A José Emilio Pacheco y Miguel Ángel Leal Menchaca
(Este es un texto que andaba por ahí traspapelado y que ahora pongo a consideración de nuestros lectores y ojalá sea de su agrado.)
No deja de asombrarme la capacidad del hombre para llenar su vida de significados y significantes. Me asombra que el número “4” pueda contener cuatro cosas, que la palabra “río” lleve en esas tres letras un gran caudal de agua, que la palabra “fuego” sea una palabra que quema y la palabra “amor” tenga tantos y tan variados sentidos. Nunca dejamos de agradecerles a esos oscuros antepasados nuestros, sujetos que ni siquiera podemos ubicar con un nombre, quienes en el principio de los tiempos dibujaron, conceptualizaron y volvieron simbólicos las letras y los números.
Todo esto lo hicieron con el fin de hacernos sencilla la vida pero también para complicarla —porque así como existe el bien, para poder saber lo que es, se necesita conocer el mal—: por eso de tales signos dibujados salieron palabras, el alfabeto, la poesía, la literatura, los libros, los nueve números básicos y las matemáticas. A partir de esto el mundo se vuelve sencillo y complicado al mismo tiempo, lo que nos lleva a examinar nuestras obsesiones y complejos, vicios y virtudes.
Contar un relato y contar el número de cabras que poseía, era la misma operación y acción para los pastores árabes —a quienes les debemos (al igual que a los hindúes) los números que llevan su nombre—, no en balde en uno de los libros que puede ser considerado grande entre los grandes se llama El libro de las mil y una noches, se reúnen estas dos operaciones esenciales para el desarrollo de la humanidad: contar con los relatos y enumerarlos, ponerles número. Para ellos mil noches eran muchísimas noches, infinitas noches, pero ya era infinito más una. De aquí saldría una de las ideas y de las tesis centrales de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Argentina, 1899-Ginebra, Suiza, 1986), de que hay una correspondencia sumamente estrecha entre el lenguaje de los números y de las letras. Sus obsesiones son: los laberintos, los espejos, los tigres, la cabala y las mitologías.
Todas las culturas del mundo tienen sus números mágicos, sagrados o cabalísticos. Los teotihuacanos honraban a los seis puntos cardinales y quemaban incienso hacia el norte, sur, este y oeste, además de arriba y abajo. Entre los nahuas era el número siete porque venían de un lugar llamado Chicomoztoc, ‘el lugar de las siete cuevas’, siendo ellos quienes habitaron la última y siguieron hasta el final, aunque también tenemos siete orificios en el rostro: dos ojos, dos oídos, dos fosas nasales y una boca, lo que significaba que venían del hombre mismo, de sí mismos. El universo de los hñanús —mal llamados “otomís”— está formado por tres puntos cardinales, tres dioses: el dios coyote, el dios viento y el dios fuego y ese es su número, el tres, por eso en sus fogones colocan sólo tres piedras y sus bancos únicamente tienen tres patas.
A partir de las viejas tradiciones judías sobre “El Mesías” y la llegada de Jesús de Galilea, “el Nazareno”, se forman, renuevan y estipulan nuevos preceptos y conceptos: los diez mandamientos de la ley de Dios, entregados a Moisés en el monte Sinaí, se señala el misterio de la Santísima Trinidad: padre, hijo y espíritu santo y, cuando el cristianismo se institucionaliza y se vuelve religión de Estado, se maneja el concepto de “pecado” y se mencionan a los “siete” que son capitales —al principio eran nueve pero se quedaron en avaricia, envidia, gula, ira, lujuria, pereza y soberbia—; también existe la costumbre y la tradición de presentar a los niños y niñas a los tres años, como en algún momento lo hicieron con María, Juan el Bautista y Jesús.
En el amor, por ejemplo, se dice que cuando es verdadero se deben de compartir las seis “eses”: sudor, sangre, saliva, semen, sentimiento y sinceridad. El número del maligno es 666 y un ungüento medicinal que se llamaba así siempre fue mal visto hasta que cambió de nombre. Entre las tribus árabes para dar la idea de “infinito”, unos pocos años antes de que Mahoma propusiera al Corán como el conjunto de reglas a seguir y cumplir, señalaban al número ocho (8) como muy importante, porque al dibujarse no se le ve ni el principio ni el fin; igual sucedía entre los alquimistas, quienes señalaban que dicho número representaba el infinito, ese era su símbolo.
Un bolero mexicano menciona que tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor. En los Estados Unidos muchos edificios y rascacielos no tienen el piso 13, porque existe la superstición de que es de mala suerte; igual sucede con el martes o el viernes 13. Entre los gays mexicanos se menciona que, cuando se cumplen los 41 años, se llega a la edad de las ilusiones porque, o se sigue con la misma preferencia sexual o se cambia rumbo, todo esto debido a un hecho que sucedió en la postrimería del Porfirismo, cuando se celebró un baile de homosexuales, los cuales fueron detenidos en una redada y, se decía, que el invitado número 41 era yerno del dictador. Entre las adolescentes siempre está el anhelo de llegar a los quince años y que se realice la tradicional fiesta, donde ella es la reina y, simbólicamente, deja de ser niña para volverse mujer.
A mí siempre me pareció, desde que tuve uso de razón, que los números 4, 14 y 24 eran mis números de la suerte, porque siempre me sucedían cosas agradables en esos días marcados. Ahora siento que mi número es el 69 —ojo mal pensados: no es por la posición erótica que representa—, porque he soñado que me gano la lotería con un seis o un nueve, además de formar el símbolo del yin y el yang y que es un cero, ambos dibujos representan la armonía para las filosofías chinas. Ahora me gustan mucho los días “10” y el mes de octubre, que es ese número del año, espacio temporal, que me ha traído muchas satisfacciones —una hija, amor, dinero. Pero evito los días terminados en siete (7) porque me han pasado cosas terribles en ellos.
Es casi seguro que el hombre llegó a seleccionar determinados números, luego de observar varios acontecimientos o sucedidos, en ciertas situaciones y días, y esto lo posibilitó para formar las características fenomenológicas que hacen sagrado a esa representación nominal. Los números no tienen una existencia concreta como los objetos que vemos a nuestro alrededor. Los números son propiedades, como el color, la forma, las dimensiones, etc. No existe ningún objeto que se llame “un grande”, pero hay objetos grandes. El tamaño es una propiedad sin existencia concreta. Lo mismo pasa con el color; no se puede decir: “aquí tienes un azul”, al menos que hablemos de una cosa determinada; pero hay objetos azules. Las dimensiones, los colores, las formas, son propiedades o atributos que se refieren a unos objetos individualizados. El número es una propiedad que se refiere a colecciones, a conjuntos de objetos. Ningún objeto puede tener la propiedad de dos.
En mi ya larga vida de lector y periodista profesional, iniciada conscientemente en 1973, he sido testigo de muchos hechos y sucesos literarios, coincidentes y divergentes, pero ninguno tan inquietante como los que propone y plantea Jorge Luis Borges en muchos de sus libros, poemas y relatos: como sería el caso del laberinto —“una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”—, los espejos y la cópula —“…son abominables porque multiplican el número de los hombres”— y las bibliotecas circulares, porque “un libro te lleva a otro libro,/ que a la vez te lleva a otro libro y éste a otro,/ a otro y a otro, hasta llegar acaso al libro,/ del que habías partido”, igual sucedería con los mapas en donde un pequeño espacio de colores representa un país y “es” el país. Todo esto en Borges se vuelve obsesión y certeza, su literatura así lo presenta.
Luego vienen los grabados y dibujos de M.C. Escher (Maurits Cornelis Escher, Holanda 1898-1972), quien pese a no conocer al autor argentino tiene en su obra gráfica las mismas obsesiones discursivas. Este artista plástico maneja también en sus imágenes tridimensionales la idea de un más allá que se concreta en la palabra “Infinito”. Si ustedes observan con detenimiento la reproducción de los grabados Cubo de escaleras, Día y noche o Espejo mágico —este último de 1946, cuyo título lo escogió y no casualmente el matemático Bruno Ernst, quien trabajó estrechamente con el artista para poder explicar el cómo concebía y conseguía estos planos—, verán que se fundamentan en un triángulo, en una triada que parte de lo que el pintor ve, lo que el espectador ve y lo que debería verse.
Escher lo dice: “Asombrarse es la esencia de la vida” y al ver sus trabajos y leer a Borges, lo primero que nos causan es asombro, extrañeza: el escritor argentino en el relato “El Aleph” nos dice que éste es “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”. Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo y equivale a nuestra “a”. Es parecida a la “n”latina y en la cábala o tradición hebraica representa el eje de todo movimiento, el sitio donde convergen las direcciones del universo y que, al mismo tiempo, está en cualquier punto, siendo centro de todos los círculos. Este relato no permite ver la frontera entre la realidad y la ficción, entre la metafísica y los conceptos estéticos.
Menciona Borges con respecto a “Pierre Menard, autor del Quijote”: “un hombre leyendo el Quijote de Cervantes es Miguel de Cervantes escribiendo el Quijote”, porque creación y recreación son instrumentos del mismo hecho estético. Así también la idea del Relativo, Infinito, Constantes, Variables, los mismos números, primos o no, el valor de π (pi), las 25 letras que forman nuestro alfabeto y que nos permiten una creación infinita de palabras y la creación de los palíndromas —palabras que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda: “Dabale arroz a la zorra el abad”—, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna —“La Z es un 7 que pide perdón”, ”Un tornillo es un clavo que se peina de raya en medio”—, las jitanjanforas de Alfonso Reyes —que a su vez se dividen en dos: jitanjanforias, cuando se está contento, y jitanjanfurias, cuando se está enojado (un ejemplo: “Por el río Paraná,/ viene navegando un piojo,/ con un lunar en el ojo/ y una flor en el ojal”)—, son con mucho los materiales de nuestro asombro literario y cotidiano que nos deja perplejos y a la vez nos llenan de certezas: el hombre es capaz de lograr todas las virtudes, llegar a todas las cimas y a la vez de perpetrar todas las bajezas, degradarse en las simas.
Chapingo, San Vicente Chicoloapan-Iztapalapa, Bondojito, Ciudad de México-Dios Padre, Finca San Francisco, Ixmiquilpan, Hgo., a 4 de julio del 2005-9 de julio de 2019.