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La señora Montserrat
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La señora Montserrat

octubre 1st, 2020 Eduardo Contreras Becerril Literatura, Narrativa 172
La señora Montserrat

—Hoy sólo voy a hacer un poco de ejercicio —dijo la señora Montserrat—. Estoy cansada porque tuve insomnio y no dormí lo suficiente.

—Sí, se ve que le faltó dormir. Al verla pensé que había ido a tomar una copa o a una fiesta —le contesté a la señora Montserrat, quien desde que iniciamos su plan de entrenamiento mantenía cierta distancia conmigo.

—¿Una copa o una fiesta? No, Pedro, después de enviudar no es común que mis amigas o algún caballero me inviten a salir. Y mira que lo necesito —me confesó inesperadamente.

Soy Pedro Santacruz, 36 años, entrenador en un gimnasio de las Lomas al que asisten esposas, hijas o amantes de empresarios, o de políticos de todos los colores; jovencitas con aspiraciones artísticas, todavía hosstes en bares o restaurantes, pero prontas a dar el salto al Canal de las Estrellas. Disciplinadas para ejercitarse y, por lo mism,o con un físico de alta plusvalía.

Una de las mujeres a las que entreno es la señora Montserrat, viuda de 60 años que, aunque se ve que se cuida, el paso de los años es evidente en sus manos y rostro. Se esfuerza en el ejercicio y le cuesta trabajo mantener todo en su lugar, pero tiene encanto en sus modales y eso la hace atractiva. Generalmente seria, de un mes a la fecha había notado que me miraba y hablaba diferente y por eso intenté hacerle plática, aunque no esperaba esa inesperada confesión que acaba de hacer.

—Creo que sí necesito una copa, salir a bailar o de perdida ir a tomar un café. Pero, ¡ay, Pedro, no sé por qué ando confesándote estas cosas! —dijo como disculpándose de su arrebato.

¿Me está tirando la onda la señora Montserrat? Aquí hay que traer bien prendidas las antenas para captar esas sutiles señales que son una abierta invitación a entrar en los terrenos de la confianza, ahí donde ellas se sienten cómodas. Y yo, digo —no es presunción—, tengo estatura, soy fuerte y no mal parecido. Se me han insinuado mujeres de 20 y 30 años y hasta maduras, como parece que ahora lo hace la señora Montserrat.

Aunque no falta quien me ve mal. Son los nuevos políticos de izquierda y los intelectuales que vienen al gimnasio sin mucha convicción y que, aludiéndome desde su blandenguería, dicen que aquellos que se la viven en el gimnasio son sólo una masa de músculos que no tienen cerebro. Puro acomplejado. Tipos atildados y de muchas luces pero que, por su mezquindad física e inseguridad, lo único que les queda es mirar, imaginándoselas obscenamente, a las mujeres que se me acercan.

—No se preocupe, señora Montserrat, yo soy un hombre discreto —contesté.

—Llámame Jessica, porque diciéndome señora me haces sentir mayor.

—Encantado, Jessica.

—Como te decía, Pedro, me hace falta salir a tomar una copa y vivir la vida. ¿No lo crees justo? —se arreglaba el pelo mientras hablaba.

—Desde luego que sí Jessica, y yo te invitaría, pero a mí me gusta estar con dos mujeres —le dije un tanto temerario y con riesgo de que me la mentara.

—¿Cómo? —respondió como si no hubiera escuchado bien.

Vi la sorpresa en sus ojos y retrocedí.

—Jessica, perdón si no me expresé bien. No sé qué me pasó. Quise decir que en ocasiones conviene salir con más amigos y amigas para que la plática sea más amena. Tú sabes que cuando hay más gente es mayor la diversión. Y las mujeres son más divertidas. Por eso, si tienes una amiga de tu confianza podríamos invitarla para que te sientas más cómoda y haya un poco más de ambiente.

Se me quedó viendo como pensando: “¿Y este imbécil quién se cree?”

Desde luego que la señora Montserrat no creyó mi torpe explicación. Sin embargo, ella es una mujer experimentada que sabe leer entre líneas y estoy seguro de que entendió mi insinuación. Sin escandalizarse, sólo me dijo secamente:

—Bueno, déjame pensarlo.

Y yo, como no queriendo, había puesto las cartas sobre la mesa para que la señora Montserrat supiera lo que me interesaba. Para qué andarse con tientos. Porque, la verdad, desde que se fue Patricia me había quedado con las ganas de estar con dos mujeres. Lástima que se fue a Estados Unidos, porque a punto estuvo de cumplirme esa fantasía. Ya tenía una amiga para el trío, pero huyó con toda la familia dado que Hacienda andaba tras su padre por millonaria evasión de impuestos. Decían que el señor tenía varias gasolinerías y estaba inmiscuido en el huachicoleo, en un gran robo de gasolina.

Los días siguientes la señora Montserrat siguió yendo al gimnasio y me saludaba bien, amable, pero distante como antes. Realizaba los ejercicios que le indicaba y, al retirarse, se despedía de mí muy correcta.

Ni modo, no pegó.

Así pasó más de un mes, sin ninguna novedad. Ya hasta se me había olvidado lo que le había sugerido a la señora Montserrat, cuando unos días antes de Semana Santa se me acercó y dijo:

—Pedro, voy a ir con una amiga a mi casa de Puerto Vallarta, y si no tienes planes en estos días pensé que nos podías acompañar.

—Jessica, es una muy buena idea; pensaba quedarme en la ciudad, pero dime cuál es el plan.

Saldríamos en avión el último viernes antes de Semana Santa y podíamos estar allá cinco días. Ella se encargaría de comprar los boletos. Cuando llegó el día nos encontramos en la mañana a las puertas del gimnasio y ahí saludé a Silvia, la amiga de la señora Montserrat. Era una joven madre soltera a la que yo conocía de vista porque tomaba clases de zumba en el mismo gimnasio. De muy buen cuerpo, con las redondeces donde deben estar, bonita y de carácter agradable, Silvia también me conocía de vista. Así que pronto estuvimos platicando animadamente de rutinas de ejercicio, alimentación y vitaminas para mejorar el físico.

Cuando abordamos el avión me tocó un asiento separado de ellas. El vuelo me sirvió para pensar en la señora Montserrat y preguntarme qué sería lo que la orilló a aceptar mi insinuación. Quizá ya no quería dejar pasar más tiempo y más valía tomar una de las últimas oportunidades que la vida le ofrecía. A su edad, viuda y con dinero, tal vez pensó que ya estaba más allá del bien y el mal, y que no era tan escandaloso estar en la cama con un hombre, aunque lo compartiera con una amiga. Total.

Cuando llegamos a medio día a su casa en Marina Vallarta, zona de lujosos hoteles de cinco estrellas y casas con alberca y amplios jardines de pasto cuidadosamente recortado, acomodamos el equipaje y descansamos. Más tarde, salimos al área de la alberca. Yo ya estaba recostado en una tumbona cuando vi salir a Silvia en una tanga con la que lucía como una mujer atrevidísima. Bendita Lujuria. Dios te salve reina y madre de nuestras vidas, y te siga conservando como la esperanza nuestra en este valle de lágrimas. Sea, pues, señora, vuelve tus ojos misericordiosos a todos los cuerpos agobiados y bríndales de nuevo tu bálsamo milagroso para que se reanimen y sean capaces de alcanzar la gloria que les ofreces en tu reino. Así sea.

Y en la noche, me preparé. Tomé una pastillita azul porque ante dos mujeres dispuestas a todo, tenía que echar mi resto.

Después de las vacaciones en Marina Vallarta y durante una semana, la señora Montserrat no vino al gimnasio y sólo vi a Silvia un día en sus clases de zumba. Pero el lunes siguiente la señora Montserrat se presentó a su entrenamiento con muy buen ánimo. Sus ejercicios los estuvo realizando con disposición. Traía buena vibra la señora Montserrat. Terminamos el entrenamiento y me llamó aparte. Sacó de su maleta y me entregó una deslumbrante caja con un Iphone de última generación. Seguro le había encantado el trío a la señora Montserrat y lo agradecía con un regalo. La verdad, estaba convencido de haber hecho mi mejor esfuerzo en las noches de Vallarta.

Ahora sí, a disfrutar a dos mujeres de aquí para adelante.

Pero antes de despedirse, con su muy buen estado de ánimo, me dijo:

—Gracias, Pedro, por los cinco días en Marina Vallarta, fue una experiencia inolvidable, jamás lo hubiera imaginado; por eso, en una semana más salgo con Silvia a mi casa en Barcelona. Después de que regresamos de Vallarta nos hemos cogido tanto cariño que vamos a disfrutar unos meses por Europa. Adiosito.

Y sólo vi cómo se retiraba, muy contenta, la señora Montserrat.

De plano, uno no sabe para quién trabaja. Ya no se puede confiar en nadie.

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Eduardo Contreras Becerril

Eduardo Contreras Becerril

Licenciado en Letras Hispánicas por la UAM-Iztapalapa. Pasante de Periodismo y Comunicación Colectiva por la ENEP-Acatlán, UNAM. Ha publicado cuentos en las revistas 'Casa del Tiempo' (UAM), 'Opción' (ITAM), 'Crítica' (UAP), 'La Gaceta' (FCE), 'Topodrilo', 'Letrario' y 'Ostraco' (las tres de la UAM-Iztapalapa). Comentarios: eduardocontreras_2002@yahoo.com

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