Quizá por ahí
algún día aprendamos a
escribir en nuestra propia lengua.
Las formas del agua desdibujan la alegría,
las nubes enredadas, las aves que migran,
los dientes tercos amarrados a la angustia,
el color de la tarde.
Aún hay treinta mil flores frescas
que ver mientras resbala el sol.
Por eso digo, ojalá aprendamos a escuchar
al otro en su propia lengua.