—Era un gato blanco con manchas negras o negro con manchas blancas. Creo que más lo primero que lo segundo, si consideramos que el blanco era el color predominante en el cuerpo del gato. Tu tía y yo llevamos una relación de más de tres años y apenas anoche me preguntó por la cicatriz que me cruza la cintura, en medio del abdomen. No se nota a simple vista, pero después de tantas noches y mañanas y duchas en la regadera juntos, se me hacía raro que antes no preguntara al respecto; o bien, aún creo que sólo me estaba probando, como dice el dicho, creo que estaba metiendo aguja para sacar hilo.
—Tío, creo que es “meter hilo para sacar hebra”.
—Bueno, como sea, era un gato y fue en la época de la onceava plaga que azotó a San Juan: la plaga de las garrapatas. Algunos dicen que la plaga llegó porque la esposa de Felipe Pérez había regalado a su hijo a otra familia, otros dicen que estaba asociado a la locura de María y que era uno de sus conjuros. Yo creo que fue por la canícula de verano. La época de lluvias se interrumpió drásticamente y el calor sofocante de julio y agosto resultaron favorables para la rápida reproducción de esos ácaros. Madre dice que fue dios, Padre dice que fue por María, mi tía decía que la virgen nos había olvidado y que nos había de castigar por todos nuestros pecados. Mis hermanos se divertían matando garrapatas con corcholatas y taparroscas. El olor a herbicida se impregnaba en cada hogar, ese olor se desprendía de cada garrapata o pinolillo que se mataba.
“En casa padre tenía dos yeguas y un potrillo. Benditos animales, comen y cagan, comen y cagan, comen y cagan. Y los que padre tenía, si cagaban en la pastura ya no la volvían a probar y así se desperdiciaba todo nuestro esfuerzo de cargar el pasto todas las tardes antes de irnos a jugar fútbol. Lo único bueno y de provecho que de ahí quedaba, era la cantidad de abono que se generaba, pues no hay abono más fértil que el estiércol de caballo, muy rico en nutrientes y lamentablemente padre no lo aprovechaba. Yo tampoco tenía idea hasta que me convertí en agrónomo.
—Tío, estabas hablando del gato.
—¡Ah!, cierto, el gato. Era un gato blanco con manchas negras o negro con manchas blancas. En una noche como la de hoy, así con luna llena y un poco de aire del norte, como a la una de la mañana, cuando escuché lo que creí que era el llanto de un bebé. No tenía referencias de qué podría ser. Yo tendría quizá tu edad o un poco más, unos diez años quizás. En la casa nos acostábamos a dormir como a las ocho de la noche, como los pollitos que se subían a dormir al árbol de ciruelas. De ocho de la noche a la una de la mañana ya acumulaba al menos unas cuatro horas de sueño, por lo que, si algo te despertaba, era difícil retomar el sueño nuevamente y lo era aún más si compartías el cuarto con mi hermano, tu tío, al que le resultaba inevitable roncar como si lo hiciera a propósito.
“Tu abuelo me había regalado un reloj Casio, de esos cuadraditos negros que tenían un botón que alumbraba en amarillito para ver la hora en la oscuridad, pero desde entonces no me gusta dormir con el reloj en la mano y lo dejaba sobre mis chanclas. De tanto escuchar el llanto, me levanté y me asomé, así como por casualidad, pero no distinguía nada y sin darme cuenta ya había pasado cierto tiempo de pie en la entrada de la casa y el llanto, que se volvía hasta lastimero, no cesaba. Volví a la cama. Era tan nítido, tan claro. Quizá unos veinte minutos más, todo seguía igual. Fue mi primer contacto con lo que después comprendí que podría asociarse con el insomnio. Vueltas y más vueltas. Las noches de verano en casa son muy calurosas y húmedas y en época de canícula el calor es aún mayor. Cómo podíamos vivir sin ventiladores ni aire acondicionado, no tengo idea.
“Las ganas de orinar no estaban invitadas a ese primer festival del insomnio, pero se aparecieron en mi vejiga. No lo dudé, me levanté otra vez y salí sigilosamente para no despertar a tu tío que seguía durmiendo, roncando. Creo que estaba muy cansado del trabajo en el campo. Salí al patio, di una vuelta por la casa y en la pared que da al viejo árbol de aguacate me dispuse a tirar el agua. El llanto del gato volvió a escucharse con claridad. Era media noche, aún creía en Dios y, por supuesto, en el diablo, en la llorona y en la gente de a caballo que salía a hacer maldades a media noche. La luna estaba plena, se podía ver claramente la silueta de las cosas, árboles, animales, o lo que fuese, se percibía, no con la nitidez total, pero digamos que como cuando ves una imagen en blanco y negro. Ya no tuviste la oportunidad de ver televisión en blanco y negro, así vi campeón al Cruz Azul en el 97.
Era media noche, aún creía en dios y por supuesto, en el diablo, en la llorona y en la gente de a caballo que salía a hacer maldades a media noche.
“Terminé de descargar mi necesidad y me pegué a la cerca de púas. Guardé silencio para escuchar, esperé, esperé, contuve hasta la respiración, esperé. Volvió el llanto. Caminé un poco hacia la entrada del solar de tu abuelo. La casa de la vecina estaba en una pequeña elevación sobre el terreno. De allí provenía el llanto. Hice memoria, la vecina no tenía hijos pequeños, ni nietos, aún. Otra vez el llanto. Esperé, esperé, esperé detrás de los crotos y las gardenias de mamá, esperé bajo el árbol de almendras que hermana mayor había traído de no sé dónde y que tu abuelo hace pocos años derribó.
“Pese a la advertencia y el riesgo de un regaño de tu abuelo, crucé la calle, pues mi curiosidad pudo más. El llanto volvía a ratos y también se apagaba a ratos. Cuando volvía, lo escuchaba cada vez más cerca, se escuchaba cerca del patio de la vecina. Volvió a escucharse con más intensidad. Era un gato blanco con manchas negras o negro con manchas blancas. Era media noche y había luna llena, todo se veía en blanco y negro. Cuando vi que era un gato, sentí una especie de decepción y al mismo tiempo miedo. ¿Cómo un gato podía simular el llanto de un bebé? Entonces me acordé del baco, ese pájaro que padre dice que es de mal agüero. Y que dicen que se ríe como las personas y que cuando pasa volando frente a ti y canta como riéndose, debes tener cuidado porque te anuncia una desgracia.
Era un gato blanco con manchas negras o negro con manchas blancas. Era media noche y había luna llena, todo se veía en blanco y negro.
“¿Qué, no sabías? Bueno, eso sentí con el gato, que no era como llanto, que quizá era risa. Volví corriendo a casa, no me preocupé por el ruido que mis pasos hicieran en la calle, pero entré al cuarto en silencio otra vez. En casa no teníamos gatos y los ratones eran amos y señores de todo el tejado, de la cocina y del ‘yaka niñi’, pasaban llevando el maíz hacia sus madrigueras —¿es el término correcto?—, o como les llamen. Escuchábamos el chillido de las crías o hasta cuando se peleaban y había que dormir con las sábanas cubriendo hasta nuestras cabezas por si alguna se caía —que sí llegó a ocurrir alguna vez.
—Tío, ¿qué era ese yaka qué?.
—¡Ah!, es una palabra en mixteco, era como la troje o algo así, un lugar donde tu abuelito almacenaba las mazorcas de la cosecha: ponía como una cama de palitos rollizos en alguna parte de la casa y acomodaba las mazorcas aún con hojas una a una, las colocaba una frente a otra formando filas que se superponían unas con otras. Dependiendo del volumen de la cosecha, se podían estibar hasta el techo y entre mazorcas le agregaba algún insecticida para que no entraran los gorgojos o cucarachas o arañas, pero creo que a los ratones no les afectaba, era insecticida, no raticida. Siempre había mucha merma y cuando se llegaba a las últimas mazorcas siempre encontrábamos nidos de ratones con crías recién nacidas —¿nido es correcto? La mayoría de la gente del pueblo almacenaba sus cosechas de ese modo y por eso contar con un gato era como un amuleto o seguro para reducir la merma por ratones. Esto fue común hasta que llegaron los silos metálicos herméticos o, como le llaman en el pueblo, el tonel.
—¿Y del gato?
—Me acosté, era ese gato.
—Tío, ¿ese gato te rasguñó?
—¿Cuál rasguño?
—¡Estabas hablando de tu cicatriz, de la marca que cruza tu cintura!
—¡Ah!, no, hijo, no.
—Ese era otro gato. ¡Ah, es cierto!, pues después de ese gato del llanto de bebé, me hice el propósito de espantar a cada gato que se acercara a la casa. Una mañana antes de irme a la escuela, por la misma época, al levantarme para “tirar el agua” bajo el viejo árbol de aguacate que está en la cerca del solar de tu abuelo, me pareció ver al gato, ese gato que supuse podía ser el mismo, el de color blanco con manchas negras o negro con manchas blancas. No sabía si era el mismo gato, pero era un gato muy, muy bonito. Hermoso, con pelaje brillante. Eran tal vez las seis de la mañana y apenas empezaba a clarear, pero se le podía ver ese blanco inmaculado de su pelaje.
“Al terminar de orinar, lo seguí, caminé tras él sigilosamente. En mi mente tenía la idea de espantarlo, pero debía cuidar que se alejara de la casa. Caminamos cerca del pozo, le dimos vuelta, el gato se dio cuenta que yo lo estaba siguiendo. Avanzaba algunos pasos, se subía a las macetas y volteaba para verme, como si me estuviera invitando a seguirlo. Lo hizo como tres veces, hasta que me sentí convencido de que podía atraparlo, de que podía hacer que se quedara en casa para cuidar de los ratones que todas las noches merodeaban por las vigas y polines del techo de la casa y es que, como dice tu abuelita “los ratones hacían fiesta”.
“Me acerqué un poco más y dio un brinco, yo también lo di. Avanzamos más allá del patio. En un momento, salió corriendo con fuerza y yo respondí igual hasta que un hilo de alambre de púas detuvo mi carrera, lanzándome con fuerza al piso, dejando una marca en mi cintura. El bendito gato ese, negro o blanco, si tuviera la capacidad de reír, seguro lanzó la carcajada. Yo estaba en el piso cuando recordé que me acorraló paso a paso e hizo que olvidara que padre siempre tendía un hilo de alambre de púas cada noche para que los caballos no entraran a cagar en el patio de la casa.
“Toqué mi abdomen, solo me ardía, sentía el cuerpo caliente, estaba tenso. Me ardía, no quería mirar la herida. No, no te rías, en serio que fue doloroso. Pero lo más doloroso fue no decirle a tu abuelita. Doloroso fue irme a sacar agua del pozo para darme un baño y prepararme para la escuela. Deseaba que no sangrara para no manchar el uniforme de la secundaria. Sangró un poco, pero no le dije nada. Me ardía el abdomen al darme un baño. El agua del pozo estaba tibia, la herida ardía.
“Fue esa época de la onceava plaga, esa que Moisés no quiso escribir en la Biblia, pero que la abuelita dice que existió y que vendrán tiempos más difíciles y que por nuestros pecados Dios nos había castigado y nos seguirá castigando hasta que entendamos. No sé qué debemos entender aún.
“Yo no dije nada, sabía que mi Madre me regañaría y que podría ser peor. Era un gato blanco con manchas negras o negro con manchas blancas, que al fin y al cabo todo depende del cristal con que se mire, a según.
—Tío, creo que por el llanto que describes, era una gata y estaba en celo.