Recuerdo cómo circulaban los árboles en tu mirada
bajo una lluvia de sombras
que anunciaba tus intenciones de muerte,
la tenaz escapatoria a los desiertos de silencio
a ese sitio enmohecido que te inclinaba a la vida.
Recuerdo las lunas y los oasis cayendo de tus ojos
–la prisión de mundos que eran tus ojos–
y extrañaría tu mirada de echa acechando la mía
si no fuera por la hecatombe de pecho enardecido
que gime y se levanta y se retuerce
al recordar la taquicardia marea y lluvia
de tu voz de ave muerta.
No sé en qué antiguo mar, qué antigua casa
o antiguo cuarto se escapó tu mirada
o si algún continente raptó los árboles de tus ojos,
no sé en qué cordilleras se escapó tu voz
para dejar a este pueblo mudo,
a mis tardes en silencio.
No es la noche cómplice de batallas perdidas,
tampoco la cólera que petrifique las ansias,
es la enfermedad de caer
como si el cuerpo fuera rama envejecida
animal moribundo
muro cubierto de espinas.
Es el presagio por el final
que recorre las calles nocturnas en espera del sueño
del descuido, de la torpe manía
de creernos eternos;
es la noche en forma de fuego
ruido, presión, torrente de angustias
que calla el último indicio de tu cuerpo
sobre sábanas arrugadas y nos vuelve al silencio,
al invierno de una cama.
No sé qué se busca en esta orilla,
dónde quedaron los vestuarios infantiles,
los soles de nostalgias escolares.
Qué se hace con las manos y la boca,
con el conjunto de órganos
cuando la tormenta se ha llevado los vestigios de mi historia.
Parece que las nubes han caído en nuestras manos
y las zarzas hierven para adornar al cielo,
los faroles pintan luces fosforescentes,
pájaros y tigres inventan lenguajes;
parece que la pérdida se ajusta a nuestros mares
y uno acepta el sepulcro, la muerte de las caricias
las pupilas evaporadas.
No sé
parece que los labios están condenados
a olvidar la forma de tus besos, la forma de tu aliento.