Independientemente de la existencia de otros sistemas de comunicación, el lenguaje alfabético es y seguirá siendo el principal interlocutor entre la inteligencia humana y su propio mundo. En Historia de la lectura en el mundo occidental, Armando Petrucci cita y a la vez complementa: «Según Robert Pattison, ‘la literacy de la época de los faraones en adelante no ha padecido estragos, sino solamente cambios’; y podemos presuponer que seguirá cambiando sin desaparecer»[1]. Tenemos palabras para rato; no obstante, la relación alfabeto/ser humano ha tenido siempre una dificultad que afrontar: su buen funcionamiento va más allá de una mecanizada decodificación de símbolos.
En efecto, el lenguaje alfabético y sus aplicaciones representan un sistema de soporte y crecimiento para el ser humano, pero hay algo que debemos observar: este sistema es connatural en lo general con respecto a la necesidad de expresión, pero en lo específico se implanta artificialmente a través de las lenguas o idiomas; se implanta un código que, de entrada, hay que aprender a descifrar; más aún, hay que aprehenderlo. Esta es quizá la principal dificultad de la lectura y la escritura, que se traduce en el hecho de no poder superar por diversas causas la barrera de la asimilación, diríamos incluso de la digestión casi orgánica del idioma y su código (gramática, sintaxis, semántica).
Este proceso inacabado de compenetración entre el individuo y el lenguaje alfabético genera un estado de inapetencia, indiferencia, dificultad y hasta choque de dicho individuo hacia la lectura y, en consecuencia, hacia la escritura. Se trata entonces, primordialmente, de asimilar (aprehender) un lenguaje hecho de palabras para poder estar en condiciones de comprender, percibir, prefigurar y, en un momento dado, emitir cualquier explicación, referencia, información o expresión del mundo que nos rodea. De la buena asimilación que un individuo tenga de este lenguaje, depende una buena parte de lo que necesita para desempeñarse con una visión y facultades más amplias ante la vida. Mientras mayor compenetración o asimilación natural del lenguaje se logre en el individuo, mayor eficiencia tendrá en el uso de los recursos de comunicación lingüística. Y aquí nos referimos no solamente a la capacidad de expresión oral y escrita, sino también a la ampliación de horizontes, expectativas, capacidad de asombro y disfrute del acto de leer, el cual, curiosamente, se convierte en principio y fin de un ciclo de desarrollo, además de un fenómeno ya eminentemente humano y, por lo tanto, social: el de la cultura lectora.
Porque, evidentemente, la cultura lectora existe, de eso no hay duda, en la gran mayoría de comunidades del mundo; es decir, el conjunto de situaciones, acciones, seres, conocimientos y objetos en torno al acto de leer ahí está. Pero eso no significa que esa cultura lectora tenga un adecuado proceso de desarrollo, que sea consistente y, sobre todo, que permee todos los estratos de una sociedad. Entonces, ¿cómo se da esa falta de compenetración entre individuo y lenguaje? O, en todo caso, ya que hemos propuesto que se trata de un fenómeno artificial, de un problema de aprendizaje formativo, ¿cómo es que no se logra o, incluso, se va desgastando?
Porque, ciertamente, este proceso de compenetración hacia el lenguaje se intenta lograr en los primeros años, primero de manera natural en el medio familiar y después de manera inducida y sistemática en el medio escolar; sin embargo, en términos generales no hay el resultado deseado; antes bien, se va generando una idiosincrasia estudiantil de rechazo hacia todo intento por parte de la institución educativa por lograr esa compenetración entre lenguaje e individuo. Cito a continuación un párrafo de Michèle Petit, de su libro Nuevos acercamientos de los jóvenes hacia la lectura:
Es necesario observar que incluso muchos jóvenes que lograron concluir con éxito sus estudios no son benevolentes hacia la escuela. Entre nuestros entrevistados, muchos coinciden en pensar, por ejemplo, que la enseñanza tiene un efecto disuasivo sobre el gusto por la lectura. Se quejan de esos cursos en los que se disecan los textos y donde les resulta imposible verse reflejados. De las fichas de lectura abominables, de los programas que rinden culto al pasado. De toda esa jerga tomada de la lingüística con que los atiborran, etcétera.[2]
Y es que la manera de superar esa barrera de la que hablábamos anteriormente va mucho más allá, en el caso de nuestro país, de un buen curso de español; es decir, la asimilación del lenguaje no se da sólo con el trabajo académico o puramente cognitivo, sino también con un trabajo de carácter vivencial, y de experiencias variadas y múltiples circunscritas en el plano de lo recreativo y/o utilitario; del disfrute, pero también de la finalidad concreta y satisfactoria. Delia Lerner, en su libro Leer y escribir en la escuela: lo real, lo posible y lo necesario, destaca el hecho de que hay «un abismo que separa la práctica escolar de la práctica social de la lectura y la escritura…»[3]; explica que esto se debe fundamentalmente al fenómeno de la transposición didáctica; es decir, al hecho de que lo que se tiene que enseñar necesariamente debe ser “presentado” fragmentariamente al alumno en una parcela de espacio-tiempo y que, de una u otra forma, esto modifica (si no es que muchas veces altera por completo) el sentido primario del conocimiento o práctica social que se pretende enseñar. Por ello resalta que «la versión escolar de la lectura y la escritura no debe apartarse demasiado de la versión social no escolar»[4].
Pero esa falta de compenetración (en el sentido ya antes expuesto) con el lenguaje alfabético como una causa importante, acaso determinante, del fenómeno de la no lectura (o dicho de otro modo: que impide el acercamiento voluntario y autónomo del lector al texto) no sólo se da en el medio escolar en niños y jóvenes. Dicha falta de compenetración en realidad se debe a que en todos los escenarios de la vida: el familiar, el escolar, el laboral o el social, los individuos mantienen un contacto discontinuo, ineficiente o insuficiente (cada una de estas problemáticas amerita un estudio propio) con el lenguaje alfabético por múltiples factores que van desde la acción invasiva y alienante de los medios electrónicos hasta la intervención deficiente o insuficiente de los modelos e instituciones educativos y culturales.
Por ello se ha manifestado de forma más evidente el detrimento de las herramientas y medios típicos de la lectura, como son los mismos libros y, sobre todo, las bibliotecas; por otro lado, se percibe cada vez más la falta de individuos y programas eficientes especializados en la formación de lectores justamente ahí, en las bibliotecas y escuelas, donde potencialmente los podemos encontrar (es decir, formar), y es que, de acuerdo con lo planteado, no es lo mismo aplicar un programa de español, incluso de lectura y redacción, rigurosamente sujeto a un periodo de tiempo junto a otras asignaturas, que aplicar un programa de animación a la lectura y construcción de textos como parte de un proyecto en firme hacia la formación de lectores, pero con criterios y enfoques a salvo de la limitada y rígida norma escolar. Finalmente, y en débil contraparte a esa acción invasiva y alienante de la que hablábamos, se observa también un escaso aprovechamiento de los medios de comunicación masiva con respecto al acercamiento al lector (al público en general) del texto literario utilizando medios, sobre todo, como televisión y radio.
Es justamente aquí donde se genera la necesidad de intervención, tanto en el medio escolar como en el social, por parte de los organismos o instituciones culturales; preferentemente, si los hay, aquellos que se dedican específicamente al desarrollo de la cultura lectora en una sociedad o comunidad de individuos determinada. Se presenta entonces el ejercicio de la lectura como un asunto fundamental en ese proceso de compenetración, pero la lectura aquí como parte de una visión pedagógica, como un recurso didáctico que permite acelerar, destrabar o simplemente facilitar esa mediación entre el lenguaje alfabético y el individuo. La lectura, en fin, como un proceso gradual de menor a mayor densidad, complejidad, intensidad; un proceso acoplado al propio individuo que se descubre a sí mismo como lector en tanto va logrando destrabar –con ayuda de las palabras– las dificultades o reticencias que el lenguaje alfabético le ha provocado; y en tanto va logrando también anclarse en el asombro, curiosidad y duda inquietante de un texto, sin que esto signifique desprendimiento del mismo.
Por ello hablábamos hace un momento de la lectura como principio y fin, como causa y consecuencia de un proceso de desarrollo en donde la lectura en realidad se torna un complejo dinámico que va de lector a lector. O sea, el lector creativo que en algún momento escribe algo que posteriormente se transmite a un nuevo lector pero que, además, en ese ciclo coexisten una serie de situaciones que en su conjunto manifiestan todo un sistema de acciones vinculadas entre sí. En este sentido, la idea de intervención respecto al proceso de compenetración del individuo y el lenguaje no se agota solamente con el único o aislado acto de la lectura, sino que abarca, en un sentido elemental, los principales aspectos y situaciones de la cultura lectora; es decir, lectura, creación, selección, edición, publicación, distribución, promoción, difusión y crítica del texto. Todo ello, desde luego, bajo una perspectiva didáctica, sustancialmente lúdica y en una forma proporcional al desarrollo o condiciones procesuales del individuo o grupo de individuos a formar y a las circunstancias infraestructurales de la comunidad atendida, pero involucrados todos, de una u otra forma, en una dinámica real y palpable, cercana y propia, en lo que respecta al lenguaje y el texto. Por ello aquí cabe referir lo que sostiene Emilia Ferreiro en este mismo sentido:
Es importante tener cada vez más personas en condiciones de reproducir textos, porque hay un enorme riesgo, en esta sociedad consumista en la que vivimos, en pensar en los lectores solamente como consumidores de textos (…) es necesario pensar en esta especie de lector completo que es el lector-productor-crítico-comentarista-espectador y autor[5]
En efecto, si la sociedad de consumo es más fuerte que la capacidad crítica del individuo, el resultado se concreta en enajenación y estancamiento con respecto a cualquier proceso de desarrollo. En el caso de la formación lectora, este fenómeno genera lectores débiles, manipulables, acríticos, y por ello es común que la mayoría de las personas lean más libros dictados por la mercadotecnia que por su calidad o importancia estética o histórica (sucede que se adquieren o regalan libros por efecto de la moda, sin que éstos se lean o terminen de leer). Por ello es entendible que actualmente se plantee una formación lectora más integral. Es cierto que no necesariamente un lector debe ser un escritor, pero no se trata de eso propiamente, sino de que aquél que se va formando en el proceso de la lectura, pueda vivenciar de alguna forma y en el grado que más le sea posible el proceso de construcción (creación) y deconstrucción (análisis y crítica) de un texto, en aras de lograr la compenetración necesaria con el lenguaje alfabético, además de experimentar esos procesos aparentemente ajenos y sin embargo altamente formativos como son los relativos al trabajo de edición, promoción y difusión. Es decir, guardando las proporciones, que todo lector sea reflejo pero también detonante de su cultura lectora.
En resumen, nos parece fundamental entender que la formación lectora como proceso es todavía un objeto de estudio que no da lugar a fórmulas preestablecidas para su abordaje; no obstante, quienes lo estudian van identificando y estableciendo cada vez más sus aspectos fundamentales. En ese sentido, consideramos que los aspectos centrales en los que los estudiosos coinciden en cuanto a la formación lectora son los siguientes:
- No se trata de hacer lectores (artificialmente) de manera forzada imponiendo el acto de leer, sino de formar lectores (naturalmente) con base en un ámbito formativo[6]. Juan Domingo Argüelles lo puntualiza de manera contundente:
¿Qué es, entonces, la lectura? Un profundo placer, un vicio maravilloso, un deleite singular y, por lo mismo, resulta un abuso estéril tener como toda estrategia cultural y educativa su propagación “a fuerza”[7].
- Es importante considerar la psicología del lector. Por ejemplo, Michèle Petit con base en sus investigaciones plantea que existe un miedo germinado desde la relación literatura-sociedad hacia el libro, hacia el hecho de ser lector, así como también existe un rechazo ante aquellos que, en medios socioeconómicos “atípicos”, se atreven a leer. Todo ello nos permite, por un lado, estar del lado del lector y acompañarlo en su proceso y, por otro lado, romper gradual y decididamente con los esquemas anquilosados alrededor del individuo que no le permiten ser lector[8].
- Asimismo, es muy importante, en la relación ritmo/intensidad del proceso, procurar que los lectores en formación vayan logrando lo que Michèle Petit denomina «círculos de pertenencia cada vez más amplios”[9] como uno de los efectos naturales de la lectura; es decir, la lectura como proceso en el cual el individuo va haciendo suyos elementos sociales, culturales, etc., de otros individuos, de otras geografías o latitudes y de otros tiempos, y va generando una conexión entre su individualidad y la humanidad misma.
- Hay una crisis de funcionalidad en el modelo escolar, en todos los niveles educativos, desde el inicial hasta el universitario, en cuanto al proceso formativo de la lectura, lo cual da pie a la necesidad de intervención, desde fuera, como también da pie a la necesidad de transformación, desde dentro, de las acciones que no han sido funcionales. La opinión de Gabriel Zaid al respecto nos brinda una perspectiva inquietante porque pone en tela de juicio no sólo el modelo escolar, sino también el cuerpo político-social de nuestro país:
El problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir. Lo cual implica (porque la lectura hace vicio, como fumar) que nunca le han dado el golpe a la lectura: que nunca han llegado a saber lo que es leer[10].
- Finalmente, nos sumamos a la tesis de Emilia Ferreiro, en el sentido de que la formación de un lector debe integrar sustancialmente los aspectos que dan forma a la cultura lectora; es decir, que cuando hablamos de la necesidad de generar un ámbito formativo dentro del cual el individuo adquiera una formación “natural”, nos estamos refiriendo a generar una dinámica basada en lo vivencial, donde el sujeto en formación no es un simple actor pasivo de la lectura, sino que se mantiene en constante interrelación con otros elementos de la cultura lectora como la creación, edición, crítica y difusión del texto.
Jorge Larrosa, en su obra La experiencia de la lectura[11], habla justamente de la experiencia como parte de la formación lectora. Hace mención de la paradoja entre el cúmulo de conocimientos objetivos (a partir del Método, en donde la experiencia es sólo un factor) que existen actualmente pero que no son internalizados por los individuos, y la experiencia vital, individual o personal que es necesaria para la formación humana, pero que ha dejado de tener vigencia en los modelos pedagógicos de la actualidad. Refiere pues la experiencia lectora como un fenómeno de transformación interna del individuo, una experiencia lectora que se vuelve inasible o impredecible para la ciencia pedagógica y que, por ello, se hace necesario que el papel del profesor que pretende enseñar a leer justamente no sea ese, el de la pretensión, sino simplemente dejar leer al individuo para que tenga su propio encuentro con la lectura. Por ello es fundamental atender al carácter experimental o vivencial del proceso formativo. Cierto es que arriesgarse a generar un sistema de formación lectora puede hacernos caer en la inasibilidad o desencuentro de la experiencia lectora; sin embargo, como el mismo Larrosa lo reconoce, dejar leer simplemente al individuo y aprender con él en vez de enseñarle algo tiene una dificultad mayor todavía porque justamente implica no renunciar al papel del educador. ¿Qué hacer entonces? Desde luego identificar y fortalecer los principios. Hacer del proceso un escenario dinámico (crear un ámbito), permanente y propicio para la obtención de la experiencia; lúdicamente, con una didáctica más sutil, creativa, en busca de una sólida cultura lectora.
Bibliografía
Argüelles, Juan Domingo, Estado, educación y lectura. Tres tristes tópicos y una utilidad inútil, México, Ediciones del Ermitaño, 2011.
Argüelles, Juan Domingo, Estás leyendo… ¿y no lees?, México, Ediciones B, 2011.
Bonfil, Robert; Petrucci, Armando… (et al); bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier. Historia de la lectura en el mundo occidental. Madrid, Ed. Taurus, 1997.
Calvo, Mercedes, Poesía con niños, México, CONACULTA, 2010.
Larrosa, Jorge. La experiencia de la lectura, México, Ed. FCE, 2003.
Lerner, Delia. Leer y escribir en la escuela: lo real, lo posible y lo necesario, México, SEP/FCE, 2001.
Petit, Michèle, Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, México, F.C.E., 1999.
Zaid, Gabriel. Los demasiados libros, México, Ed. Random House Mondadori, 2010.
[1] Robert Bonfil; Armando Petrucci… (et al); bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier. Historia de la lectura en el mundo occidental. Madrid, Ed. Taurus, 1997.
[2] Michèle Petit. Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, México, F.C.E., 1999.
[3] Delia Lerner. Leer y escribir en la escuela: lo real, lo posible y lo necesario, México, SEP/FCE, 2001.
[4] Ídem.
[5] Citada por Mercedes Calvo en su libro Poesía con niños, México, CONACULTA, 2010.
[6] Al referir su experiencia personal de cómo se volvió lector, Óscar de la Borbolla pone de manifiesto el entrampamiento de los esfuerzos por hacer lectores, que se visualiza en el momento en que se logra «…distinguir cómo una persona de manera natural se vuelve lectora y cómo intentamos hoy de manera artificial volver a una persona lectora. En “Un secreto para volverse amante de la lectura», Educare, nueva época. Año 2, Núm. 5, agosto 2006.
[7] Juan Domingo Argüelles. Estás leyendo… ¿y no lees?, México, Ediciones B, 2011.
[8] Michèle Petit. Op. Cit.
[9] Íbid.
[10] Gabriel Zaid. Los demasiados libros, México, Ed. Random House Mondadori, 2010.
[11] Jorge Larrosa. La experiencia de la lectura, México, Ed. FCE, 2003.