¿Quién fue Atahualpa Yupanqui?
Atahualpa Yupanqui nació en Campo de la Cruz, al norte de la provincia de Buenos Aires, Argentina, el 31 de enero de 1908.
Fue hijo de un empleado de ferrocarril, quien siempre se sintió orgulloso de su ascendencia gauchesca. Su madre fue criolla, originaria de la indomable comunidad autónoma vasca, del noreste de España.
El mismo Atahualpa nos habla de sus antepasados inmediatos de la siguiente manera:
Me galopan en la sangre trescientos años de América, desde que don Diego Abad Martín Chavero llegó para abatir quebrachos y algarrobos y hacer puertas y columnas para iglesias y capillas. Por el lado materno vengo de Regino Haram, de Guipúzcoa, quien se levanta en medio de la pampa y levanta su casona […] Mi tata era un humilde funcionario de ferrocarril, pero nada podía matar el gaucho nómada que había sido. (Ulyses Petit de Murat, Atahualpa Yupanqui: Antología de sus canciones, poemas y prosas poéticas, p.11)
Sus padres lo registraron con los nombres Héctor Roberto Chavero, pero desde los trece años empezó a usar, en sus incipientes colaboraciones en un pequeño periódico escolar, el seudónimo Atahualpa, para conmemorar al último soberano inca. Años después agregó al seudónimo el apellido Yupanqui, para consagrarse con dos sustantivos que juntos significan: venir de lejanas tierras para contar o hacer cosas (Atahualpa: el que viene de muy lejos, Yupanqui: a decir algo o traer cosas).
Los días de mi infancia, transcurrieron de asombro en asombro, de revelación en revelación. Nací en un medio rural y crecí frente a un horizonte de balidos y relinchidos. Era un mundo de sonidos dulces y bárbaros a la vez. Pialadas, vuelcos, potros chúcaros, yerras, ijares sangrientos, espuelas crueles, risas abiertas, comentarios de duelos, carreras, domas, supersticiones… (Ídem)
En agosto de 1917, la familia Chavero se mudó a Tucumán, traslado que lo llevó —según el decir del mismo poeta—, “al reino de las zambas más lindas de la tierra”. (Ibídem, pp. 13-14).
A los trece años de edad, con la muerte de su padre, Yupanqui sufre su primer golpe de soledad. Demasiado pronto para convertirse en jefe de familia; por eso, desde adolescente, empezó a vivir entre el trabajo, el estudio y deportes como el tenis y el box. También practica el periodismo, ejerce como improvisado maestro de escuela, se desempeña como tipógrafo, ebanista, vagabundo, músico y desconocido coplero. Trabaja también en un depósito de forraje y carbón; fue peón de panadero, albañil y tropero de hacienda.
La rudeza de sus diversas actividades y la guitarra —la gran compañera de su vida— lo llevaron a convivir y a entender verdaderamente a los hombres del pueblo, que le mostraron un mundo extraño, milagroso y recóndito, a quienes empezó a ver no sólo como heroicos proletarios de la pampa, sino por obra de la música, eran príncipes de un continente en el que sólo él penetraba como invitado y descubridor. “Eran seres superiores. ¡Sabían cantar! Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a esos paisanos. Ellos fueron mis maestros.” (Ibídem, p.12)
Posiblemente, quien tuvo mucho que ver en la compenetración de Atahualpa con los trabajadores argentinos fue Bautista Almirón, un hombre virtuoso que le enseñó, a los ocho años, las maravillas del mundo musical, y por medio del encanto de la guitarra lo llevó al pueblo, a sus hombres más sencillos, porque éstos, a pesar del menosprecio que sufren en el ambiente cultural, también poseen una gran sensibilidad para disfrutar el arte más sublime y refinado. Esto no lo sacó Atahualpa de su pura imaginación, sino que lo confirmó en una ocasión que entonaba en su guitarra un tema de Bach. Al escucharlo un obrero que realizaba su tarea, detuvo su labor para preguntarle de quién era la música que tocaba. Atahualpa Yupanqui le contestó que se trataba de un músico importante. No un simple guitarrero sino un gran organista que a la fecha era ya difunto. Al siguiente día, el mismo hombre le pidió algo alegre para animar el momento, por ejemplo una chacarera. El poeta lo complació. Después le pidió que ejecutara alguna cosa de aquel difunto tan serio.
A pesar de lo endurecido de sus manos por los rudos oficios ejecutados en su niñez, adolescencia y juventud, la guitarra jamás falseó los acordes nacidos de la naturaleza, de la montaña, para armonizar el alma de los hombres que han perdido el ritmo de lo humano, porque según él, el poeta sólo canta lo que la tierra dicta; el poeta no arranca de su cabeza lo que canta, sino solamente traduce y debe hacerlo sin reposo. “No hay descanso en el poeta” —nos dice Atahualpa—. “Si deja sus banderas, si abandona, se hace traición a sí mismo y arroja a los demás, a esos miles y miles que laten en el pulso de sus poemas y en su misma sangre al fondo de la desesperación, al pozo profundo de los días sin horizonte de justicia y sin luz de amor […]” (Ibídem, p. 20-21).
Esa identificación de su arte con la vida desde adolescente le atrajo aplausos en festivales pueblerinos, trabajando de peón por el día y estudiando por la noche hasta agotar las treguas del cansancio. Así, a los 26 años, debuta en Radio Fénix, después en Radio Municipal, luego en Radio El Mundo y en otras radiodifusoras hasta que su guitarra llegó a ser la primera voz de Buenos Aires. A los 28 años se dio a conocer por toda Argentina, Colombia, Cuba, Guatemala, México y otros países latinoamericanos, llevando por delante siempre su inmortal canción Camino del indio. Después se esparcieron muchos, muchos poemas por todo el mundo, echados a volar con las cuerdas vibrantes de su inseparable guitarra.
Uno de sus biógrafos, el padre jesuita Fernando Baasso, afirma en su libro Atahualpa Yupanqui, símbolo, mensaje y drama: “Don Atahualpa Yupanqui es el hombre de la interioridad, del recurso constante del corazón que se constituye también en una especie de espacio religioso donde busca (más allá de los mitos y supersticiones) al Dios verdadero”. (Ibídem, p.20)
¿Desde dónde trae Atahualpa Yupanqui estos testimonios tan profundamente humanos? De la realidad con la que él llenó cabalmente su propia existencia, impregnada ésta de naturaleza; también de la soledad compartida con hombres que tienen al silencio como única forma de vida.
Yo he trajinado —confiesa el poeta— durante años las serranías de mi patria. He vivido largo tiempo en las hondas quebradas, en montes, en las tierras sedientas donde el salitral ostenta sus mentidos mares y sus falsos diamantes. He pasado temporadas entre indios, entre kollas, mestizos y paisanos. He dormido en chozas donde la miseria abochorna todos los paisajes. (Ibídem, p.16)
Esto es lo que Atahualpa tradujo de la realidad para expresarlo en su inconformidad de manera tan bella, pero al mismo tiempo al rojo vivo.
Cuando el poeta argentino intentó ir más allá de la protesta que su arte le inyectaba en la sangre, militó contra el régimen populista dictatorial que su Argentina amada padecía; entonces fue perseguido, encarcelado, torturado, incluso, bajo el intento de anularlo para que ya no siguiera cautivando con su arte que tanto molestaba al tirano en turno. El torturador le puso la bota sobre una de sus manos para inutilizarle los dedos pero, para fortuna de muchos, el verdugo no se fijó antes que su víctima era zurdo también para tocar la guitarra y, gracias a este dichoso descuido, el cantautor siguió manejando su instrumento tan magistralmente como antes. No consiguieron callarlo pero sí lo obligaron a salir de su patria. Posiblemente, durante el tiempo que duró su travesía rumbo a Francia, le brotaron del alma los siguientes versos:
Si me veis mirando lejos
abrazado a la guitarra,
es que voy sobre la mar
sin aire, sin cielo, ni agua.
Y cuando miro el oscuro
madero de la guitarra,
seguro es que voy rezando
por una patria lejana.
(Miguel Ángel Gutiérrez, Poesía de Atahualpa Yupanqui, p.1)
Esta y otras cosas más dice en su canción Si me veis mirando lejos.
Al alejarse de su país, el inmortal bardo hace de la Argentina una fuente exuberante de dolor, de actos heroicos anónimos, de música arrancada de las montañas y las pampas, de personajes emisarios de los lugares que recorrió y vivió y, gracias a ellos, se convirtió en el artista de ideales universales que, con su guitarra e inspiración, aspiró a transformar al hombre en un ser verdaderamente humano. De esto no es solamente consciente sino que lo dice explícitamente en los siguientes términos:
El día que se entre en conciencia de para qué venimos al mundo, y qué tenemos que hacer en él, entonces tal vez se disminuya ese caudal de egoísmo que, a veces es motor que impulsa a las gentes a no portarse bien, a enriquecerse con facilidad, a inventar la guerra […] esas cosas horribles que acortan la vida del hombre y manchan su existencia en el universo. Si mis canciones pueden ayudar en una mínima parte a que la gente destruya su egoísmo y me ayude a mí a destruir el mío, me doy por satisfecho. (Ulyses Petit de Murat, Op. Cit., p. 22)
En esta heroica lucha irrenunciable y solitaria, estuvo siempre a su lado su esposa, la francesa Antonietta Paule Fitzpatrick, también poeta, pianista, compositora, conocida entre los amigos de ambos como “Nenette”, coautora de muchas de las canciones que el folklorista hizo famosas mundialmente, con quien compartió honores bajo el seudónimo “Pablo del Cerro”, denominación que arropó profundamente un gran amor y recuerdos entrañables.
La militancia del poeta argentino al lado del pueblo fue ininterrumpida; desde que le nació la conciencia puso toda su capacidad creadora al servicio del destino del hombre, de este ser que es la máxima expresión de la naturaleza.
A propósito del olvido en que muchos guardan descuidadamente el nombre y obra de este grande y verdadero exponente de la poesía y música argentina, viene a mi memoria el impacto que me produjo la noticia aparecida en un diario vespertino de la Ciudad de México, escrita con grandes letras negras, aquel 23 de mayo de 1992: Murió Atahualpa Yupanqui.
Nunca había leído antes en algún periódico o revista comerciales, con esa notoriedad, algo referente al poeta sudamericano. Me sorprendió que su muerte se diera a saber como principal noticia de un vespertino. Inmediatamente me brincó una pregunta envuelta en una especie de descontento y desencanto: ¿Cuántos sabrían de la existencia de Atahualpa Yupanqui? ¿Quiénes lo habían escuchado hasta este momento? La respuesta me llegó, parsimoniosa pero puntual: muy pocos, seguramente. En México se escucha muy escasamente este tipo de música. A casi treinta años de muerto, estoy seguro de que somos mucho menos los que seguimos compartiendo su poesía y sus eternas preocupaciones desenredadas de las cuerdas de su guitarra. Sin embargo, su arte y sus motivaciones no morirán jamás porque la realidad sigue golpeando a la humanidad con la desigualdad, la explotación, la marginación y todas las penas que flagelan al género humano, causadas por los pocos malvados que para su bienestar dañan a las mayorías, gracias a que cuentan con la complicidad de los indiferentes. El arte y la poesía de hombres con la sensibilidad de Atahualpa Yupanqui, seguirán siempre como una mechita prendida para iluminar la conciencia de todos los que nos damos por lastimados.