queriendo con otras muchas y, felizmente, puedo decir, muchos otros. Escuchando y hablando sin fin a mis amigas-colegas-compañeras hemos aprendido a respetarnos en nuestras diferencias. Supongo que soy afortunada por la validación y afecto nutricio que recibí de Lorenia, es gracias a ese sostén que he logrado aprender a caminar y pensar por mí misma dentro de un movimiento tan diverso. Esa aprobación y validación es la que me recuerda buscar la riqueza en el acuerdo. Veo a las expresiones de los feminismos de las más jóvenes con respeto y admiración, admiro su arrojo y valentía. No siempre las entiendo y no siempre comparto los discursos y las formas, pero al menos podemos sentarnos a seguirnos pensando y sintiendo, al menos en mi mesa sí.
[1] Alfie, M.; Serret, E. & Rueda M. (1994). Identidad femenina y religión. UAM-Atzcapotzalco. México.