Hace ya un rato que vengo reflexionando sobre los matices en las cosas, las teorías, los peros, los espacios intermedios, los umbrales o los limbos. Es como de esos temas o tópicos que se te meten en la cabeza y cobran vida, los ves en todos lados, en todos los discursos, actitudes, posturas corporales e ideológicas. Obviamente mi ser migrante es la razón principal. Vivo de forma permanente en esos claroscuros: pensando en dos idiomas, viviendo dos culturas, con al menos dos usos horarios en la mente y editándome cuando me hablo con gente que no es de mi ciudad o contexto cultural.
Pero no solo es mi condición de migrante. Reflexionando, veo cómo en muchos otros aspectos voy viviendo en los márgenes, en las fronteras de algunas disciplinas, escuelas de pensamiento o ideologías. Eso me hacía experimentar una permanente sensación de carencia: nunca una socióloga con análisis profundísimo y rápido y tampoco formada en psicología aunque me interesaba muchísimo.
Como psicoterapeuta, percibía mi práctica profesional muy cargada de feminismo y de perspectiva de clase, cuestionando explotación y opresiones, privilegios —cosa que, por cierto nunca se aborda en las formaciones psicoterapéuticas, no al menos de las que tengo noticia. Como socióloga, a veces me parecía que ponía mucho énfasis en la vida emocional, en los vínculos interpersonales, en la vida cotidiana: una parte de la sociología no muy bien vista. Recuerdo ese debate sobre qué pesa más, si las macro-estructuras o las micro-estructuras. Me viene a la mente la molestia o desconcierto de algunos colegas sociólogos cuando les pregunto lo que sienten o piensan, y que no dejan de hablar en tercera persona, incluso cuando están intentando hablar de una experiencia bien personal.
No obstante, hace algunos años esos matices empezaron a cobrar sentido y los espacios intermedios empezaron a cobrar también un tinte más contundentemente político. En un congreso de Danza Movimiento Terapia la ponente principal, una antropóloga, neuro-científica y psicoterapeuta corporal, dijo algo que nos cimbró a todas: “como psicoterapeutas trabajando con el cuerpo, tenemos una capacidad de incidencia social muy importante”. Es nuestro deber ético incrementar la consciencia no sólo de los bloqueos emocionales de las personas, sino atender también las opresiones y explotación que vivimos y que reproducimos. Debemos ayudar a identificar los privilegios y cómo reproducimos opresiones. Mas tarde otra colega, socióloga y psicoterapeuta de movimiento, agregaría: “la psicoterapia nació como una disciplina burguesa, por eso no considera aspectos de clase”, pero nosotras podemos hacerlo.
Con una idea más clara de la intersección entre la psicoterapia y la sociología, me di a la tarea de investigar más y me encontré con muchas iniciativas en el mundo de la psicoterapia que están activamente cuestionando algunos de los supuestos de la psicoterapia tradicional sobre objetividad, imparcialidad o la pretendida distancia entre paciente y terapeuta. Las ciencias sociales y el feminismo como propuesta de pensamiento han puesto sobre la mesa que no existe tal cosa como la objetividad. Toda producción humana conlleva una carga de estereotipos, valoraciones, prejuicios, todo un sistema de prohibiciones y de deber ser. Quienes trabajamos en el mundo de la salud mental tenemos también un rol que jugar con respecto a la reproducción de la explotación y las opresiones. Hacer de cuenta que no nos toca es una forma de perpetuarlos. Éticamente nos toca implicarnos.
Desde las emergencias climáticas hasta la reciente pandemia, las masivas olas migratorias, el exterminio genocida en diferentes partes del mundo, los feminicidios, la violencia de género, todos estos temas requieren acciones urgentes.
Suely Rolnik en Esferas de la insurrección (2018) reflexiona sobre el trauma social que nos deja en los cuerpos este matrimonio entre los regímenes capitalistas y las fuerzas conservadoras. Unión descarada y terrible que se alimenta de desmantelar impunemente cualquier intento de movimiento libertario, de enterrar la esperanza por mundos-realidades mejores.
Desde Estados Unidos hasta Brasil, desde Polonia hasta Rusia. Sin olvidar las caras de niños buenos pero igualmente temibles en Francia o Canadá cuando se trata de inmigrantes o empresas mineras. La violencia y cinismo con que actúan los gobiernos autoritarios —racistas, misóginos, tránsfobos, homófobos, genocidas—generan una desesperanza que les es bastante conveniente. Pensar y sentir que no hay nada que se puede hacer para cambiar la situación personal y social es un arma efectivísima en contra de los movimientos sociales.
Justamente por estas razones, es necesario tener en cuenta que la salud mental de los individuos no puede existir en un contexto de opresión generalizada. En eso se equivocan muchos enfoques psicoterapéuticos y muchas terapias alternativas. No se puede curar a una persona que vive en un ambiente enfermo. Si extendiéramos nuestra atención y consciencia podríamos verlo con mayor claridad: no se puede estar bien entre paredes-muros que protegen de un “otro” imaginado peligroso o amenazante. No funciona así para la clase en el poder, no funciona así tampoco para los países ricos: vivir entre muros temiendo invasiones permanentemente y sospechando del de al lado no es sano, por más que se enmascaren. Esa no es la vía. Como tampoco lo es recetar antidepresivos o ansiolíticos (Naciones Unidas, 2020[1]) con el beneplácito de las empresas farmacéuticas. Para atender la salud integral de las personas se requieren cambios estructurales —revolucionarios en el más profundo sentido del termino, cambios que nos revolucionen no sólo las condiciones materiales en que vivimos, sino que nos cuestione la forma misma de estar en el mundo, de vincularnos y de sentirnos.
Voces desde diferentes campos del conocimiento se han alzado para llamar a generar reflexiones y consciencia mas integrales o abarcadoras, desde el médico, psiquiatra y psicoterapeuta chileno Claudio Naranjo, hasta el gineco-obstetra francés Michel Odent.
Necesitamos generar a la vez cambios en las micro y las macro estructuras. Una o un psicoterapeuta no puede atender a una mujer que vive violencia intrafamiliar si no entiende por completo que no se trata solo de fortalecer la autoestima de la persona, sino de entender también que la violencia es un asunto estructural donde la inequidad de género es un factor determinante, donde hay que exigir a las instituciones que hagan su trabajo.
Me viene a la mente un mensaje que leí en redes sociales hace tiempo: “no necesitas un psicoterapeuta, sino un sindicato”. Pensaba en lo fácil que es simplificar las cosas. Claro que un sistema con justicia social ayudará mucho más a la salud de las personas, pero las condiciones materiales no lo son todo. En el Reino Unido, por poner un ejemplo que me queda cerca, el suicidio es la primera causa de muerte de los hombres entre 25 y 45 años de edad. Factores económicos-materiales los hay, pero no son peores que para las mujeres, así que acá hay un aspecto de género a considerar. La soledad y aislamiento en que vive gran parte de la población en los países nórdicos, con su consecuente cuota de alcoholismo y racismo, son otro ejemplo.
La interrogación que se abre es cómo podemos resolver o abordar todas estas problemáticas al mismo tiempo. Es clarísimo que el mundo necesita (para ayer) cambios drásticos, revolucionarios. Conformar revoluciones puede tardar décadas… Mientras tanto, ¿qué papel podemos jugar entonces, cada persona, desde nuestra trinchera en el día a día mientras cambios más profundos se van gestando? O dicho de otra forma, ¿cómo puede nuestro actuar cotidiano ir gestando las condiciones para cambios más amplios?
Psicoterapeutas somáticas y del movimiento como Christine Caldwell y Lucia Bennett Leighton en su libro La opresión y el cuerpo: raíces, resistencia y resoluciones (Oppression and the Body: Roots, Resistance, and Resolutions, 2018) presentan una serie de trabajos en los cuales se pone de manifiesto la importancia de recuperar el cuerpo como un espacio de resistencia. Es a través de las sensaciones corporales que podemos saber que algo es injusto, está equivocado o es opresivo. Cualquier forma de opresión o discriminación ocurre en el cuerpo y es el cuerpo el primero en registrarlo. Es el cuerpo el que lo grita con enfermedades, padecimientos, estrés, ansiedad, insomnio. La psicoterapia sola —sobre todo las muy tradicionales— y los fármacos no son la respuesta. Tampoco lo puede ser únicamente el activismo en sí, que además suele pasarnos factura, y a las mujeres una más cara. Sí, necesitamos sindicatos fuertes, manifestación en las calles, en las redes sociales, boicot a empresas trasnacionales, comprar local, producir lo que se pueda, y aquí cada quien le suma de acuerdo a sus posibilidades.
Desde mi trincherita, mezclo mis espacios intermedios o mis identidades varias: la socióloga, la feminista, la psicoterapeuta, la migrante, la mestiza y la que es madre. Con todas ellas hago una amalgama en la que en mi práctica como psicoterapeuta es explícitamente feminista y donde constantemente me cuestiono —o trato— y cuestiono a quienes vienen a terapia conmigo sobre sus privilegios y opresiones. Como socióloga-docente-facilitadora pongo el acento en los vínculos, el cuerpo, lo sensible, lo suave, todo ello como estrategia para no perder de vista que los cambios macro-estructurales no deberían llevarse entre las patas los vínculos amorosos.
Aun cuando el panorama político es tan desolador, me da esperanza cuando volteo a ver los movimientos de jóvenes que reivindican tan abiertamente el cuerpo y el derecho a vivir desde su deseo. Me da esperanza cuando veo psicoterapeutas preocupadas y comprometidas activamente por la justicia social y la lucha contra las múltiples forma de opresión. Me da esperanza cuando veo las resistencias gritando en las calles o incluso en las redes sociales. Los problemas actuales requieren la suma de esfuerzos. La división de las insurgencias es una estrategia que funciona muy bien al statu quo. Si reconectamos con las pulsiones vitales, la energía vital, nos acuerpamos junt@s, encontraremos al menos una fuente de energía para seguir resistiendo pero, más importante, para diseñar formas creativas de resistencia, sin endosarle nuestra felicidad a la lucha por un mundo mejor.
[1] Naciones Unidas (2020). Derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental. Consejo de Derechos Humanos, 44º período de sesiones, 15 de junio a 3 de julio de 2020.