Zendaya (Spider-man: Far from Home) protagoniza el primer drama adolescente original de HBO: Euphoria. En el reparto la acompañan un montón de caras nuevas como Hunter Schafer (modelo y activista por los derechos de las personas trans), Sydney Sweeney (estrella de Instagram), Maude Apatow (Nación asesina) y Jacob Elordi (El stand de los besos). Esta serie de 8 episodios sigue a un grupo de estudiantes de instituto mientras lidian con problemas propios del paso a la adultez como las drogas, sexo, violencia y búsqueda de identidad.
Euphoria contiene toda clase de tropos recurrentes en las ficciones adolescentes. Para empezar, la acción tiene lugar en un pequeño pueblo suburbano y su preparatoria, con su respectivo sistema de castas compuesto por el quarterback del equipo de americano (hijo de la familia más rica del pueblo, cómo no), un deportista déspota, manipulador y volátil que lo mismo trata a su novia, la porrista abeja reina del colegio, como una princesa que la humilla por su forma de vestirse; el círculo social de la pareja fomado por los más populares de la escuela, amos de las fiestas y cómplices de esparcir los rumores más dañinos de turno; una protagonista yonki, sínica y que se mueve al margen de este sistema de clases, cuyos más grandes problemas son dónde conseguirá su próxima dosis, y quien además funge como narradora a lo largo de la temporada; y Jules, la chica nueva, brillante, dulce, poco convencional y de la que Rue se enamora y que podría ser el ángel que la salve de sus adicciones.
No obstante, Euphoria en realidad también va de subvertir expectativas y de mostrar la naturaleza más humana de los adolescentes y es en este punto es donde se despega de dramas como 13 Reasons Why, con tramas detectivescas y efectistas, y se acerca más a series como Skins, donde los personajes son el foco principal y la trama es apenas el hilo conductor de los une. Porque Nate, nuestro “antagonista”, habla y actúa como un abusador y un psicópata, pero sus problemas de ira tienen más que ver con las tendencias homosexuales que está intentando reprimir en un núcleo familiar donde la reputación de un hombre lo es todo y menos con una maldad simplemente intrínseca. Maddy, su novia, reconoce que la relación de sostienen es tóxica y que ella está siendo víctima de abuso, pero aun con todo sabe que hay una diferencia entre reconocer lo correcto y tener la fuerza de voluntad para llevarlo a acabo y esa misma dicotomía la que la tiene asqueada de sí misma y de su codependencia. Rue busca anestesiar su mente con drogas porque siente que los tratamientos médicos para controlar sus trastornos de déficit de atención y bipolaridad no le brindan la calma mental que anhela. Y a Jules resulta que le aterra pensarse como el salvavidas de Rue porque tiene problemas serios de autodesprecio y se va alejando poco a poco a poco de ella. Lo mejor es que la forma en que son presentados estos trasfondos (al principio de los episodios, un personaje por capítulo) es ya no sólo interesante sino original en cuanto a puesta en escena, con secuencias narradas por la propia Rue a modo de montajes o cold open.
El mensaje principal de la serie es la búsqueda de control. En una etapa de la vida donde la identidad de los individuos está apenas construyéndose y dónde los cambios físicos y emocionales son una montaña rusa, donde los impulsos y los arrebatos son difíciles de refrenar, nuestros protagonistas tienen necesidad de saber que al menos un aspecto de sus vidas está bajo control. Tarea que será casi imposible teniendo en cuenta que además de sus hormonas, está el asunto del abuso de drogas y la falta de criterio.
No obstante, los temas que abarca la serie son tantos como personajes hay. Uno de los más interesantes y quizás menos explorados en la televisión es el que tiene que ver con los peligros de la filosofía individualista y el pensamiento positivo, puesto que en una sociedad atomizada que te dice que el éxito profesional está al alcance de todos, que el destino está únicamente en manos del individuo y que todo sueño es posible con esfuerzo y dedicación, nadie quiere admitir que si todos fuéramos especiales, entonces nadie lo sería. Incluso personajes a los que les han inculcado una sola meta en la vida, a quienes les han augurado un futuro prometedor y quienes cargan altas expectativas en sus hombros, se sienten perdidos, frustrados, sin un plan B, cuando lo que les prometieron no empata con la realidad, que después de todo no son los copos de nieve únicos y especiales que siempre les dijeron que eran. El personaje de McKey es en quien más impacta esta situación cuando se da cuenta de que, a pesar de haber sido el mejor jugador de su promoción, en la universidad no es nadie y que sus posibilidades de llegar a la NFL se desvanecen.
Y en medio de todo esto está una capa que permea en los problemas de casi todos los personajes de la serie: tanto hombres como mujeres están condicionados por la masculinidad tóxica y la cultura del machismo. Los hombres porque viven bajo las exigencias de ser fuertes, dominantes y estoicos y están preocupados por obtener la aceptación de sus congéneres a través de poseer a las mujeres más que amarlas para demostrar su hombría (por ejemplo, cuando McKey intenta evitar que sus amigos hablen mal de Cassie pero termina cediendo a la presión social). Las mujeres porque llegan a sentirse más o menos seguras de sí mismas en función de lo que los hombres quieran obtener de ellas y de cómo las cataloguen, llamándolas zorras o mojigatas, queriendo tener solo sexo con ellas o aceptando presentarlas en una cena familiar (los arcos de Jules y Kay son los que mejor representan esto, basando su valor y búsqueda de la “femineidad” en cuántos tipos quieran acostarse con ellas).
Siguiendo con la misma línea de pensamiento, vemos cómo en este mundo adolescente donde las hormonas están descontroladas y los individuos empiezan a reconocer sus cuerpos, el sexo es la moneda de cambio. Los personajes como Nate y McKay son incapaces de tener relaciones sexuales con las mujeres sin intentar imitar las falacias que han aprendido de la pornografía, donde las mujeres gozan con el sometimiento y la violencia y donde parece que la satisfacción masculina y la eyaculación están por encima del disfrute de ellas. Pero las cosas no siempre son así en la vida real, menos cuando de por medio están situaciones como el consentimiento o los sentimientos.
En cuanto a la fotografía y el montaje, Euphoria bebe de la estética de películas como Trainspotting y Requiem por un sueño. La composición audiovisual de exceso de planos inclinados, planos aberrantes, travellings que dibujan trayectorias imposibles y luces de neón estereoscópicas para representar el estado alterado que causan las drogas en los personajes. Pero además tiene la bondad de presentar plano-secuencias donde un número copioso de situaciones pasan al mismo tiempo con una coordinación impresionante que solo dan lugar a la admiración. Secuencias como la Rue literalmente caminando en las paredes de una habitación son memorables y refuerzan poderosamente a la narrativa.
Lo único que podría achacársele a la ficción de HBO es que las situaciones se sienten extrapoladas por el tono de la serie. Primero porque exige que el espectador entre en el juego de que actores de treinta y pico años son adolescentes estadounidenses clase media. Segundo, porque, además, empatizar con los personajes a pesar de que en ocasiones tienen un escaso sentido común a la hora de tomar decisiones, sobre todo en los primeros capítulos, resulta el mayor reto en este tipo de producciones de corte juvenil.
Con todo esto dicho, podemos concluir que Euphoria es una serie de altos estándares estéticos y narrativos que de forma cruda y decadente nos arroja de cabeza a una pesadilla adolescente de 8 capítulos de la que vamos a querer despertar, pero que no podremos dejar de ver.