No me demuestren vileza, apúntenme al corazón, que a los hombres como yo, no se les da en la cabeza… Corrido de Felipe Ángeles
Tal vez él nunca lo pensó, y si lo pensó, no quiso planteárselo de manera frontal. En su elegante vocabulario nunca hospedó la palabra abandonar. Si bien había dejado varias veces a su esposa Clara y a sus hijos, siempre asumió que sus ausencias familiares estaban justificadas por la misión que la Patria le encomendaba. La patria y la familia no se llevan. Lo advirtió la Revolución. Y aunque el autoexilio de la propia Patria se suavizaba a la luz de que luchar por ella era inaplazable, él siempre estaba por irse. Por eso cuando Villa le reconvino: No nos abandone general, la Revolución le debe mucho y yo, personalmente, también, no importan nuestras diferencias…, le pareció curioso que el general tampoco usaba la palabra abandonar, salvo en esa ocasión. Para el gran Centauro, los que se iban eran desertores y traidores, y esta conducta debía ser castigada con el fusilamiento. Esa fue la razón principal para que suavizara la situación. Con temor y con tristeza trató de reconvenirlo: ¿Qué va a hacer usted solo? Lo más seguro es que lo cacen los carranclanes o quién le dice que me lo venadean por ai. Se oía paternal, protector y triste. Si usted se va, general —dijo otro oficial— es como un suicidio. Esas palabras le lastimaron más. Porque él no quería morirse; pretendía continuar en esa lucha que, le quedaba claro, no sabía a dónde los conducía, pero algo tenía que salir de ella. Su cabeza de pronto se llenó de incertidumbre y la evasión era lo único que se dibujaba en su mente. Cansado se encontraba de tanta barbarie. Sus estudios en Francia y el reconocimiento de ser el mejor artillero no lo hacían superior a sus correligionarios; tampoco sus acuciosas lecturas orientales, ni siquiera la forma como reconvenía al general cuando éste, movido por la ira y el resentimiento, entregaba al paredón a un puñado de enemigos, muchos de ellos le debían la vida y ahora lo veían casi de hinojos. Él era un militar de carrera y había dirigido con sobrado éxito el Colegio Militar, muchos de sus discípulos ahora también eran sus compañeros de combate y le rendían pleitesía, misma que se había ganado
a pulso. La guerra era su pasión, pero no la destrucción que ésta generaba, menos la descomposición del ser humano. Era mucha la disonancia que enturbiaba su pensamiento, pero la milicia no era sólo una teoría, había que aplicarla y la mejor imagen de que se imponía la teoría, daba como resultado un buen número de muertes de enemigos que la estrategia redituaba. De ahí también derivaba su rivalidad con los otros oficiales, principalmente con Fierro, cuyo salvajismo era proverbial y pretendía cobrarse todo lo que le debía la vida, asesinando enemigos. No. Él pensaba que la Revolución no se había hecho para eso. Su pensamiento se cifraba en una sociedad más justa y equilibrada, en donde la riqueza se repartiera de manera más equitativa y fueran menos los inconformes. Ahora, por encima del humanismo que siempre lo acompañó, resonaban en su mente las ideas socialistas que recién había hospedado en el contacto con el grupo liberal en Nueva York. Sabía, por otra parte, que en su nombre y su apellido cifraban su destino de mártir y redentor. El general le había dicho varias veces que la Revolución no era para hombres como él, pero se desdecía, cuando gracias a su pericia, ganaba una batalla: No sé qué haríamos sin usted general, mis respetos. Es usted el mejor artillero que he conocido y me congratulo de tenerlo bajo mis órdenes. Y por eso: No se vaya general. ¿Qué va a hacer usted. Solo? Ya le debe mucho a Carranza y el viejo es porfiado, no se la va a perdonar, mire que le trai muchas ganas y esta oportunidad no la va a desaprovechar; él quiere verlo en el paredón. A mí no me gustan los desertores, pero lo suyo más bien lo veo como una imprudencia; es usted un hombre valiente y sensato. Dígame nada más qué es lo que quiere y por vida de dios que se lo concedo. No necesito recordarle que de todos los que andamos en esta bola, usted es el único que me gusta para presidente de México. Y esta idea no es sólo mía, pues varios la asegundaron en la Convención de Aguascalientes. Usted es leído, es una persona que aprovechó la escuela y no por eso se muestra altanero ni abusivo. Quédese, general, verá que pronto terminamos con esto y todos veremos un mundo mejor, tenemos derecho, para eso estamos luchando. Él ya no escuchaba, sólo le pidió al general una escolta pequeña y algunas provisiones para poder resistir, no sabía cuánto tiempo, pues no tenía idea de a dónde quería ir. Ni siquiera pensaba exiliarse, ya lo había hecho una vez. Cuando iban a asesinar al Presidente, a él lo encerraron también; ahí lo vio todo acurrucado el embajador Márquez Starling, quien dijo que tenía “una sonrisa triste” Claro, él pensaba que formaba parte del paquete de muertos que habían preparado Mondragón, Félix Díaz y Huerta. Sin embargo no fue así, estuvo preso casi seis meses, pero luego lo dejaron libre, aunque lo volvieron a encerrar, nada más para que se diera cuenta de que el desprecio que le había hecho al golpista Huerta lo iba a marcar. Si se puso en entredicho su libertad, fue porque el ahora Presidente lo mandó a Europa quesque a una misión secreta y él, acosado por tanta vigilancia, dejó el cargo, porque tampoco quería seguir sirviendo a la usurpación. Prácticamente se escapó y huyo a Nueva York. Luego regresó y fue recibido con beneplácito. Carranza lo había nombrado Secretario de Guerra y Marina del Gobierno Constitucionalista, pero este nombramiento celó a varios generales, entre los que destacaba Obregón, quien alegaba que cómo se daba un cargo tan alto en el nuevo gobierno a quien había combatido contra la Revolución. No lo quería el sonorense, y aunque le mostraba sus respetos convencionales, a sus espaldas no lo bajaba de “napoleoncito de pacotilla”. Pero no era el único; muchos lo envidiaban por su capacidad y su talento, pero sobre todo, porque él no era como ellos, simples máquina de exterminio. Era evidente también su discrepancia con Carranza, porque el coahuilense sólo quería el poder, y para conseguirlo, no dudaba en exteriorizar a cada instante su antimaderismo. Ángeles tenía otra óptica: la nueva Revolución no tiene que ser de caudillos. Madero nos enseñó con su muerte, y estamos comprometidos a entregar la vida para que se cumpla su proyecto de nación. Así que decidió, con la anuencia del jefe constitucionalista, ofrecer sus servicios al general, quería hacerse cargo de la artillería de la División del Norte. Carranza lo dejó, porque en el fondo, hombres como él, estorbaban sus ambiciones. El boquete se hizo evidente cuando, previo a la toma de Zacatecas, en una fiesta en honor al Presidente Constitucionalista, a él y a Eugenio Aguirre Benavides, se les ocurrió un brindis en el que exaltaban que todos los villistas eran, antes que nada, maderistas, y que luchaban por los ideales del Presidente asesinado. Naturalmente al barbón no le gustó y empezó a boicotearlo, al grado de que designó al mandó para la toma de Zacatecas, al mediocre general Natera, ese que no firmaba la nómina, porque aducía que “Don Total” ganaba más que él. Y cuando Villa tomó la decisión, a él y al llamado Centauro, el barbón les negó todos los méritos. Este coahuilense quería ser el único, pero le faltaban tamaños, así que lo mandó apresar. Esto no era más que una prueba irrefutable de la animadversión que el Presidente Constitucionalista tenía hacia Villa y a la lealtad que él manifestaba.
A pesar de que el general le advirtió de que esos doce hombres le servirían para nada, pues los carranclanes sólo atacaban en montón, y no le dijo a traición, porque nunca sospechó que el traidor estaba entre esos doce hombres que servían de escolta. Pero al parecer el general ya se las olía que todo estaba escrito, y que él, enfermo y con la moral por los suelos, no iba a llegar muy lejos. Él no hizo caso, quería encontrarse con la muerte y y ahí empezó a cavar su tumba, una fosa que ya se impacientaba por recibirlo. Efectivamente, la traición llegó y fue por conducto del tal Salas, quien a cambio de ser amnistiado, y una cantidad ridícula de dinero (cualquier dinero es ridículo cuando se trata de vender a un hombre, pero cualquier dinero también es efectivo cuando se llega al precio del traidor) no dudó en entregarlo. Así que, en vísperas del aniversario del estallido de la Revolución, en el Valle de los Olivos, él y sus acompañantes fueron sorprendidos (¿sorprendidos?). Avisados de antemano, cayeron los carrancistas, nadie pudo hacer nada. Se dejaron apresar con una docilidad que si bien no le extrañó a los soldados, les supo a rutina, como si no conocieran la estatura del gran artillero. Ahora sólo era un preso más del ejército constitucionalista. Apartaron a los elementos de la escolta y él se quedó solito, no ignoraba los métodos de los asesinos, cómo no iba a tener en su memoria la forma en que los huertistas habían matado a don Abraham, y aunque ahí no había trenes, la sierra era más propia para la ley fuga. Casi todos los miembros de la escolta fueron ejecutados en el camino, y a él lo condujeron en tren a Chihuahua, versión oficial, para que tuviera un juicio militar justo. Era la aplicación de la Ley Juárez, que tanto defendía Carranza, y ahora, con mayor razón. Los enemigos deben morir en el paredón y Ángeles era un enemigo, no de la Revolución, del llamado barón de Cuatro Ciénegas. La manera en que fue recibido por la gente en la ciudad, fue por demás apoteósica, aunque tanta fiesta no fue suficiente para ocultar que ahí se le iba a ejecutar.
El juicio fue en realidad una farsa. Los generales que formaban el tribunal estaban aleccionados y advertidos para que no se contemplara otro final que no fuera el fusilamiento. Los abogados, Gómez Luna y López Hermosa, las damas de la Sociedad Pro Felipe Ángeles y el pueblo, hicieron su labor, pero todo fue estéril frente a la consigna. Los generales se quejaban de que les hubieran dejado a ellos el paquete, alegaban que hubiera sido más fácil darle un tiro y alegar que había querido huir, o de plano aplicarle la ley fuga. No, tuvieron que llevar el escenario al teatro de los Héroes, en Chihuahua, la cuna de la Revolución, como para escarmentar a otros posibles opositores al ya dudoso presidente. De nada valieron los argumentos del licenciado Gómez Luna, quien alegaba que él ya no era militar y menos pertenecía al ejército constitucionalista, luego entonces, el juicio sumario estaba fuera de la legalidad. Carranza se sentó en lo que consideraba la ley y no dio marcha atrás. De nada valieron las llamadas ni los telegramas; también Obregón amenazaba al tribunal: “Si ustedes indultan al generalito, consideren que han dejado de ser mis amigos”. Así que no había puerta de escape. Y para muchos, aunque ésta hubiera existido, él no quería huir. Por eso le dijo a Gómez Luna que su problema no era de abogados, sino el de un destino ya determinado. La parábola de las peceras con el tabique de cristal vino a su mente. Recordó que cuando se quitaba ese tabique, los peces se habían acostumbrado a no transgredir un muro ya imaginario. Así, él era un preso que ya no quería cruzar hacia la libertad, aunque ésta se lograra mediante un amparo. Ya estaba cansado y sólo esperaba que todo aquello se acabara. No es que su defensa haya sido débil, él mismo confeccionó un discurso de altos vuelos, pero no lo escucharon, o no entendieron; ¿Quién entre los militares podría creer, que el ahora acusado general, no quería matar a sus hermanos? ¿Quién, que se considerara en sus cabales aceptaría que la Revolución se había hecho para que todos fueran iguales? ¿Quién de los que estaban en la sala sabía quién era Jean Valjean, a quien la sociedad, y el amor que éste le profesaba, lo convirtieron finalmente en un delincuente? En el mismo juicio él hizo una analogía entre el héroe de Víctor Hugo y Villa, pero ¿quién de los ahí presentes sabía quién era Víctor Hugo? ¿Quién sabía qué era una analogía? El mismo general Ángeles no ignoraba que le estaba hablando a las paredes, y que si la gente interrumpía su alegato para aplaudir, era por la gran simpatía que le profesaban. El general sabía que estaba solo, pero no solo en ese teatro que era la antesala de la muerte, no en la ejecución que aguardaba impaciente. En fin, que todo el juicio se convirtió en una especie de parodia de la tragedia griega, en donde los personajes eran arrastrados por una decisión que ya se había tomado aun antes de que Dios encendiera las estrellas. La muerte estaba ahí como el principal protagonista y no se iba a retirar con las manos vacías. Aunque todos pidieran el indulto, la respuesta que dio el ciudadano Presidente fue lacónica e implacable: “Ordeno recordar los procedimientos que la ordenanza militar señala para el cumplimiento ineludible cuando se trata de una sentencia de muerte”.
Ahora, con mayor claridad, se dibujaba en él la certeza de que siempre había estado solo y que así tenía que abandonar este mundo. Sus lágrimas por Clara, la mujer que siempre entendió sus sueños y que no le puso freno a sus aventuras militares; sus hijos, que quedaban en desamparo, fueron la última llamada a un universo, que siempre lo supo, no estaba hecho para él. Por eso su discurso quedaría más bien tatuado en la memoria de quienes se dedicaran a estudiar todas las contradicciones que había engendrado la Revolución; y todas las contradicciones que permean a la humanidad y la hacen infeliz. Este suceso se escribiría en la historia de la ignominia, por eso nadie le puso atención. Todos, ni sus amigos, ni sus enemigos. Todos coincidían en que aquella representación debería llegar a su fin, saltar esa penosa cerca, al día siguiente él sería parte de la historia, pero ya no estorbaría más al jefe máximo. Por eso las mujeres lo abrazaban y le empapaban el traje con sus lágrimas; le abrazaban como se abraza a quien está a punto de beber la cicuta. Por eso el general Escobar llevó un par de platillos para compartir con él “su última cena” y le extendió un papel para que el general escribiera cualquier garabato y él pudiera guardarlo como un recuerdo de aquella memorable fecha en que se fusiló al general Ángeles. Y por eso también, el propio general, ya no escuchó las propuestas que le hacía el coronel Bautista: “Me la juego con usted, mi general; sólo quedamos Escobar y yo al mando, a él es fácil eliminarlo. Saldremos y nos encontraremos con Villa, que no debe andar muy lejos…, Él no escuchaba, había pedido un baño de agua fría, como los que acostumbraba antes del combate. Quería llegar inmaculado a la muerte.
Miguel Angel Leal Menchaca
Profesor Investigador de la Preparatoria Agrícola de la UACh. Autor de libros como: Mujeres abordando taxi, Doce de cal, La hora mágica, entre otros.
Para Edith Leal.