“…Como te iba diciendo, el camarón es la fruta del mar. Se pueden hacer a las brasas, hervidos, fritos, a la plancha, con ajo, hay brochetas de camarones también, camarones criollos, caldo de camarones, camarones empanizados, rebozados, sofritos, camarones a la pimienta, camarones al limón, camarones con pasta, camarones jalapeños, sopa de camarón, estofado de camarón, ensalada de camarón, camarones con papas, hamburguesa de camarón, sándwich de camarón… Creo que eso es todo”.
Benjamin Buford Bubba Blue “Bubba”.
Forrest Gump (1994)
Deshilvanar el simbolismo que tiene la comida en cualquier cultura abarcaría enciclopedias tan innumerables como exquisitas, incluso evadiendo ciertas misiones de largo término como abordar las prácticas religiosas y sus influencias sobre la alimentación de sus adeptos.
Baste señalar lo ineludibles que resultan ciertos alimentos de la canasta básica —maíz, frijol, chile— para la cosmovisión de las civilizaciones precolombinas; la inefable imagen de erudición y misticismo contenida en un campo de arroz al Oriente; o bien, una sensación primigeniamente poderosa que alberga el concepto de cazadores-recolectores que, para fortuna mundial, han resistido estoicos, por ejemplo, en África y Oceanía.
Incluso si tomamos una expresión nacida hace relativamente poco como el cine, nos encontramos ante un menú sustancioso.
Guillermo Altares, en su artículo “Un festín literario”, escribió un par de líneas que podrían parecer obvias y, sin embargo, no lo son: “Más allá de cualquier moda relacionada con la alta cocina, la comida es importante en los libros porque lo es en la vida”. Lo mismo podríamos referir sobre el séptimo arte.
La tradición cinematográfica ha sabido aportar invenciones culinarias que han deleitado a los más exigentes paladares con los más disímiles gustos: inolvidables son los cuarenta y un segundos de La comida del bebé (Lois Lumiere, 1885) en los que Auguste y Marguerite Lumiere desayunan a sus anchas con su pequeña Andrée; la sencillez de los planos en los que Charles Chaplin se come su zapato en La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925); en contraposición están la grandilocuencia y el derroche opulento de las bacanales registradas en Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963), Satiricón (Federico Fellini, 1965) o Calígula (Tinto Brass, 1979).
El minimalismo en el celuloide puede convertirse con facilidad en un gran buffet y para ello es posible prescindir de algunos ingredientes como carne y hueso: la animación de igual manera está ligada a las potencias alimenticias y uno de los favoritos para dirigir el banquete es Hayao Miyazaki.
Prácticamente todas las películas de Studio Ghibli poseen una escena memorable a propósito de los comestibles. En ocasiones remitiendo al poderío, la copiosidad y la exuberancia (El viaje de Chihiro, 2001; El increíble castillo vagabundo, 2004), invitando al espectador a la hospitalidad y la camaradería (Mi vecino Totoro, 1988; Kiki, entregas a domicilio, 1989; Ponyo y el secreto de la sirenita, 2008), sin olvidar la nostalgia o la franca tristeza que puede producir un buen plato sobre el protagonista (La tumba de las luciérnagas, 1988; El cuento de la princesa Kaguya, 2013. Estas últimas dos, por Isao Takahata). Migrando de terrenos nipones, Occidente también ha espoleado las papilas. ¿Cómo olvidar la fiesta de té celebrada por el Sombrerero Loco y la Liebre en Alicia en el país de las maravillas (Clyde Geronimi et al, 1951)? ¿Cómo concebir el romance sin la escena del espagueti en La dama y el vagabundo (Clyde Geronimi et al, 1955)?
Mención honorífica merecen los comensales de inusuales latitudes como Max Jerry Horowitz, coestelar de la producción australiana-neozelandesa Mary y Max (Adam Elliot, 2009), quien es representado a partir de su afición a los hot-dogs de chocolate —una receta que él mismo inventó— como un hombre introvertido, solitario, propenso a ataques de ansiedad de los que se refugia en un desorden alimenticio.
Detallar así el comportamiento, reproduce una imagen determinada que busca ser acogida por la audiencia. Para dilucidar este punto, en 2018 la plataforma Fedor realizó el vídeo ¿Qué dice la comida sobre un personaje? (What does food say about a character?) en el cual se señala un conjunto de mensajes que se utilizan a menudo para apelar al subconsciente del espectador y realizar tácitamente una construcción de personalidades.
Dichos mensajes pueden ser condimentados si se realiza una comparación con diversas investigaciones socioantropológicas. Expiración García Sánchez, en su artículo “Alimentos marcadores de grupos sociales a través de la literatura árabe medieval”, enuncia: “Hay —o puede haber— alimentos que adquieren un significado especial, respondiendo a criterios personales del comensal”.
Para elaborar la idea, pueden ser tomados algunos momentos clave auspiciados por Quentin Tarantino. En Tiempos violentos (1994) el acto denominado Big Kahuna se vale de diálogos y acciones que giran en torno a una hamburguesa para enfatizar temperamentos déspotas y sumisos entre los involucrados; Bastardos sin gloria (2009) utiliza un desayuno entre una sobreviviente de las campañas nazis con uno de los responsables de las mismas para generar una atmósfera de suspenso e incomodidad apenas tolerables; por su parte, Perros de reserva (1992) ofrece impecablemente un cliché del cine de acción: escenas de grandes almuerzos previos o posteriores a torturas y asesinatos que exhiben la desensibilización de los protagonistas, aderezadas elocuentemente con intrascendentes divagaciones de sobremesa.
A la sazón del tema, Ramiro Delgado Salazar menciona que “…el universo de la comida brinda espacios de análisis de los constantes cambios que se dan en la vida de una sociedad”. Lo cual encuentra una reafirmación en el citado documento de García Sánchez: “Cabría suponer que son los grupos socioculturales los que se apropian de determinados productos alimentarios o preparados culinarios y los hacen suyos, como elementos distintivos o inherentes a sí mismos”.
De esta forma, se justifican tanto arquetipos como estereotipos. Un individuo que demuestre sus habilidades con los utensilios de cocina generalmente es tenido como una persona confiada, diestra y meticulosa. Por el contrario, aquel que desconozca el procedimiento para cocinar su propio sustento refleja competitividad, carencia de las destrezas más básicas (Tampopo, Juzo Itami, 1985; Comer, beber, amar, Ang Lee, 1994).
La piedad y empatía que Macario (de la película homónima, Roberto Gavaldón, 1960) incita en el público mexicano están obviamente acentuadas por su deseo de comer un guajolote él solo, sin invitar a esposa o hijos, ni siquiera a Dios o al Diablo. Lo anterior encuentra cierto sentimiento de foraneidad y arrobamiento ante lo exótico, provocado por los inauditos manjares incluidos en Indiana Jones y el templo de la perdición (Steven Spielberg, 1984), Charlie y la fábrica de chocolate (Mel Stuart, 1971) o virtualmente toda la saga de Harry Potter.
Desde luego, los alimentos no sólo aportan elementos para la psique de los intérpretes. Muy notoriamente forman parte de su representación física.
Largometrajes como Voraz (Julia Ducournau, 2017), Pink flamingos (John Waters, 1972) e incluso Lluvia de hamburguesas (Chris Miller y Phil Lord, 2009), se esmeran en representar la inmundicia y decadencia resultante de nutrir inadecuadamente el cuerpo. El colapso mental y sus funestas consecuencias han encontrado ecos en el malestar físico y el déficit nutricional de El cisne negro (Darren Aranofsky, 2010) o El maquinista (Brad Anderson, 2004).
Por otra parte, los más estrictos regímenes dietéticos son fundamentales para llevar acabo las épicas rutinas diarias en los clásicos Taxi driver (Martin Scorsese, 1976), La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) o Rocky (John G. Avildsen, 1976). La exactitud en las sustancias genera el embeleso. Las proporciones puntillosas, calibradas, son capitalmente importantes para el progreso de las narraciones tipo Como agua para chocolate (Alfonso Andreu, 1992) o Sólo los amantes sobreviven (Jim Jarmusch, 2013).
Con motivo de esta última representante de la vampiresca, se abre aquí un paréntesis para señalar que mucho del género de terror está basado en la alimentación, específicamente en el pavor de ser la presa y la ansiedad provocada por una involución en la cadena alimenticia (El hombre lobo, George Waggner, 1941; Las sanguijuelas humanas, Bruno Vesota, 1958; La noche de los muertos vivientes, George A. Romero, 1968; Alien, Ridley Scott, 1979; El silencio de los inocentes, Jonathan Demme, 1991).
Cerrado el paréntesis en el convite, Julián López García et al mencionan que “…la comida deja de entenderse como un ingrediente más para ser conceptualizada como el valor estructurante de la misma (sociedad) poniéndose énfasis en cómo el comer y el beber… generan integración social”.
Al respecto, despuntan dos clichés con frecuencia utilizados en Hollywood:
- “El tipo engreído que muerde una manzana”: la acción demuestra en sí misma la apatía con la que un personaje quiere investirse. El acto de comer mientras se está desarrollando alguna otra acción implica una falta total de interés en ella. Un desprecio exteriorizado sencillamente empleando un alimento que produzca cierta estridencia (una manzana, p.e.) para que, al mismo tiempo de mostrar su fastidio, aquel que se encuentre comiendo esté casi pidiendo atención.
- “El tipo desesperado trata de ahogar sus problemas en un vaso de alcohol”: retratado en momentos de tensión en la trama. El que alguien acerque un trago de alcohol a cierta persona y ésta lo beba compulsivamente demuestra la exasperación contenida. La agitación evocada por apresurar el fondo de la bebida y la indolencia al no considerar las consecuencias de lo ingerido.
A veces, más que estimular el apetito, la memoria es a quién se está celebrando. Porque es bien sabido que ha habido magdalenas proustianas en la pantalla grande. Hay encantos fílmicos con los que todos pueden identificarse como el ocurrido con Masato en Recuerdos, amores y fideos (Erc Khoo, 2018), quien rompe en llanto cuando le es servido un preparado especial hecho por su abuela; las aspiraciones infantiles, los desamores y una tiernamente ingenua esperanza por el futuro despertadas por las reminiscencias de unas fresas silvestres en Cuando huye el día (Ingmar Bergman, 1957); la imperecedera conmoción llevada a cabo en el espíritu de Anton Ego, exigente crítico de cocina, al degustar la sugerencia del cocinero (Ratatouille, Brad Bird, 2005)
El cine mundial ha llegado a apostar por historias en las que el más ínfimo bocado implica conversiones violentas sobre el alma:
“Lo tenía decidido, quería matarme. Salí hacia Mianeh. Fue en 1960. Llegué a las plantaciones de cerezos. Paré allí, estaba aún oscuro. Tiré la cuerda alrededor de un árbol, pero no encontré el lado opuesto. Lo intenté una y otra vez, pero no hubo manera. Así que subí al árbol y até la cuerda con fuerza. Entonces sentí algo suave bajo mis manos. Cerezas, cerezas deliciosamente dulces. Me comí una, luego una segunda y una tercera. De repente, me di cuenta que el sol estaba saliendo sobre la cima de la montaña. ¡Menudo sol, menudo paisaje, todo verde! En ese mismo instante, escuché a los niños saliendo hacia la escuela. Se paraban a mirarme. Me pidieron que agitara el árbol, las cerezas caían y se las comían. Me sentí feliz. Recogí algunas cerezas para llevarlas a casa. Mi mujer seguía durmiendo, cuando se despertó, también comió cerezas, y las disfrutó. Había decidido matarme y volvía a casa con cerezas. Las cerezas me salvaron la vida, una cereza me salvó la vida.” (El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami, 1997).
La despensa que el cine posee es sumamente espaciosa. Al abrirla de par en par, se encuentra el deleite frugal y el opíparo. El cine a la carta es un platillo constantemente reinventado, lo cual no denota sino la profesionalización de los chefs. Más allá de los géneros, actores y directores —recetas clásicas pero frescas—, la propuesta continúa. Sin más que agregar, sean dichas las plegarias y ¡bonne apetit!