En honor a la Escuela Normal de Ayotzinapa, cuna de héroes y mártires, muchos anónimos, pero todos sembrados en la historia.
Era una noche de cielo saturado de estrellas y calurosa, como suelen ser las noches de la Costa Chica. El pueblo celebraba un casamiento. Toda la gente estaba en la fiesta bajo una gran enramada, un techo fabricado con ramas frondosas recién cortadas, especialmente para este acontecimiento. Dos hombres tocaban la guitarra y cantaban la famosa chilena Ometepec, de José Agustín Ramírez, acompañados por la voz de otro sin guitarra, que al cantar, fijaba la mirada en los ojos de los guitarristas. Casi todos los demás bailaban y zapateaban al ritmo muy de ellos, con tal vitalidad y orgullo, que sólo los costachiquenses creen traer de nacimiento, para vaciarlos en sus momentos de alegría. Mientras tanto, un grupo de niños, sentados en rueda, bajo una de las cuatro esquinas de la enramada, también se divertían jugando a la baraja.
Tres lámparas de gasolina, vestidas de un blanco irradiante, iluminaban el fandango. Decidí entrar por el lugar más apenumbrado. Una anciana que dormitaba, sentada en el lugar dedicado a la cocina, se sorprendió al abrir los ojos y encontrarse con mi saludo. Rápido se repuso, me invitó a pasar, al tiempo que me señaló al grupo de los principales. De entre ellos se despegó un hombre alto, musculoso, muy moreno, con una notoria cicatriz en la frente, de camisa azul cielo y pantalón azul marino. Me extendió la mano entre extrañado y amistoso: “Buenas noches, amigo, Bulmaro Saguilán para servirle. ¿Usted es el nuevo maestro?”.
Esta historia es larga, amigo, está llena de dolor y mucha amargura. Me gustaría contársela pero no orita. No creo que sea el momento. Solamente le puedo decir que el maestro no se fue por su voluntad.
Le contesté negativamente. Me invitó a tomar una cerveza en el grupo donde estaba. Le di las gracias. “Disculpe mi atrevimiento, pero traigo mucha hambre. He caminado cuatro días sin comer. Siento que ya no puedo más”. El hombre de azul ordenó a la señora servirme de comer.
A pesar de mi hambre atrasada, me faltó dónde echar lo que me ofrecieron; yo, un burgués de ciudad, acostumbrado a recibir todo y dar poco, me pareció que las señoras que me atendieron desperdiciaron atenciones conmigo.
Cuando ya casi terminaba de comer, se acercó el mismo hombre de azul. La luz de las lámparas daba a su rostro un brillo áspero y agresivo. En general, su presencia contundente me despertaba un sentimiento de medrosa inseguridad. Me ofreció una de las cervezas que traía.
—Cuando lo vimos, pensamos que era el nuevo maestro… el que teníamos nos abandonó hace casi año y medio… Desde entonces vivimos sin nadie que nos dirija.
—¿Por qué se fue el maestro y ya no regresó? —pregunté, por decir algo.
El hombre de azul me observó por unos segundos. Intuí que le inspiraba cierta confianza. Enseguida me contestó en un tono que tendía a ser íntimo, con palabras venidas de una mezcla de tristeza, indignación y melancolía.
Esta historia es larga, amigo, está llena de dolor y mucha amargura. Me gustaría contársela pero no orita. No creo que sea el momento. Solamente le puedo decir que el maestro no se fue por su voluntad, porque se lo llevaron para no regresarlo nunca…
Bulmaro Saguilán cambió de tema y ánimo cuando se acercaron tres señores a pedirle que me invitara al grupo para seguir platicando. Así lo hizo. Uno de ellos, más moreno, con la cara sombreada a medias por el ala de su sombrero, me pregunta:
—De seguro usted no es de por acá.
—No. ¿Por qué? —le contesté.
—Porque usted no habla como nosotros, no es negro, es güero, de pelo amarillo, ojos verdes. Tiene toda la facha de los que vienen a ver qué se llevan de aquí, y por lo jodido que se ve, de seguro viene huyendo por algo que hizo quién sabe dónde.
—No. Yo no vengo huyendo por haber hecho algo malo ni a ver qué me llevo de aquí. Sólo voy de paso —le contesté.
—Bueno, sea lo que sea. Ahora estamos de fiesta y vamos a seguirla hasta que se acabe —terció Bulmaro.
Enseguida, Bulmaro procede a presentarme al hombre que me hizo las preguntas, a quien le encontré un notorio tic en el ojo izquierdo:
—Mire amigo, le presento a mi tío Atilano, hombre muy respetado y querido aquí en La Libertad.
Le contesté con la fórmula de siempre: “mucho gusto, señor”.
Al final del fandango, Bulmaro me invitó a pernoctar en su casa y a compartir el almuerzo de la mañana siguiente.
No podía despreciar un premio tan valioso en este momento de mortal resquebrajamiento moral, aunque la invitación viniera de una sola buena voluntad.
Desde el principio descubrí en Bulmaro a un hombre bueno, algo así como la antorcha que necesitaban los que viven en una situación tan estrecha, sin el horizonte que les permita ver las grandes aspiraciones y logros de la poliédrica vida humana. Estas son gentes abandonadas a su suerte, expulsadas de la historia, por eso para ellas, toda persona extraña merece la desconfianza de todos.
Acepté, claro que acepté, porque tuve la certeza que con esto empezaría a ver otra cara de mi verdadero país, la cara que no me dejaron ver los muros de oro en que estuve siempre encerrado: mi familia, mis amigos, colegios caros, becas en el extranjero, paseos por los lugares más nombrados del mundo…
La pobreza, la ignorancia y la violencia son muy de nosotros, pero no porque estamos muy contentos con ellas; nos llegaron quién sabe desde cuándo y aquí las tenemos.
—La verdá es que tú eres muy confiado. No escarmientas de cómo nos tratan los que no son como nosotros —oí, al despertar, la voz del tío Atilano.
—Este muchacho se ve buena gente. Algo me dice que nada perdemos con platicar con él. Al contrario, a lo mejor salimos ganando —replicó la voz de Bulmaro.
El diálogo se suspendió para dar lugar a un silencio salpicado de ruidos de platos y tazas. Luego un elocuente cuchicheo me dio a entender que se habían percatado de que yo ya estaba despierto. Tras tocar la puerta, la voz de Bulmaro me avisó que el almuerzo ya estaba servido. Al salir me encontré con su mano extendida. En la mesa su tío Atilano, acompañado por tres mocetones fornidos, hechos de puro músculo y fino color moreno, un anciano taciturno, dedicado a observar a todos, cada quien frente a su plato de chilaquiles y su taza de café negro. En el centro de la mesa un pequeño tenate lleno de tortillas envueltas en una servilleta bordada, una cazuela de barro con salsa roja y un platón repleto de cecina cuidadosamente cortada. Además, tres mujeres prestas a servir lo que pidieran los varones. A mí me reservaron el lugar entre Bulmaro y su tío Atilano, en quien noté prisa para manifestar sus resquemores ante mi presencia, actitud que Bulmaro trataba de atenuar sin contradecir las arremetidas de su tío.
En esto residía la gran autoridad moral de Bulmaro: la prudencia le servía para ser más firme ante los suyos y cuando hablaba por ellos, porque con su sabiduría los interpretaba justamente.
—Dispense nuestra manera de ser —me dijo Bulmaro cuando el almuerzo se dio por terminado—; nosotros, los negros de la Costa Chica, tenemos fama de violentos. Pero nadie se pregunta por qué somos así. Claro, muchos dirán que porque somos ignorantes, pero la ignorancia no nos cae del cielo. Tampoco la injusticia que sufrimos, ni la violencia que traemos en la sangre para defendernos. Ora agréguele usted la pobreza en que nos tienen. ¿A dónde vamos a dar? ¿O qué piensa usted de esto?
—No sé. Estoy muy confundido. Creo que debo escucharlos más para primero aprender mucho de ustedes —esto le contesté porque no tuve otra cosa qué decir.
Bulmaro vuelve a hablar como para convencerme de que ellos no son los principales culpables de su situación.
—Mire usted, amigo —dijo Bulmaro—, la pobreza, la ignorancia y la violencia son muy de nosotros, pero no porque estamos muy contentos con ellas; nos llegaron quién sabe desde cuándo y aquí las tenemos. El maestro Melquiades nos hizo ver lo bonito que son el saber y la cultura, y el daño que nos hace la violencia. Sin embargo, la cultura parece que no se hizo para nosotros…
—Pero, ¿por qué? —lo interrumpí.
—Porque a nosotros, la cultura casi nunca nos da la cara de frente; cuando la divisamos, siempre nos llega de reculada.
—Pero, ¿por qué? —vuelvo a interrumpirlo.
—Pa’ acabar pronto —torció don Atilano—, porque los que estudian, los dueños del saber, parece que aprovechan su tiempo en la escuela para aprender cómo chingarnos más y mejor, porque se ponen del lado del rico.
—Aunque a veces —vuelve a tomar la palabra Bulmaro—, entre los estudiados, también hay gente muy buena. Por ejemplo, ese gran maestro que tuvimos aquí en La Libertad. Además de ser nuestro protector, nos enseñó cosas muy buenas. Seguido nos aconsejaba que la violencia entre hermanos no debe existir, ni la envidia ni la discordia y todo lo que dificulte nuestra unidad. Que para tratar entre nosotros no hace falta el machete, ni la pistola ni la escopeta…
—Pero sí nos hacen falta —volvió a intervenir Atilano— el machete, la pistola y la escopeta cuando tratamos con cabrones que nos vienen a chingar.
Atilano fue muy cortante en su advertencia, hecha no sólo a “los cabrones que llegan a chingar”, sino también a mí, con una antipatía nada disimulada. Lo entendí como una declaración de guerra. Lo vi en el destello de sus ojos cuando dijo lo que dijo, hasta el tic de su ojo izquierdo se le aceleró impulsivamente. Por lo pronto me dejó sin ideas, sin palabras para continuar la conversación. Me llegó un fuerte deseo de darles las gracias y despedirme en plan honorable. Tuve el temor de si permanecía entre estas gentes de reacciones tan elementales, acabaría muy mal. Lo mejor es irme antes que me involucren en sus primitivos odios y resquemores, pensé. No obstante me contuvo ese sentimiento de ecuanimidad que nos induce a la serenidad.
—Así hablamos, amigo, pero esto no lo tome a mal —dijo Bulmaro—. Lo que decimos es porque nos nace y no necesitamos de la falsedad para engañar a nadie. Con esta sinceridad nos saludamos y así nos despedimos.
Mientras decía lo anterior, hasta los agresivos rasgos de su cara se atenuaron; la fiera cicatriz del lóbulo frontal derecho —huella persistente del rozón de una bala o el filo de un cuchillo— se le convirtió en un inofensivo adorno. Sus palabras las oí recorrer muy suavemente, como el agua de un arroyo apacible, lento, que besaba piedra por piedra que encontraba hasta consumirse de tanto rodar libremente.
—Cambiando un poco de tema, don Bulmaro, desde que supe el nombre de este pueblo, me llegó una curiosidad: ¿por qué le pusieron La Libertad? —pregunté.
—Su pregunta no me parece rara, amigo, lo mismo nos dijo el maestro Melquiades cuando llegó. Hasta nos comentó que cuando salió de la Normal, le dieron el nombre de varios pueblos, y él vino aquí porque fue el nombre que más le gustó —vi que mi pregunta fue bien recibida por todos. Luego agregó Bulmaro:
—Al maestro le contesté lo mismo que le voy a decir a usted: esta pregunta es para mi abuelo Honorio Saguilán, el más viejo de este pueblo, el único que le puede hablar de nuestra historia desde el comienzo. Mi abuelo es el señor que tiene enfrente y no creo que se niegue a decirle algo.
El señor es como de noventa años, del mismo moreno que los demás; delgado, seguramente muy alto en su juventud; sentado luce encorvado, y su cabello alfombrado blanco contrasta radicalmente con el color de su rostro. No se niega al requerimiento de su nieto; al contrario, muestra gusto por hablar de su pasado:
—Nuestros antepasados fundaron este pueblo por pura necesidá —empezó el anciano, muy emocionado—, llegaron huyendo de sus amos, que los perseguían valiéndose de todo. Muchos murieron bajo el fuego de sus armas o la ferocidad de sus perros. A otros los agarraban vivos, los torturaban y todos lastimados los regresaban para tratarlos como animales peligrosos. Los llamaban cimarrones. Los tenían como malos sólo porque se escapaban para buscar su libertad. En estos lugares, a la orilla del mar, se juntaban muchos cimarrones porque divisaban a lo lejos barcos que pasaban y les dejaban la esperanza de que algún día los agarrarían por la fuerza para regresar a su tierra. Nunca se supo que algunos lo lograran, pero desde entonces la esperanza sigue viva, por eso nuestros antepasados le pusieron a este lugar por nombre La Libertad. Los más viejos que vivimos en estos pueblos, a la orilla del mar, guardamos muchas historias que hablan de nuestro pasado. Esto nos mantiene unidos, aunque sólo sea y como dicen los que no nos quieren, para vivir la vida que merecemos: una vida de negros.
Nuestros antepasados fundaron este pueblo por pura necesidá, llegaron huyendo de sus amos, que los perseguían valiéndose de todo. Muchos murieron bajo el fuego de sus armas o la ferocidad de sus perros. A otros los agarraban vivos, los torturaban y todos lastimados los regresaban para tratarlos como animales peligrosos. Los llamaban cimarrones. Los tenían como malos sólo porque se escapaban para buscar su libertad.
Hubo un breve silencio, que interrumpí con otra pregunta:
—He escuchado, muchas veces, hablar del maestro Melquiades. Lo quieren tanto que podría decir que lo veneran como un héroe, como un protector. ¿Por qué si es así los abandonó?
Bulmaro se me quedó viendo, un tanto desconcertado. Su tío Atilano, molesto, le dijo a Bulmaro que ya estaba bien, “de nosotros ya sabe mucho pero de él no sabemos nada. ¿Cómo sabemos si no es hasta policía que los ricos mandaron pa’ saber cosas de nosotros?” Bulmaro me observó por varios segundos. Luego soltó un suspiro que no pude descifrar. Estaba entre la exigencia de su tío y algo que no podría seguir conteniendo. ¿Quién era yo? ¿Qué era lo que yo buscaba? ¿Mis propósitos merecían la confianza de Bulmaro? Desafiando la autoridad y advertencia de su tío, Bulmaro siguió jugándosela conmigo:
—La partida del maestro nos marcó a todos, y es bueno que usted sepa cómo empezó y acabó nuestra tragedia.
Bulmaro se detuvo. Echó una mirada cariñosa a su tío, que lo observaba entre tenso y severo. Siguió resuelto a decirlo todo:
—El maestro Melquiades vino aquí, al salir de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Lo recibimos como a un rey, y más cuando vimos que no solamente se dedicaba a enseñar a nuestros críos sino que se entregó, de lleno, al servicio de todos nosotros. Para él no había día de descanso. Así como enseñaba a nuestros chiquitillos, también nos reunía los domingos a los padres y a todos los de la comunidad, para explicarnos la Constitución Política de México y de otras leyes que hablan de nuestros derechos.
Bulmaro volvió a detenerse. Ahora como si la emoción le alumbrara el camino de este gran recuerdo:
—¡Qué bonito nos hablaba de nuestra historia patria! De cómo trataron los españoles a los indios. Cómo trajeron a los negros, los hicieron esclavos hasta que los indios y los negros se rebelaron dirigidos por don Miguel Hidalgo, don José María Morelos, Vicente Guerrero, que era hijo de negros como nosotros. ¡Cómo nos emocionaba cuando nos hablaba de la Revolución Mexicana, de hombres como Pancho Villa, Emiliano Zapata, de Flores Magón y tantos otros que mataron porque a los ricos no les convenía que siguiéramos su ejemplo. También nos enseñaba a preparar la tierra, a escoger las mejores semillas, pero también a defender nuestra cosecha de los acaparadores. Él nos decía: “yo no vine a pelear con nadie, son ustedes los que tienen que organizarse y aprender a defenderse.”
Los más viejos que vivimos en estos pueblos, a la orilla del mar, guardamos muchas historias que hablan de nuestro pasado. Esto nos mantiene unidos, aunque sólo sea y como dicen los que no nos quieren, para vivir la vida que merecemos: una vida de negros.
—El maestro, seguramente, era de por acá, de la Costa Chica —le inquirí.
—Sí —me contestó—, pero del lado de Oaxaca; de San Antonio, un pueblo de mestizos que tiene de todo: güeritos, uno que otro negrito, pero los que más abundan son los de color mixteco, como el maestro Melquiades.
—O sea que es indígena mixteco —le dije con la presunción de precisar.
—No mixteco puro, pero tenía mucho de eso —me corrigió Bulmaro.
Lo dicho hasta aquí, dio lugar a que Bulmaro me relatara la historia del maestro Melquiades. Palabras más, palabras menos, es la siguiente:
“El maestro Melquiades no era negro como nosotros, pero tenía muchas razones para entender nuestros sufrimientos y nuestras necesidades. Él fue de una familia que merecía ser feliz… si el diablo no hubiera metido la cola. Su papá, gracias a que había sido militar, fue armero y de los buenos. Un día, un señor que probaba una pistola que le llevó a componer, se le fue el tiro y lo mató. La viuda se quedó con dos hijos. Como la de malas no anda en burro, por cosas de amores, mataron a su hijo mayor. La mamá, tal vez por el pesar, murió poco después. El muchachito Melquiades quedó a la intemperie de la vida.
”Meses después, un tío que vivía en el pueblo de Atoyac, se lo llevó para inscribirlo en la Escuela Normal de Ayotzinapa. Aquí hizo amistad con otro jovencito llamado Lucio Cabañas, que se quisieron como dos hermanitos, desde estudiantes hasta después como maestros. Eran tan unidos que el mismo maestro Lucio llegó a decir que los dos formaban un solo animal político, porque pensaban igual, tenían los mismos sentimientos y las mismas ilusiones: tenían que educar a los pobres para que, organizados, se defendieran de los ricos.
Hizo amistad con otro jovencito llamado Lucio Cabañas, que se quisieron como dos hermanitos, desde estudiantes hasta después como maestros. Eran tan unidos que el mismo maestro Lucio llegó a decir que los dos formaban un solo animal político, porque pensaban igual, tenían los mismos sentimientos y las mismas ilusiones: tenían que educar a los pobres para que, organizados, se defendieran de los ricos
”No eran los únicos que pensaban así, por eso, cada vez que hablaban a los campesinos, lo que decían caía como brasa en hierba seca.
”Ya como maestros, anduvieran donde anduvieran, no se perdían de vista. Se apoyaban en todas las reuniones que organizaban. De eso nos platicaba el maestro Melquiades, y a todos nos emocionaba porque se oía muy bonito, pero también pensábamos que era muy peligroso lo que estaba haciendo, porque siempre hemos creído que el que estudia acaba por darle la espalda al pueblo, porque no le conviene defenderlo. A veces le hace creer que está de su parte, pero solamente le hace creer o se hace el disimulado, porque si de a de veras los defiende, haga usted de cuenta que se mete en las patas de los caballos en plena carrera. Dígame si no. Si usted me dice que no es cierto lo que le estoy diciendo, entonces saldría sobrando seguir contándole la historia del maestro Melquiades, hasta lo que le pasó el año pasado. Verá usted: el 15 de mayo del año pasado, celebramos en nuestra escuela el Día del Maestro, con una gran comida y un gran fandango. Bailamos todo lo que nos mandaron los cantantes con sus guitarras. El maestro Melquiades también se dio gusto cantando corridos de la Revolución. Hasta nos hizo llorar cuando cantó La tumba de Villa. Mi hermana Perla, su mujer, se olvidó que tenía ocho meses de preñada y bailó como si nada tuviera en la panza. Fue el último día de felicidad que vivimos en La Libertad.
”Tres días después, el maestro Melquiades tuvo que irse a una reunión de maestros, padres de familia y campesinos, citada por el maestro Lucio Cabañas, en la Plaza Cívica de Atoyac, allá en la Costa Grande, el siguiente 18 de mayo. El gobierno dejó que la gente se reuniera, para luego abalanzarse contra el mitin para escarmentar a los rebeldes con los muertos que resultaron. El maestro Melquiades fue de los primeros en caer. Su cuerpo quedó tirado, entre otros, en el centro de la Plaza.
”Desde entonces, el maestro Cabañas y otros cambiaron el gis y el pizarrón por las armas. Desde entonces andan de alzados en la montaña, perseguidos como si fueran bandidos.
”El resulto de este día cambió la vida de La Libertad: perdimos a un gran maestro, a un gran amigo y a un protector. Mi hermana Perla perdió a su marido y a su hijo, porque a los tres días de la muerte del maestro, malparió. Desde ese día, en señal de duelo, izamos nuestra bandera a media asta. Después de un año y medio sólo queda el mecate que la amarraba, porque el sol, el viento y los aguaceros se la acabaron. Así seguirá la escuela de triste hasta que nos manden un nuevo maestro.”
Si usted me dice que no es cierto lo que le estoy diciendo, entonces saldría sobrando seguir contándole la historia del maestro Melquiades
—Bueno, amigo, ya sabe mucho de nosotros, pero de usted no sabemos nada —reclamó don Atilano.
—Así es, amigo —completó Bulmaro lo dicho por su tío. Luego agregó— Nos gustaría saber cómo llegó usted aquí con nosotros. Hasta orita, parece que nos cayó del cielo.
—O del infierno, diría yo —agregó una vez más don Atilano.
—Yo más bien creo que del infierno —dije convencido.
Hubo un silencio denso, lleno de la mirada de todos. Cuatro días me parecieron mucho tiempo de dolor enterrado, de calcinante vacío. Llegó el momento de mi catarsis, para dar a saber lo que no había podido compartir. De algo me ayudará una sincera confesión, pensé. Primero decidí presentarme:
—Mi nombre es Eliézer Mondragón, médico. Desciendo de una familia burguesa, de clase media alta, como también se dice. Desde niño tuve una vida regalada: colegios caros, tanto del país como del extranjero. Paseos por todo el mundo, menos por mi país. Fui un estudiante modelo, según mi círculo social; hablo, mejor que nuestro idioma, el inglés y el francés. Sé mucho de historia de los países que dominan al mundo, pero de lo que pasó y está pasando en mi país sólo como pura curiosidad. Siempre me había considerado muy enterado de los problemas mundiales, pero todo lo que sé es a través de la información que dan la radio, la televisión, revistas, periódicos hechos a la medida de mi clase social…
De pronto tuve la impresión de estar exhibiendo ante estas gentes a un animal raro de un circo. Les pregunté si deseaban que continuara. Bulmaro me contestó que en eso habíamos quedado, que ellos hablarían de lo suyo y yo de lo mío. Seguí desahogándome.
—La primera experiencia directa que tuve con el pueblo fue cuando colegas del hospital donde yo trabajaba, se unieron a un movimiento organizado por compañeros médicos de hospitales del gobierno. Al principio no entendía muy bien los motivos de su lucha: mejores condiciones para ejercer la profesión, mejores salarios para los médicos y los demás trabajadores de los hospitales, suficientes medicinas para los pacientes y muchas cosas más. Influido por una joven médica, representante de uno de los hospitales más combativos, empecé a comprender los verdaderos problemas, y entusiasmado decidí participar en mítines en las calles, los mercados, escuelas oficiales, a repartir volantes en donde se explicaban los motivos del movimiento, principalmente a amas de casa, jóvenes estudiantes, trabajadores, empleados públicos y otras gentes con necesidades de sobra. A pesar de que hubo mucha unión, el movimiento fracasó. Los médicos fueron acusados de atentar contra las instituciones y contra la salud del pueblo. Finalmente fueron reprimidos.
”Pero la lumbre prendida siguió avanzando hasta estallar el Movimiento Estudiantil, masacrado el 2 de octubre, hace apenas cuatro días, en la Ciudad de México, a casi año y medio de la matanza de Atoyac, en donde murió el maestro Melquiades.
”Ustedes y yo tenemos algo en común; el dolor guardado para siempre en la memoria. A ustedes les pesa haber perdido al hombre que pudo ayudar a mejorar el destino de su pueblo, y yo, estoy muriendo por haber perdido a Marcela Cid Olmos, la jovencita que me enseñó lo que es mi verdadera patria, mi pueblo y comprometidos para casarnos este mismo mes de octubre.
No resistí más. Les pedí el mayor favor que, tal vez, podían concederme: dejarme llorar hasta deshacerme. “Júzguenme como quieran” —les dije—, “yo sé que ustedes son hombres duros, hechos para no llorar, pero para mí es demasiado recordar, en mis cinco sentidos, aquellos alaridos, gritos potenciados con toda la furia de la impotencia. Cada vez que los recuerdo vuelvo a morir en plena vida, como vi morir a Marcela, aquella joven médica que me enseñó a sufrir y a vivir como verdadero mexicano”.
Se me fue la voz; los recuerdos me silenciaron para quedarme en la soledad absoluta, tan privada, tan mía que la misma muerte se negaba a salvarme.
—Siga hablando, amigo, llore a gritos todo lo que pueda, nosotros también sabemos lo que es eso —oí la voz temblorosa de Bulmaro, que me regresó a estar con ellos.
Casi sin darme cuenta, seguí hablando:
—Llegamos a las cinco de la tarde. Nos hundimos también en el entusiasmo de la multitud apretujada en la Plaza de las Tres Culturas. Marcela, llorando de emoción, me enseñó un niño de cuatro años, que montado en la nuca de su padre, mostraba al mitin, tan alto como podía, una cartulina con un mensaje conmovedor: Mi madre no vino porque está enferma.
Se me fue la voz; los recuerdos me silenciaron para quedarme en la soledad absoluta, tan privada, tan mía que la misma muerte se negaba a salvarme.
”Pero el encanto sufrió su providencial final. Este día estaba condenado a inmortalizarse, llevándose en su agonía centenares de vidas. Llovieron granizos mortales envueltos en lumbre. El cielo también arrojó su descarga de lágrimas, porque él tampoco fue tomado en cuenta por la necesidad ciega de la voluntad urdida desde el poder inexorable. Sangre y llovizna formaron una sola humedad.
”Por aquí, le dije, y en medio de la Plaza de las Tres Culturas, nos tiramos boca abajo sobre el pavimento humedecido. Caímos junto a un joven que, boca arriba, mostraba al cielo el ojo izquierdo reventado por una bala expansiva. Cuando Marcela lo vio, se hincó y se llevó el puño derecho a la boca para morderlo fuertemente y contener el grito. La abracé para volver a tirarnos al suelo. Ella me estrechó hasta querer diseminar su cuerpo con el mío. Reptando buscamos la orilla de la Plaza. Empezamos a correr agazapados, para llegar a protegernos en los muros de la iglesia que permanecía impasible. En plena carrera, Marcela me dio a entender que tropezaba y cayó. Le pregunté si se había lastimado. Ya no alcanzó el tiempo para contestarme, tal vez ni para oírme. Le pasé la mano por la espalda y encontré la sangre que la obligó a callar. No sé cuánto tiempo la tuve conmigo. Solamente recuerdo que unos hombres, henchidos de odio profesional, me la quitaron a golpes.
Para mí mismo llevo cuatro días de muerto, y no sé por cuánto tiempo seguiré siendo testigo de esto.
”No pude dar razón de ella a nadie. Para mis padres, para los padres de Marcela, para los colegas del hospital, para todos nuestros amigos, los dos morimos. Para mí mismo llevo cuatro días de muerto, y no sé por cuánto tiempo seguiré siendo testigo de esto.
Desde muy lejos oí la pregunta de Bulmaro:
—Y ahora, ¿a dónde se dirige?
—No podría decirles el lugar exacto a donde voy. Sólo sé que tengo una desesperada prisa por llegar —les dije poniéndome de pie.
Levanté mi mano derecha en señal de despedida,
—Quédese con nosotros, amigo —me dijo don Atilano.
—Gracias —le dije— debo llegar al final.
Salí de la casa que sentí tan ajena como la vida misma, con gentes que entraron a mi vida demasiado tarde para hacerlos míos y me ayuden a vivir.