Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón
Desde lo alto de su satisfacción,
su mirada sublime se dirige hacia lo infinito,
muy por encima de su triunfo; hay desprecio en sus labios,
y el despecho que lleva en sí hincha sus fosas nasales y sube
hasta el orgullo de la frente.
–Johann J. Winckelmann en Lo bello en el arte
En una caseta telefónica, una mujer habla con su jefe comunicándole la noticia del fallecimiento de su esposo, cuelga el teléfono, ahora le corresponde el saludo al hombre que esperó su turno. Se seca sus lágrimas, primero con sus dedos y luego con un pañuelo, y con una pronunciada sonrisa, sigue su camino. Es cuando vemos el rostro de Luisa de una forma limpia y concisa, un momento que puede concretar todo y al mismo tiempo, que libera aspectos emocionales, porque sin el menor esfuerzo, su rostro ha contenido toda la tristeza de su abandono nupcial y ha contenido toda la alegría de saber que, de alguna forma, ha matado a su esposo. ¿Qué hace valioso el alternar sus sentimientos de una manera tan precisa? El alcance de tal mirada se consume en Días de otoño (Roberto Gavaldón, 1963), y parece corresponder durante el presente y pasado de Luisa.
La llegada de Luisa a la terminal de transportes, su búsqueda y contratación de empleo, satisfacen el primer vacío que fue la pérdida total de su familia. La confianza le permite no ser cuestionada por sus habilidades sino elogiar sus resultados. Como la decoración de su primer pastel donde, sin conocer su proceso, se asume por la crema batida alrededor de su sonrisa y delantal. En otro momento, durante la preparación de un pastel de primera comunión, aprovecha para recrear el momento de su futura boda, jugando y dialogando con los muñecos de plástico, marcando un acto tan inocente como sincero, hecho que compromete una plática sobre su relación con Carlos.
El pasado de Luisa comienza sobre carretera, donde la caída de su zapato predispone su primer encuentro y su posterior enamoramiento con Carlos. La confluencia del ruido urbano alcanza la tranquilidad en los próximos planos, a través del fluir de la corriente de agua en un día de campo. Una pequeña distancia los separa, mientras Carlos descansa, la luz ilumina el remar suave de Luisa y después su mirada queda retenida en el mismo corazón que parece haber trazado con la punta de un cuchillo.
Si el espectador de aquella época veía a través de la urbanidad escenarios diferentes en relación con la vida rural, como el factor musical donde actores como Jorge Negrete o Pedro Infante, llevados a promocionar su voz, convirtiendo a la película en un repertorio musical, (y en ocasiones, donde dicha exhibición formó parte de la propia coherencia y formalidad de la misma película), se trató entonces de un gusto en transformación, que responde a un factor social relacionado al hartazgo y al concepto del “progreso” dentro de la cuestión técnica y plástica de la película.
Algunos textos sobre esta película la posicionan dentro del llamado “Nuevo Cine Mexicano” y su relación que tuvo con la urbanidad y la modernidad. Resulta arriesgado relacionar dichos conceptos ante el propio posicionamiento temporal, ya que tanto la manera narrativa como formal en Días de otoño, parten de una tradición clásica, misma que compartió la Época de Oro del cine mexicano, siendo la misma que rechazó este nuevo movimiento. Gavaldón desafía esta ambigüedad no como una identidad de la que se asumía por corresponder a un cine propio en relación a su cultura y tradición. Su preocupación pertenece a cierto perfeccionismo de ver a través de la urbanidad un orden, y de encontrar en una desgracia, una esperanza.
Los interiores parecen más preocupantes para Luisa, aquellos que ocultan su rostro pálido para poder descansar y evitar las fiestas decembrinas. No hay tiempo de cuestionar al silencio, solo de replicar el síntoma de cada generación: felicidad por el matrimonio, por la procreación y por la maternidad. Sin esto, habría riesgo de soledad, algo que no comparte la pequeña habitación de Luisa, ni la pastelería en donde trabaja. Pensar en una ciudad que brilla por las noches, que muestra anuncios de publicidad desde la terraza de la vecindad donde vive Luisa, y el diferente crecimiento de edificios a su alrededor, se pensaría como en las maneras de visibilizar una “modernidad”, pero hablan sobre un aumento de la población y de un encierro bajo los propósitos y anhelos de la familia, nada diferente a la vida rural que cineastas como Emilio “Indio” Fernández en Flor Silvestre (1943) o Miguel Zacarías en Flor de durazno (1945) percibieron bajo cierto hartazgo, compartiendo un mismo temperamento con los sentimientos y la institución del matrimonio.
El otoño para Gavaldón no deja hojas sobre el suelo, pero sí la fragilidad que proviene del coraje: de los niños que corren por un trozo de pan o de la piñata que el hijo del señor Albino rompe al primer golpe. El realismo se contiene en las acciones, mismo que integra aspectos internos de la ciudad bajo un adormecimiento de las actividades diarias; como lo es ver aquel tráfico en total simplicidad, controlar el caminar de los pasajeros dentro de un pesero, o encontrar a través de Luisa, emociones que superan el deseo de amar. Estos comportamientos no sugieren una mentira, sino un propósito: permanecer en unión. Las horas nocturnas de Luisa intercambian lecturas sobre el buen matrimonio, que no basta con leer y memorizar, sino también ensayar. Así descubre lo que tuvo que haber aprendido, y con solo utilizar movimientos corporales, le explica a su compañera su intimidad con su pareja, como una charla que exige atención, pero que demuestra más que la piel desnuda, porque no propone ni contradice una violencia (Luis Buñuel) ni un carácter sexual (Juan Manuel Torres), sino que busca a través de su acción una verdad. Así es posible escuchar al bebé en su cuna, ver el crecimiento de su embarazo, la voz del amante, la sortija en la mano. Aquí se demuestra un vínculo, uno donde se crean alternativas, como la sencillez que sucede en You and Me (Fritz Lang, 1938), donde Helen (Sylvia Sidney) finge estar en matrimonio con Joe (George Raft), para no ser echada de su apartamento por su casera de valores conservadores. A diferencia de esta complicidad, Luisa no se sostiene con el engaño, sino con un miedo tan humano que detesta la separación, la mirada amarga. Sus compañeras le desean amor y porvenir y Luisa toca por última vez la diadema que adorna su cabello. Las campanas la despiden con su vestido blanco. Su acuerdo no será con Dios, sino con algún tipo de divinidad.