Mi compadre, armado con una escopeta y diez cartuchos en la bolsa del pantalón, va adelante alumbrando, con su linterna de pilas, el camino de los tres. Con pasos torpes y el cuerpo encorvado, le sigue de cerca el Bizcochote. Yo voy en tercer lugar y un poco retrasado. La silueta de mi compadre va pisoteando el incansable círculo luminoso de la lámpara que juguetea por el camino y, de vez en cuando, con toda alevosía, se lanza contra los árboles más frondosos, como para denunciar que nada tienen de misteriosos por la noche.
Lo lamentable de el Bizcochote se percibe hasta en su simple sombra: las holgadas perneras del calzón de manta no le alcanzan a cubrir los esqueléticos tobillos. A medida que los perniles suben por los muslos chupados, se van desinflando y arrugando hasta juntarse y ceñirse deslealmente en las nalgas deshidratadas. El Bizcochote es apenas un bosquejo de hombre que la naturaleza hizo muy descuidadamente: sus ojos, además de estrábicos, son demasiado saltones hasta casi reventar. La nariz ancha y violentamente aplastada. En general, la cara es una calavera triste, revestida con una piel pálida y fina, con muy escasos indicios de vida. Su verdadero nombre es Sóstenes. Su madre, siempre cariñosa, le dice Chote. Bastó que solamente una vez alguien juntara lo torcido de sus ojos y el nombre de cariño para rebautizarlo como el Bizcochote.
Esta calamidad de hombre nos acompaña con dos barretas y una pala echada al hombro izquierdo, apretándole el pescuezo con la mano derecha a una botella llena de aguardiente. Yo también llevo un litro lleno pero de agua bendita. Con el sudor siento que se me resbala, pero con un juego de los mismos dedos me la vuelvo a acomodar. Igualmente me suda la mano derecha, pero como la cacha del machete es de puro cuerno, se empuña mejor con la mano humedecida.
Por fin llegamos. Mi compadre me mostró la estaca que había clavado la noche anterior en el lugar donde dice que vio la llamarada roja.
El palo estaba sembrado en medio de dos árboles nacidos de una alfombra de hierba que nos llega hasta las rodillas. Más allá se extiende una interminable maraña de árboles y arbustos, impermeable al brillo de las estrellas, pero porosa al pertinaz rumor de un río cercano e indiferente.
Nada se atrevía a romper el silencio impuesto por la soledad cuidadosamente escogida por mi compadre. Una soledad ineludible, sin escapatoria. Solamente la linterna continuaba marcándole a la oscuridad redondos y movedizos lunares de desengaño. Todo lo demás era gradualmente lóbrego. Al fondo, la silueta de los cerros misteriosamente recortada por un cielo profundo y estrellado. El espectáculo de la naturaleza me pareció tan intenso que la promovida grandeza del hombre se me redujo a un ridículo fraude.
El espectáculo de la naturaleza me pareció tan intenso que la promovida grandeza del hombre se me redujo a un ridículo fraude.
El ruido de un lento deslizamiento en la hierba nos obligó a buscarnos recíprocamente las caras, como si el susurro se hubiera producido en el rostro de cada uno de nosotros. Mi compadre Silvano reaccionó y tiró la luz como a dos metros de donde estábamos parados: sorprendimos resbalándose perezosamente a una enorme masacuata. Se alejó de nosotros despectivamente. Nadie mostró preocupación ni deseo de estropearle su arrogante contoneo. Mi compadre casi rompe nuestro silencio con un bisbiseo al pedir el litro de aguardiente al Bizcochote. Éste se lo da. Enseguida se oyeron tres especie de bombeos en la garganta de mi compadre. Al despegar la botella de la boca me la da. Yo también me regalo tres atropellados tragos que, como canicas de fuego, se fueron arrastrando hasta el estómago, esclareciéndome extraordinariamente los oídos. Noté que el silencio que nos rodeaba no era más que una falsa percepción; en realidad estábamos envueltos en una compleja sinfonía, azarosamente armonizada por miles de grillos y otros bichos imposible de inventariar; todo un mar de presencias, angustiosamente apáticas. Di el litro de aguardiente al Bizcochote, quien lo empuñó por la mitad con ambas manos, sin mostrar interés por empinárselo. Mi compadre le echó la luz en la cara para darle a entender que también debía beber. El Bizcochote se llevó la botella a la boca, y al estirar el cuello, la puntiaguda nuez le brincó violentamente tres veces. Mi compadre le quitó la luz de la cara para indicarle que era suficiente.
Empezamos a chapodar alrededor de la estaca. Rapamos un círculo de unos tres metros de diámetro. Tomé una de las barretas, arranqué la estaca y comencé a escarbar exactamente en el pequeño agujero. Mi compadre me secundó con la otra barreta. La tierra negra, fresca, cedió dadivosamente ante los primeros barretazos. Mientras calmábamos el resuello, el Bizcochote quitaba la tierra suelta con la pala. Así seguimos.
Cuando el pozo llegó a dos metros de profundidad me salió al paso una enorme roca dura y plana. La golpeamos con más terquedad que pericia. Mi compadre aseguraba que debajo nos esperaba el dinero. En cada golpe, los barretazos brincaban como rebotados por un chispazo. Sin embargo, la piedra cedía astillas cada vez mayores. A mi compadre Silvano se le metió la idea de que esa plancha sólo era un estorbo que el diablo nos estaba poniendo. Pidió al Bizcochote el agua bendita para rociarla por todo el fondo del pozo. Nos salimos a descansar un poco.
Volvimos a la carga. En este momento quedaba poco aguardiente en la botella. También nos dimos cuenta que la noche envejecía muy aprisa. Esto sí nos preocupó angustiosamente: la leyenda del dinero enterrado en este lugar era muy sabida. Si la noche se nos acababa mientras luchábamos contra la roca, con la mañana se acercaría la gente que, al ir muy temprano a su trabajo, nos divisaría desde el camino. La curiosidad y la avaricia se nos vendrían de frente: el dueño de la parcela reclamaría su parte; los demás ejidatarios también. “No, el dinero ya es de nosotros. No puede ser de los que nunca se animaron a enfrentarse a Satanás, el verdadero guardián de este guardadito de la Revolución, a quien hay que aguantarle todas sus tretas y chingaderas”. Estas sonoras ideas revoloteaban en la cabeza de mi compadre, para luego echarlas al aire en murmullo.
Volvimos a la carga. En este momento quedaba poco aguardiente en la botella. También nos dimos cuenta que la noche envejecía muy aprisa.
Arreciamos la batalla contra el escollo aparentemente imbatible, cada quien con su barreta y el Bizcochote como amo y señor de la pala.
Por fin, en uno de tantos golpes, mi barreta se hundió. Emocionado la jalé, y en el siguiente barretazo, nos sorprendió un zumbido en la proximidad del pozo, como si algún animal volara a ras de tierra, entrellevándose la hierba por sobre nuestras cabezas. Sin darnos tiempo para consultarnos ni con la mirada, algo largo y frió cayó sobre nosotros. El Bizcochote sufrió el peor impacto: se desplomó contorsionándose, sumando a la confusión un prolongado berrido. Yo sentí que en el cuello se me enroscó y desenvolvió un látigo pesado y extraordinariamente frío, al tiempo que vapuleaba todo lo que encontraba en el interior del pozo. Mientras el chicoteo continuaba, a través de la moribunda oscuridad, pude ver al Bizcochote tendido en el suelo, y a mi compadre dando barretazos a diestra y siniestra. No supe cómo salí. Los dos se quedaron en el fondo del pozo. Profundamente avergonzado por mi huida despavorida, desde la orilla volví la mirada a ellos: sólo pude distinguir dos cuerpos que forcejeaban. Tenía la cabeza hecha un globo en expansión y los oídos enmarcados con dos orejas enormes de murciélago. Con mi cerebro a punto de estallar, escuché la voz de mi compadre maldiciendo violentamente.
Desolado, decepcionado de mí mismo por haberme empavorecido ante lo simplemente repentino, permanecí al borde del pozo en lucha por recuperarme, sin que se me ocurriera nada. Al darme cuenta que empuñaba la lámpara con mi mano derecha, eché la luz al interior del hoyo: descubrí a mi compadre tratando de subir por los agujeros, que a manera de escalones hicimos en la pared. Sobre los hombros tenía a El Bizcochote hecho una piltrafa, doblándose de acuerdo a los estrujones que mi compadre le daba en el intento de sacarlo y ponerlo fuera. Ayudé. Lo acostamos sobre la hierba. Envuelto todavía en la estupidez más inaudita, pregunté qué era lo que había pasado. Enfadado, mi compadre me contestó que el Bizcochote no había podido hacer lo que yo, porque se derrumbó sin pedirle permiso a nadie. Para disimular un poco la vergüenza, puse el oído en el pecho del descuajaringado. Confirmé y dije enseguida que solamente estaba desmayado “…y cagado”, completó mi compadre.
Con el poco aguardiente que nos quedaba, empapé mi pañuelo para ponérselo en la nariz no sé cuántas veces. Mi compadre se quitó la camisa manchada de mierda; le quitó también al Bizcochote los calzones para llevarlos a medio lavar al río, mientras yo seguía observando la cara del infeliz, quien por fin abrió los ojos y me resbaló una mirada profundamente triste y distante. Seguí contemplándolo sin que se me ocurriera nada qué preguntarle. Me puse de pie. Mecánicamente me dirigí al pozo; eché una mirada al fondo y descubrí una larga y gruesa manguera semienrrollada.
Cuando mi compadré regresó, le pregunté lo que pensaba sobre el incidente. Sin titubear, puso en mi memoria la masacuata que vimos casi al llegar. Le contesté que había sido de muy mala suerte que la culebra nos cayera, precisamente, al perforar la piedra. Mi compadre, aún desilusionado de mí, entre el lamento y el reproche, me dijo que todo era trampa del mismo Satanás.
—¿Entonces —le pregunté—, cree usted que ese maldito animal es el mismo demonio?
—No —me contestó inmediatamente—, si fuera el mero demonio no se hubiera muerto con los barretazos que le di, pero —siguió especulando en voz alta—, como un animal cualquiera, nos asustó porque a eso lo mandaron.
No me atreví a replicarle, pero seguramente me encontró en la cara un irreverente mentís. Aunque la situación, bajo el fresco efecto de mi despavorida escapada, él se sentía dueño de la razón. Aprovechando esta ventaja circunstancial, arremetió:
—Mire compadre, yo sé que ustedes los médicos no creen en estas cosas, pero su preparación, su saber, de nada le ayudaron para no salir del pozo como salió. Yo sé que usted tiene razón en muchas cosas, pero no en todas. Usted siempre me está enseñando un montón de verdades, pero también a veces se queda callado o se llena de miedo cuando la inteligencia no le alcanza…
Hace una pausa. Veo claramente que trata de ordenar sus ideas. Por la seguridad que muestra, no tiene dificultad para ponerlas una tras otra. Me sigue hablando con sinceridad y su singular soltura:
—Le voy a decir, a mi entender, lo que nos acaba de pasar: la masacuata nos cayó encima porque de seguro el macho la perseguía en su rato de brama. Como venía atrás, él pudo irse, pero la hembra se fue al hoyo; en sus ansias de salir, se echaba para arriba y a todos lados y de paso nos chicoteaba a nosotros. Algo de eso me imaginé y empecé a buscarla a barretazos.
La explicación me pareció tan lógica que no vi la necesidad de la intervención del demonio. Se lo dije. Me contestó, ahora sí, contento de que yo propiciara la conclusión de su razonamiento:
—Lo único que hizo el diablo fue picar a las culebras para que se corretearan y se nos echaran encima. Así, con el dinero casi en nuestras manos, nos entretiene hasta el amanecer para no terminar y, bueno, hacernos regresar a nuestras casas más jodidos que como venimos, después de trabajar toda la noche.
El día estaba ya sobre nosotros. La piedra, perforada; el dinero, si existía realmente, esperaba casi a la vista. Pero era ya muy tarde para seguir rompiendo la losa y sacarlo. Como jefe de la aventura, mi compadre dispuso que el Bizcochote y yo nos fuéramos a dormir a casa. “Yo me quedo para lo que se ofrezca. A la noche lo espero. Tráigase su caballo y un costal para llevarnos el dinero”.
Su voz me pareció digna, superlativamente generosa, casi dulce, como la de un padre que habla a su hijo con respeto y ternura.
Antes de echarnos a caminar el Bizcochote y yo, tiramos la barreta y la pala al hoyo. A escasos metros volví la cara: vi a mi compadre sentado, apoyando la espalda en el árbol más cercano al pozo, con la escopeta atravesada sobre las piernas. Sentí una extenuante tristeza. Un lacerante ataque de melancolía. Tras de mí, envuelto en un color cadavérico, camina el Bizcochote. Le dije que pasara adelante y lo hizo. Me golpeó una inicua perturbación al ver el titubeo de sus piernas, y en general de su cuerpo metido en sus ropas mojadas. Las bromas que uno y otro día le habían hecho a costa de su imagen, y yo compartí tolerándolas, con recordarlas empecé a recibirlas como merecidas bofetadas. El Bizcochote se me hizo tan íntimo que llegó a impregnarme toda su desgracia de haber nacido añicos, y vivir sin haber crecido lo que todo ser humano merece. Tuve la certeza de que este hombre debía la vida a su propia inconsciencia, pues unos cuantos minutos de lucidez le habrían bastado para presenciar su condición y reventar. No cabe duda que la naturaleza muestra su perfección hasta en sus caprichos.
Le dije que descansáramos un rato. Me mostró una mueca melancólica y anémica. Le vi los ojos terriblemente enrojecidos. Le puse la mano en la frente: encontré la fiebre chupándole el agua que aún le quedaba en el cuerpo. Le pregunté si podía caminar, me contestó con un movimiento ambiguo. Busqué dónde sentarlo y yo junto a él. ¿Cómo llevármelo? En su estado, más parece un milagro estar vivo. El pueblo ya no estaba lejos pero con el Bizcochote en la espalda, la distancia se estiraría sin piedad. De pronto, como caído del cielo, apareció Miguel Domínguez montado en su lento burro viejo. Rápido nos pusimos de acuerdo y en media hora llegamos arreando, Miguel Domínguez y yo, al jumento con el Bizcochote en el lomo.
Ya acostado en la cama, se retorcía lanzando quejidos que le inflaban el cuello y le enrojecían toda la cara. Se calmó con las pastillas que le di. Cuando dormía ya sin sobresaltos, me retiré a mi casa a descansar también.
A las seis de la tarde me despertó mi mujer para decirme que el Bizcochote había muerto. Minutos después llegó doña Clementina a pedirme que le ayudara con el pan y el café para la gente que acompañara en el velorio. También me hizo responsable del entierro el siguiente día, porque ella no podía hacer otra cosa que llorarle a su hijo único. Mi mujer se hizo cargo de organizar el velorio. Yo prometí a doña Clementina regresar más tarde.
“Cuando mi compadre sepa lo de la muerte de El Bizcochote, estará de acuerdo que lo del dinero enterrado resultó demasiado caro”, pensé mientras doña Clementina se alejaba dentro de sus enaguas abombadas por el aire casi nocturno.
Escondiéndome un poco en la incipiente oscuridad, ensillé el caballo, colgué de la cabeza de la silla el morral de cuero con la lámpara cargada de pilas nuevas, un cañamazo enrollado y liado con un mecate para echar el dinero.
Una hora después, ya en plena oscuridad, llegué a donde se había quedado sentado mi compadre. Lo llamé en voz baja. No tuve respuesta. Volví a llamarlo dos, tres, muchas veces. Tampoco me contestó. Tomé la lámpara para alumbrar en todas direcciones. No encontré a nadie. Brinqué del caballo. Eché la luz al interior del pozo y ahí estaba amontonado, sin la escopeta. Salté cayéndole casi encima. Estaba salpicado de orificios. Algunos aún sangraban. También advertí que el pozo ya no estaba igual: la piedra fue fragmentada y removida. La tarea fue terminada por quienes acabaron con el sueño de mi compadre Silvano Saguilán.