Se habían casado por la iglesia porque ese había sido su deseo, también por la tradición y para que las familias tuviesen una gran fiesta para comer, beber y bailar. También porque se amaban. Pero el tiempo y la vida habían hecho mella en su matrimonio. El divorcio era algo impensable, sobre todo por las buenas maneras, pero era, quizá, lo que ambos más anhelaban.
Un domingo habían decidido ir al cine, a la función de las seis. Planearon tener antes, cosa que ya no acostumbraban, una gran comida. Ella preparó una ensalada exquisita y dos postres, una tarta de frutas y un helado casero de vainilla. Él fue a la tienda a comprar un buen pollo rostizado, papas cambray, chiles, tortillas y un vino tinto. Mientras comían se rememoraban sus años jóvenes, la felicidad, el día de su boda. Rieron mucho. A ella le tocó en el pollo el huesito de la suerte. “Anda, pidamos un deseo” dijo. Él tomó la otra parte, cerraron los ojos y jalaron. El huesito se partió perfectamente a la mitad. “¡Qué suerte tenemos!” dijeron.
Camino al cine, satisfechos de la comida y con muchas expectativas de la película, no vieron el semáforo rojo que se habían pasado ni el camión que los embistió por un lado.
Sus deseos se habían cumplido.