Hubiera hecho lo que fuera para huir de mí, lo juro; de mi boca seca, de mi cuerpo ausente y mi corazón tiritando y abierto a la mitad.
Tras 27 llamadas rechazadas, por fin le contesté a mamá para escuchar:
—¿Qué, no piensas llegar? ¿Dónde está tu hermana? ¡No la encontramos!
El día estuvo nublado y especialmente frío. Yo serena. Ella hace tiempo que dejó de preocuparse por el hambre, qué ponerse mañana o el qué cenarán los vagabundos esta noche. Todo había terminado ya entre enredos y errores que no se podían corregir. Ya hace tiempo que imaginaba encuentros ensayados con ella, mi hermana; ella a quien no conocí nunca o tal vez olvidé cómo era. ¡Sí! debe ser eso, la he ido olvidando desde que empezó la locura esta de las voces. Había somnolencia en mis pasos todo el tiempo, pensaba en cada una de las veces en que intenté hacer la paz, pero ella atacaba con toda malicia, lo he jurado antes y nadie me cree.
—No, no he visto a mi hermana… —contesté a mamá antes de que pudiera preguntar algo más inteligente o comprometedor. Las madres siempre se preocupan de más, pero esta vez era diferente, esta vez con justa razón, en fin.
Venir al mundo sin mapa, salir del huevo o brotar en algún terreno que puede o no ser cultivado después de ti, así es nacer. La fuerza con la que sales del santuario para contaminarte y llorar por la vida que te toca… en mi caso llorar, porque ya sabía la compañera de vida que me tocaba.
Todo empezó en el vientre de mamá; ahí estaba ella con los ojos cerrados, moviéndose, apretándose contra mí, montando una sonrisa, levantando sus estúpidas manos cada vez que nos tomaban fotos por esa máquina que operaba la mujer de blanco, esa mujer que se acercaba a nosotras a hablarnos con su tonta voz, diciendo que éramos unas guerreras al mismo tiempo que me veía sólo a mí, con mirada angustiosa. Silvia pateaba suave cuando papá y mi mamá estaban juntos, nunca abrió los ojos. Yo percibí su maldad desde entonces, sabía que no podíamos vivir las dos, por supuesto sólo debía vivir la mejor, la más agradable, la gemela buena y esa era yo. Nunca cerré los ojos para mantenerme alerta ante su maldad; ella, en cambio, dormía todo el tiempo. Cuando mamá comenzó a gritar por los dolores supe que era el momento, me apresuré y traté con gran esfuerzo de enrollar el cordón umbilical alrededor de su cuello, así los doctores dirían que fue muerte natural. Pero se salvó, los médicos intervinieron a tiempo, desafortunadamente, a pesar de la alevosía con la que actué en la labor de parto, con pereza y tardanza.
Papá y mamá me amarían sólo a mí. No funcionó. Nacimos.
Ella siempre reía con todos, yo no. Yo me encerraba cuando había visitas, yo era a la que los tíos le preguntaban cómo iba la escuela a sabiendas de que iba terriblemente mal, tan sólo por el mero placer de terminar a carcajadas, y si el motivo no era la escuela, sería mi nuevo corte de cabello o que mi nombre rimara con rana. El chiste más gracioso de todos los domingos. Según ellos.
Ella siempre sacaba buenas notas, olía a jazmines y su voz era suave. Sus mascotas vivían, las mías no, las mías no eran tan lindas u obedientes como sus mascotas y por eso es que tenía que encargarme de ellas, hasta me prohibieron tener mascotas cuando comencé a arrancarles las uñas, una por una. La ropa de Silvia tenía más color en su cuerpo que en el mío.
Yo peleaba. Recuerdo la vez en que encerré a la profesora en el cubículo del conserje para que nadie la encontrara, no pude evitar enojarme internamente sin razón alguna y por eso lo hice.
O cuando empujé a aquel pequeño por las escaleras de la escuela sin inmutarme siquiera, incluso dije que lo sentía, pero lo que quería era reírme. Desde aquel día me llevaban con doctores que hacían muchas preguntas y me daban pastillas de distintos colores. ¡Y a Silvia no! ¡Eso no era justo! ¡No fue justo! Ellos me arruinaron ¡Ella era malvada! Ella es la que fingía ser tan recta con todos, pero yo descubrí su malicia antes que todos y nadie me creyó. El tiempo pasó, ella trataba de ocultar su maldad plantándome la ridícula idea de querer ser mi amiga; por supuesto, yo era más fuerte que eso.
Un buen día me fui de casa, alquilé un tercer piso en la calle más austera de la ciudad; siempre hubo un olor especial, pero justo hoy vi todo oxidado, roto o sucio, esa mancha de sangre, los recuerdos, la juerga de la noche de ayer, en fin; lo único pulcro que quedaba ahí era ella, como siempre. Ella mi sinónimo, mi igual, al verla por última vez descubrí que sí la quería y que ésta era mi forma de demostrarlo. Tuve que decirle algunas mentiras para que accediera a venir a mi tercer piso, ella siempre me creyó todo, y esta vez me creyó una vez más.
El resto fue fácil, aunque no recuerdo casi nada. Un sonoro rugido que se perdía entre mis guantes café, que con fuerza sellaban sus labios para no dejar pasar ni la más mínima dosis de vida que quisiera colarse de entres mis dedos para regresarle el vigor a Silvia. Al mismo tiempo que las voces no dejaban de retumbar en mi cabeza, aplausos y felicitaciones; algarabía, toda una fiesta dentro de mí. Yo me encontraba confundida: ¿estaban felices por mí?, ¿tampoco querían a Silvia y yo hice el trabajo sucio para ellos? No lo sé. Por primera vez me sentía liberada, por primera vez las cosas me salían bien.
Han pasado varias horas, sigue siendo domingo y siguen buscando a Silvia. Yo, por supuesto que me muestro preocupada. Silvia ya no está, pero yo sí.
Regresé a casa. Aún tengo los guantes café puestos, los que me sirvieron de intermediarios entre la parte de mí que no me gusta y la parte con la que decidí vivir el resto de la vida. Entro a casa, miro a mamá y a papá, veo que lloran; me miran y sus ojos se vuelven grandes en un instante, se acercan a mí con un temblor de miedo, con un temblor frío, pero me tratan demasiado bien y delicadamente como nunca. Y yo sospecho.
—¿Puedo regresar a vivir con ustedes? —pregunté— Es que tengo miedo.
No hubo respuesta. Ya no importaba mucho, ahora estoy feliz. Por fin papá y mamá se han librado de la gemela mala y estarán a salvo. En cuanto a mí, de pronto se me ha ido el miedo…